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Historia del libro en América: ¡cuánto daño ha hecho la Iglesia Católica!

Por: Eduardo Farías | Publicado: 15.03.2019
Historia del libro en América: ¡cuánto daño ha hecho la Iglesia Católica! codices |
En la Conquista el uso del invento de Gutenberg tuvo la misma importancia para la dominación de los indígenas que la utilización de las armas. Irónico resulta pensar que el libro en América haya comenzado siendo parte de un genocidio cultural y que su rol emancipador fuese una idea condenada desde antes de la entrada de la imprenta en México

Si México fue fundamental para Bolaño, se debe quizás a que en Ciudad de México está la cuna de toda nuestra América y porque mucho de todo está allá: las tortas del Chavo, lo picoso de los chiles y toda su variada comida tradicional, desde el pozole hasta los tacos con cochinita pibil. Disculpen lo sibarita de las referencias. Así, ni modo. Si México fue fundamental para Gabriela Mistral quizá lo fue también por la locura urbana de cimentar una ciudad sobre un lago, trabajo de mexicas y luego españoles y mexicanos para que Ciudad de México sea lo que es hoy. Quizás para Bolaño y Mistral lo increíble fue la arquitectura prehispánica. ¿Quién sabe? México, además, es la cuna de la historia del libro en este continente, para bien y para mal.

La historia del libro en México no comienza con la llegada de los españoles; de hecho, México pudo haber desarrollado una historia propia y paralela al libro occidental pre y pos Gutenberg, es decir, al libro manuscrito y, luego, al impreso. Bernal Díaz del Castillo, un soldado, da cuenta de los muchos códices escritos en náhuatl de la civilización mexica (la que mal llamamos azteca). No solo los mexicas cultivaron los códices, también los mixtecos y mayas.  Un historiador, Pedro Mártir de Anglería, describe también los códices y se enfoca en la escritura jeroglífica como principal característica. Fray Diego Durán también escribió sobre la positiva impresión que le causaron los códices. Fueron pocos los que vieron el valor de aquellas culturas y de aquellos registros escritos.

Hasta nuestros días han sobrevivido solo 22 códices, porque la posibilidad del desarrollo del libro americano propio fue truncada justamente por la conquista española y por el exclusivo papel que tuvo la Iglesia Católica. Así, en la lucha por el poder y la hegemonía de la corona española y del catolicismo, muchos frailes como Diego de Landa (un pinche cabrón que ojalá arda en el cielo) quemarían, destruirían códices por fanatismo, incultura, poder y hegemonía religiosa. ¡Oh, cuán equivocados estaban!

En la Conquista el uso del invento de Gutenberg tuvo la misma importancia para la dominación de los indígenas que la utilización de las armas. Irónico resulta pensar que el libro en América haya comenzado siendo parte de un genocidio cultural y que su rol emancipador fuese una idea condenada desde antes de la entrada de la imprenta en México. El dominio de la Iglesia Católica, vía la corona, sobre el mundo del libro en América se ejerce no solo desde la censura a la circulación de cierto tipo de libros en 1506 mediante una disposición, y en 1531 y 1536 mediante reales cédulas, según Ernesto de la Torre Villar, sino que también desde el control de la publicación y de lo publicado desde el primer impreso mexicano: Breve y más compendiosa Doctrina christiana en lengua mexicana y castellana, impreso por Juan Pablos Lombardos en la imprenta de Juan Cromberger. Así la publicación de todo el material católico desde 1539 sirvió para la conversión, el adoctrinamiento, el sometimiento de los diversos pueblos indígenas, lo que implicaba fundamentalmente el abandono y el olvido de sus creencias. La neta: ¡cuánto daño ha hecho la Iglesia Católica en América!

Ser hoy editor en América implica cargar con esta historia de la cual sin duda no se quisiera ser cómplice ni activo ni pasivo, y que en el Cono Sur se ha convertido en solo una triste anécdota en la serie de tristes acontecimientos de la conquista de América. Ser hoy editor implica no olvidar que la práctica se ha construido sobre un cementerio lingüístico y, en un principio, al servicio de una colonización territorial, social, económica y cultural. Pero en México no todo está perdido, es decir, la Iglesia Católica falló en su propósito, pues las lenguas indígenas están presentes en la población urbana y rural, así como también existe literatura indígena publicada en proyectos (micro)editoriales independientes como Avión de Papel Editorial.

Ahora bien, cabría preguntarse por la relación entre el mapuzungún, el aymara, el quechua, el kunza, el kakán, el español y la edición chilena para darnos cuenta de que la enfermedad es la misma. Pues bien, el remedio no está solo en la publicación de literatura indígena, lo cual es un paso importante, sino en la exigencia de reconocimiento constitucional para las lenguas indígenas como lenguas oficiales, lo que permitiría que aquellas lenguas sean parte del currículo obligatorio escolar, entendiendo que la importancia se limita a la comprensión interlingüística entre sujetos, sino que también se expande hacia la comprensión de la culturas indígenas como visión de mundo, lo que se percibe en su plenitud en el acervo idiomático que poseen.

Para concluir, la historia del libro en América comienza con la imposición forzada de una  institución colonial y religiosa, la que justificada por su prejuicios y con el poder y la fuerza de las armas y de las letras no solo sometió a una población diversa étnicamente, sino que destruyó material bibliográfico único. Es la Iglesia Católica la que abre el camino de la censura, de la destrucción de material impreso pre y pos hispánico en los territorios mesoamericanos, por tanto, es una historia marcada por una memoria negra, edificada sobre un genocidio cultural. La historia del libro en Chile no es más que el reflejo provinciano de aquella política religiosa cruel, la que se inicia en nuestro país con el Modo de ganar el Jubileo Santo, de 1776, y si no queremos que siga siendo aquello, los cinco mil cupos entregados por el Estado para el aprendizaje del mapuzungún es un avance, mas no la meta.

Eduardo Farías