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Palabras verdaderas, malas palabras

Por: Trinidad Avaria y Luciano Lutereau | Publicado: 20.02.2019
Siempre es divertido el momento en que los niños descubren las malas palabras. La mayoría de las veces no saben qué quieren decir (por ejemplo, un niño le puede decir “hijo de puta” a su hermano, sin darse cuenta de que entonces le dice “puta” a la madre), pero les encanta decirlas. Lo que descubren, entonces, es una forma de decir, ¿cómo eso puede ser malo?

Los niños tienen una relación directa con el lenguaje, al punto de que podamos decir que mucho antes de aprender a hablar ya conocen el valor de las palabras. El vientre de la madre no es un espacio oscuro y aislado, sino una caja de resonancia en la que desde muy temprano el bebé escucha la palabra de los demás.

Es posible que un niño primero no entienda lo que oye, pero las palabras tienen un sentido que no se reduce sólo a lo que significan. Porque con las palabras hacemos cosas, expresamos tonos y estados de ánimo, producimos efectos en los otros. Las palabras son mucho más que un conjunto de significados y, por cierto, cuando los niños empiezan a hablar hay dos fenómenos que se muestran especialmente interesantes, dos fenómenos que son parte de un crecimiento muy importante: por un lado, los niños descubren que las palabras sirven para decir la verdad, lo mismo que para mentir; por otro lado, un buen día advierten que las palabras también se pueden usar para insultar.

En este artículo nos detendremos en estos dos fenómenos, que suelen preocupar a los padres, con el propósito de ubicar que se trata de cuestiones normales (y hasta que se espera aparezcan) que demuestran un gran crecimiento en la relación con el lenguaje y ampliación de las relaciones sociales.

Mucho antes que la verdad, los niños descubren la mentira. Y ni siquiera descubren la mentira como algo falso (lo opuesto de la verdad), sino como forma de engañar al otro. Por eso los adultos acostumbramos a decirles “No (me) mientas” en lugar de “No digas mentiras”.

Lo primero que descubre un niño, es que es posible no contarlo todo, de ahí que pueda decir lo que no es o inventarse una historia. La experiencia de mentir supone para el niño una conquista: hay una parte del mundo que sólo le pertenece a él, sus padres no adivinan lo que piensa, aunque él creía lo contrario, puesto que puede engañarles. Ese límite entre su mundo interno y los demás, enriquece su vida psíquica, al favorecer el desarrollo de su fantasía. La psicoanalista francesa Françoise Dolto dice, refiriéndose a las mentiras de los niños: “No es mentira, es una ficción, es algo que se dice “en broma” por el placer de creer en ello, para soñar despierto sin riesgos… es novela”.

Con la verdad pasa algo parecido, pero más interesante. A los niños les pedimos que digan la verdad; desde pequeños los sometemos a un empuje disciplinario a que nos digan todo, que no nos oculten nada, a la obligación de decirse a sí mismos. Esto nada tiene que ver con el modo más originario en que el niño descubre el valor del término: cuando nos preguntan si algo es real, si acaso existe tal o cual cosa, si un hecho pasó o no.

Para los niños, la primera forma de la verdad se relaciona con desprender el mundo real del de fantasía. Por eso preguntan, por ejemplo, si hay monstruos de verdad. Y lo interesante es notar que la sede de la verdad es la palabra y verdadero es algo porque otro lo dice.

Nosotros los adultos les explicamos que la verdad es algo que deben sacar de adentro (de sí mismos) y ellos nos enseñan que no hay acceso directo a lo verdadero, que la verdad es algo que viene de afuera (de los otros) y sobre todo de quienes el niño considera que su palabra importa.

En este punto, podríamos recordar el caso de una niña –la hija de unos amigos– que mientras jugaba con su padre, cuando éste impostó la voz y dijo ser un monstruo, le preguntaba si era de verdad o era el padre. Como a veces ocurre con los niños, dicen la verdad sin saberlo (la verdad que no se confunde con el saber), es decir, que todo padre es un poco de mentira.

Por eso los adultos que tenemos que ocupar funciones parentales siempre nos sentimos un poco impostores cuando no nos angustiamos por tener que ser los representantes de roles que nos generan conflictos, cuando nunca podemos saber con certeza si estamos haciendo bien las cosas. Nadie cría a un niño sabiendo lo que tiene que hacer de antemano o, como dice el refrán: ningún niño viene con un manual bajo el brazo.

Por otro lado, en continuidad con lo que implica decir la verdad y el descubrimiento de las mentiras, cabe tener en cuenta otro gran descubrimiento de la infancia: las “malas palabras”.

Siempre es divertido el momento en que los niños descubren las malas palabras. La mayoría de las veces no saben qué quieren decir (por ejemplo, un niño le puede decir “hijo de puta” a su hermano, sin darse cuenta de que entonces le dice “puta” a la madre), pero les encanta decirlas. Lo que descubren, entonces, es una forma de decir, ¿cómo eso puede ser malo?

A los padres les preocupa, temen la mala educación, pero lo interesante de las malas palabras es que son un paso necesario en la conciencia que el niño va tomando de lo público. Porque descubre también que hay lugares en que se habla de un modo y lugares en los que se habla de otro. Las malas palabras –que no son necesariamente los insultos, porque hoy se insulta mucho (en medios gráficos, en redes sociales, en la televisión abierta, etc.); “malas palabras” aquellas que los padres se preguntan: de dónde sacó esto y rápidamente quieren rectificar esa manera de hablar– representan un gran crecimiento psíquico, porque son la primera aparición de una forma de decir que no proviene de los padres y que, además, sitúa un “afuera” de ellos. Las malas palabras son la antesala de un mundo social que no se reduce a la familia.

Esta doble experiencia de las mentiras y las malas palabras muestran cuán sensible es la relación de los niños con el lenguaje. El modo también en que éste no es un simple instrumento comunicativo, una forma de intercambiar información, sino que moldea lo más íntimo de la vida.

Respecto de la verdad, su vínculo con la palabra se comprueba también en la manera en que difícilmente un adulto pueda desdecirse con un niño se le dijo algo; puede ser que le haya dicho que más tarde irían a la plaza y, si no cumple, el niño seguramente se molestará. Quizá no entiende que llueve y es mejor quedarse en casa, el punto será siempre que la palabra otorgada, la que se concede, tiene el valor de una promesa.

En este sentido, dado el valor que le dan a la palabra, no cabe duda de los que niños tienen con la palabra una relación más madura que la que tienen muchos adultos, en particular aquellos que no pueden hacerse cargo de lo que dicen.

Por otro lado, respecto de las malas palabras, la pregunta inmediata que surge es qué hacer. ¿Deben prohibirlas los padres? ¿Deben dejar qué las digan los niños? En este punto, como suele ocurrir con las cuestiones fundamentales de la crianza, no hay recetas que puedan darse. ¿Quién puede decirle a un padre o una madre cómo criar a su hijo? Sin embargo, lo crucial es que si –como sostenemos– las malas palabras tienen un papel fundamental en el crecimiento, lo importante no es qué hagamos con ellas (como si pudiésemos evitar algo) sino que advirtamos que su aparición tiene un sentido. A lo mejor así nos enojaremos menos, como suele ocurrir cuando un fenómeno extravagante muestra su valor psíquico.

Trinidad Avaria y Luciano Lutereau