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Opinión

Monseñor Romero: Figura internacional del derecho a la memoria

Por: Giovanna Flores Medina | Publicado: 24.03.2019
La tarde de ese fatídico 24 de marzo, un disparo directo a su corazón lo hirió y dejó agonizante por media hora. Fue un francotirador a rostro descubierto que, desde un auto con capota roja, estacionado a las puertas de la capilla, pudo ejecutar su mandato con total precisión. No había tráfico. Fue una operación perfecta. El estupor de la prensa apostada y de los fieles fue inmediato: habían presenciado un crimen de lesa humanidad.

Abrazado por la luminosidad que irrumpió entre los ventanales de la capilla supo, entonces, que el conflicto armado comenzaría una nueva etapa: una sangrienta e infame guerra civil. El derecho a la rebelión contra la dictadura se aplacaría con las masacres selectivas, el miedo a la tortura, la acción criminal de mercenarios, la injerencia de la seguridad de Washington y el entramado legal que procuraría la impunidad. Así estaba ocurriendo en América Latina. Brasil, Argentina, Chile y Paraguay eran paradigmáticos. Una certeza y un designio que se acompañaban por la brisa marina que se filtraba desde las arboledas de las avenidas despejadas. Algo, por cierto, inusual y resultado de una puesta en escena orquestada desde la Presidencia y los altos mandos militares. El final de una crónica que lo tenía a él por protagonista y a su pueblo, fuera o no católico, como espectador.

Él era Oscar Arnulfo Romero, monseñor y arzobispo de San Salvador. Y, casi cuatro décadas más tarde figura internacional del derecho a la verdad, a la justicia y a la reparación de los crímenes de lesa humanidad, de guerra, de genocidio y, desde hace un bienio, del crimen de agresión. Memoria y humanismo cristiano se unen bajo su nombre como categorías inescindibles de una doctrina cuyo principal bien jurídico protegido es la verdad y su principal herramienta la imprescriptibilidad de la acción persecutoria contra los partícipes de los ilícitos más deleznables.

El cordel de la Extremaunción y el testamento político de la dignidad irreductible de las víctimas

En medio de la perplejidad y las cavilaciones de esa jornada —según confidencian las anotaciones de su pequeña bitácora— los rayos violáceos y de color vainilla de los arreboles le evocaron las postales de inmensa felicidad de su niñez rural. Su rictus cambió, observaron los asistentes, y sonrió.  Todos en esa parroquia del hospital le son leales. Todos esperan su protección o su consuelo, aunque es una misa fúnebre y no una de las grandes homilías de la catedral. A alguna monja comentaría que a partir de ahora no habría estrado judicial o confesionario ante el cual arrepentirse de la lucha de los últimos tres años en contra del gobierno. Represión y martirio se unirían en su camino y en el de aquella Iglesia que hablaba de la defensa de los derechos humanos y denunciaba las prácticas atroces de los agentes del Estado. Ya no temía a la condena de muerte que sus opositores habrían vuelto a decretar extrajudicialmente hacía pocas horas y que era el objetivo de algún plan de autoría mediata y de responsabilidad del mando, como argumentarán en las dictaduras latinoamericanas los abogados penalistas más valientes que siguen a Claus Roxin.

Ese día estuvo lleno de contratiempos, pero el mayor lastre sobre sus hombros, a los 62 años de edad —expresaba en sus anotaciones— era «haber tolerado la angustia y el sentimiento de culpa que lo acosaron por meses: el quebranto de la soledad del poder moral y político que ahora detentaba» ante un gobierno totalitario. Había sido abandonado por sus amigos de décadas, cuestionado por una militancia comunista que no tenía, y acusado de traidor e instigador de la guerrilla. La propaganda de derechas y el discurso de odio lo habían lanzado al otro lado de la vereda de su sendero siempre en ascenso. Él que estaba ligado al Opus Dei y que siempre había atendido a los feligreses de las capas acomodadas, había dado un salto de conciencia moral y jurídica que lo condujo a su propia exclusión. Doloroso había sido el desdén del Papa Juan Pablo II en el Vaticano, cuando con total destemplanza se negó siquiera a escuchar sus preocupaciones y desestimó cualquier acercamiento al régimen para interceder por los que el salvadoreño llamaba oprimidos. Anticomunista y conservador, Karol Wojtyla creía que la amenaza de la lucha armada exigía procesos sumarios y moralizadores que erradicaran cualquier atisbo de marxismo, usando un lenguaje abyecto e inapropiado en una autoridad de su rango y en un doctor en derecho. En cambio, las elites académicas de Europa condecoraban el heroísmo de Romero; mas, decenas de sacerdotes sin jerarquía habían estado previamente agrupando a las víctimas y solicitando apoyo a ONG internacionales. Una realidad que se había negado a acusar previamente y hoy se le presentaba con flagrante desembozo: la represión sistemática contra las poblaciones agrarias e indígenas constituía un crimen de lesa humanidad que ni el Ejecutivo ni el Poder Judicial estaban procurando investigar y sancionar.

Fue en ese momento en que decidió cambiar el rumbo planificado para ese atardecer del lunes 24 de marzo de 1980. Comenzaban los preparativos de Semana Santa y las actividades serían incesantes en las calles. No tanto, por fervor religioso como sí por comunión política: proscritos los partidos, conculcados los derechos de reunión y circulación, controladas las calles por la policía secreta que estaba al acecho, solo las iglesias se salvaban. Eras las 18:00 horas y aún faltaba celebrar la misa de la Catedral, sitio que albergaba a decenas de reporteros internacionales, camarógrafos a sueldo y uno que otro político esperando por el clamor de este teólogo conservador devenido en ‘cura de los pobres’ y defensor de la justicia internacional de derechos humanos.

Dejó de lado sus tan estudiados discursos—mismos que preparaba a diario para cada aparición pública y guardaba como testamento político desde que recibiera el doctorado de la Universidad de Lovaina hacía más de un año— y celebraría el responso en memoria de la madre de un antiguo benefactor de los comedores sociales a los que apoyaba.

Y, comenzó, la última estación de su vía crucis.

La sentencia de muerte: la homilía de fuego contra la criminalidad

El domingo, 24 horas antes, Monseñor Romero ofició la homilía de la catedral más directa y menos alegórica de su propia historia. La tituló: La Iglesia, un servicio de liberación personal, comunitaria y trascendente. La situación era insostenible por parte, según él, de los cómplices pasivos que, sin tomar directamente un arma, repletaban las redes de poder cercanas al gobierno, defendían el discurso de odio y validaban la impunidad del sistema de la obediencia debida en las Fuerzas Armadas. Dilema que en la actualidad se ha pasado a llamar la culpa de derecho penal internacional de los pueblos o sociedades que toleran el abuso de tiranos, dictadores y ocupantes o agresores. Materia de la sociología moral y sociología jurídica que sostiene los argumentos que legitiman el deber de la memoria como un derecho cultural. Carl Jaspers y Johanna Arendt evaluaron la culpa alemana y la capacidad de la promesa, respectivamente; así como la legitimidad del olvido en su ejercicio individual, pero de gran efecto colectivo que dieron permanencia y normalidad a la estructura criminal del Tercer Reich. Por su parte, Elie Wiesel  y Primo Levi crearon, a su vez, la primera literatura de la memoria donde el tema de la culpa colectiva, el juicio a Dios, en uno y otro caso; y la imposibilidad de perder la dignidad humana pese a todo el horror que enfrentaron las víctimas del lager, también eran parte del entramado de la aceptación del crimen. Todos autores, junto al filósofo Jacques Maritain, y cronistas como Robert Antelme y Edith Stein, que habían pasado a ser lectura de cabecera del sacerdote.

En esa misa, que muchos de sus seguidores escucharon por las radios AM y FM que transmitían en directo sus intervenciones, había quedado más que claro que debía darse inicio a una nueva etapa de acción política más organizada y que el riesgo que tomaba Monseñor constituía un acto de heroísmo que podría terminar en su cercana muerte.

En la nave central de la gran capilla saludó muy rápidamente y afirmó:

«Queridos hermanos, sería interesante ahora hacer un análisis, pero no quiero abusar de su tiempo, de lo que han significado estos meses de un nuevo gobierno que precisamente quería sacarnos de estos ambientes horrorosos. Y si lo que se pretende es decapitar la organización del pueblo y estorbar el proceso que el pueblo quiere, no puede progresar otro proceso. Sin las raíces en el pueblo ningún gobierno puede tener eficacia, mucho menos cuando quiere implantarlos a fuerza de sangre y de dolor (…).

Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial a los hombres del ejército y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la Policía, de los cuarteles.

Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y ante una orden de matar que dé un hombre, debe de prevalecer la ley de Dios que dice: NO MATAR.  Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios (…). Una ley inmoral nadie tiene que cumplirla (…) Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado (…). La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre (…). En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión! (…).

La Iglesia predica su liberación tal como la hemos estudiado hoy en la Sagrada Biblia, una liberación que tiene, por encima de todo, el respeto a la dignidad de la persona, la salvación del bien común del pueblo y la trascendencia que mira ante todo a Dios y sólo de Dios deriva su esperanza y su fuerza.

Vamos a proclamar ahora nuestro Credo en esa verdad (…)».

Tras esas palabras, el asombro y el temor se apoderaron del lugar.

Terminó rápidamente la misa y las noticias de la prensa extranjera comenzaron a redactarse anunciando el avance hacia una escalada inevitable del conflicto. Esa noche, el arzobispo se fue a su pequeña habitación a rezar. No recibió a periodistas ni activistas. No cenó y solo se podía saber por sus asistentes que escribía y escribía con intranquilidad. Al día siguiente, los titulares de los diarios más prestigiados y las notas de los corresponsales encendieron el reguero de pólvora hasta la Santa Sede y Washington.

Su ejecución ilegítima: magnicidio y crimen de lesa humanidad

«Cómo matar a un profeta» decían centenares de pancartas que portaban los más de trescientos mil asistentes a su funeral y que repletaron las calles de San Salvador, ese martes 25 de marzo, paralizando al país completo, quebrantando el toque de queda y sorteando el Estado de excepción constitucional. Aquello había sido un atentado contra el baluarte moral de un país sumido en una crisis política ficticia, tan artificiosa como el notorio desequilibrio de medios y estrategias usados por el gobierno contra la llamada insurrección indígena de corte maoísta.

La tarde de ese fatídico 24 de marzo, un disparo directo a su corazón lo hirió y dejó agonizante por media hora. Fue un francotirador a rostro descubierto que, desde un auto con capota roja, estacionado a las puertas de la capilla, pudo ejecutar su mandato con total precisión. No había tráfico. Fue una operación perfecta.

El estupor de la prensa apostada y de los fieles fue inmediato: habían presenciado un crimen de lesa humanidad. Hasta hoy las fotografías de su cuerpo ensangrentado, de los rostros acongojados de las monjas y presentes, son parte de la memoria documental y tecnologías de la memoria de un caso paradigmático, porque fue el primer líder de carácter mundial en hablar de la memoria del pueblo oprimido y su derecho a la dignidad.

El caso ha pasado por varias etapas desde la justicia transicional de los años 90 hasta la visión de la justicia globalizada del presente: en España y EE.UU. los tribunales han abierto procesos contra los mismos sujetos involucrados. No hay variantes, lo que existe es un complejo modelo de impunidad. En España, el 2018, se abrió un proceso por la complicidad de crimen de lesa humanidad en contra de los coroneles de Ejército que participaron en los hechos conducentes al crimen, y por la eventual conspiración contra el Estado que implican los conocidos pactos de silencio, acciones y omisiones que son delitos conexos tipificados como obstrucción a la justicia. En tanto, en la Justicia norteamericana el sistema de reparación civil por crímenes de lesa humanidad cometidos por ciudadanos de dicho país no necesita de una justicia penal efectiva previa, sino que evalúa directamente el daño moral. Aunque el tema será abordado en la próxima columna.

Una vida consagrada al poder de la Iglesia que terminó en un camino hacia la redención y la lucha por los derechos humanos cuando aún no existía el convencimiento sobre la creación de una justicia penal internacional. Ese es el signo distintivo del legado de la ética de los derechos humanos y la defensa de la memoria de Monseñor Romero, quien desde el año 2010 es la figura internacional del derecho a la memoria y modelo oficial de la ONU y de la OEA para argumentar, desde el humanismo cristiano, la vigencia del derecho y del deber de la memoria como normas de ius cogens.

De manera tal, que cada 24 de marzo, se conmemora el día internacional del derecho a la verdad, a la justicia y a la reparación de los crímenes de lesa humanidad, de guerra, de genocidio y de agresión. Gracias a su testimonio, ya como activista, ya como Santo y Doctor de la Iglesia Católica, las nociones jurídicas de dignidad y memoria están ineludiblemente unidas a una justicia efectiva de derechos humanos.

Giovanna Flores Medina