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Destitución en museo de Puerto Williams: El avance de las salmoneras y el desamparo de la cultura yagán

Por: Simón López Trujillo | Publicado: 28.03.2019
Destitución en museo de Puerto Williams: El avance de las salmoneras y el desamparo de la cultura yagán salmoneras |
Ayer Alberto Serrano fue destituido de su cargo, en vísperas de la visita de los reyes noruegos a Puerto Williams, que es la forma que el gobierno utiliza para entregar el territorio indígena como dádiva para el capital extranjero, una especie de souvenir barato y de pésimo gusto. Desde la semana pasada, buzos de la empresa salmonera han empezado a trabajar en los sondeos para la instalación de las primeras jaulas de cultivo.

Trabajo en una librería. Más bien, en un outlet de libros donde lo que más se vende son imanes, posavasos, rompecabezas y láminas con ilustraciones de pueblos originarios, hechos por la empresa Chile-Souvenir. A la gente le llaman la atención. Los encuentran lindos, los llevan como regalo. Hay que estar pendiente de que no se los roben.

Hace un mes regresé de un viaje por Puerto Williams, en el marco de la investigación para una novela. A Alberto Serrano lo conocí cuando era director del Museo Antropológico Martin Gusinde, en una exhibición del documental Tánana: estar listo para zarpar, sobre la tradición canoera yagana. Luego de la función, hubo un conversatorio con el director del filme, que, para mi sorpresa, era el propio Alberto. Hoy acabo de enterarme de su destitución, tras 11 años de trabajo en la Subdirección de Museos del Ministerio de las Culturas, con un término de contrato que hace alusión a su participación en “marchas que alteran el orden público”.

El trabajo del Museo Martin Gusinde con la comunidad yagán, bajo la administración de Alberto, ha hecho cosas realmente admirables. Por ejemplo, hace un par de años una comitiva del museo viajó hasta Santiago para conseguir los originales de algunas de las fotografías de Martin Gusinde que se exhibían en el marco de la exposición Los espíritus de la Patagonia Austral en el Museo Nacional de Bellas Artes, y los llevó de vuelta hasta la isla.   

—Ojo, espíritus, ni siquiera cuerpos—me dijo Alberto. —Con eso ya los extinguiste.

Lo que hicieron entonces, junto a la comunidad yagán de Villa Ukika y con ayuda de la memoria de Cristina Calderón, fue traducir los nombres de cada uno de los rostros de esas fotos, marcados todos por la luz de un apellido impropio, extranjero, impuesto en las misiones salesianas, a su apelativo yagán original. Esto es importante. Hay que recordar que allí donde el mundo ve la espectacularidad de un rito, el exotismo inerte de un otro, muchos de los descendientes yaganes ven un álbum de familia. El museo de Puerto Williams es consciente de eso y de los desafíos que enfrentan hoy los yaganes para ser reconocidos como tales. En muchos trabajos en torno a la cultura yagán, todavía se dice que Cristina Calderón, reconocida el año 2003 como “tesoro humano vivo” por el CNCA, es la última: que cuando ella desaparezca, la lengua y las costumbres de su gente partirán consigo. Esto, la verdad, es una forma de matar dos pájaros de un tiro: fijar la imagen del pueblo yagán en el pasado, colgarla firme como un imán en el refrigerador, mientras se niega que su lucha y su memoria están en el presente.

Por otra parte, hay que destacar también que aquel ejercicio de traducción de las imágenes, ese «devolver los nombres a los cuerpos», como bien decía la escritora Guadalupe Santa Cruz, fue hecho solo para las familias yaganes de la isla, a puertas cerradas. Una invitación de parte del museo a que recordaran su linaje, a mirar a «los antiguos» –como se referían a ellos las abuelas– por fuera del encuadre de la cámara, con sus nombres propios.

De esta actividad no hubo ningún montaje posterior en sala, ningún afán de llevar la atención de los medios a un museo que hoy, lamentablemente, sobrevive con bastante menos ingresos de los que merece. Aun así, Alberto y compañía han sabido levantar una serie de elementos que evidencian una lectura crítica de la historia de este pueblo, que interroga todavía su presente.

Ejemplo de esto es la reciente inauguración de la Casa Stirling, principal vestigio de las misiones anglicanas en la isla, que ha sido restaurada y reubicada en las afueras del museo. Allí se explica la importancia que estas misiones tuvieron en la profundización del proyecto colonial en la isla y su responsabilidad en la drástica reducción de la población yagán a principios del siglo pasado a causa del hacinamiento, la mala alimentación y las enfermedades.

La exhibición del pabellón del primer piso, por otro lado, está dedicada a presentar los diversos aspectos de la cultura yagán en toda su vastedad y riqueza lingüística, política y religiosa, y expresa un esfuerzo por revertir el camino de una onomástica levantada desde fuera por un logos colonial. Al ordenar la curatoría de la sala según los testimonios de Lakutaia Le Kipa (ya no “Rosa Yagán” ni “Rosa Milicia”), los apuntes antropológicos de Chapman o el propio Gusinde, puntales sobre los que se ha narrado la historia de este pueblo, quedan relegados a un segundo lugar en el recorrido. La visita a ese pabellón concluye, de hecho, con una serie de preguntas hechas por la propia Lakutaia que invitan al visitante a reflexionar en torno a lo que significa reconocerse como indígena en el Chile contemporáneo.

Asimismo, desde el museo se coordinan diversas actividades con la comunidad yagán para fomentar no sólo el aprendizaje de la lengua y los antiguos relatos por parte de las nuevas generaciones, sino también ciertas prácticas fundamentales de su cultura, como la navegación y el conocimiento de las islas cercanas al Cabo de Hornos, algo que la soberanía marítima militar chilena y la precariedad económica les ha hecho imposible desde mediados de los setenta.

La labor de Alberto en el museo ha sido clave para desmontar este colonialismo y evidenciar la hipocresía con que el Estado tiende la mano a los yaganes de hoy. Mientras aquí en Santiago el ministro Alfredo Moreno se maravillaba la semana pasada de tener a Cristina Calderón como invitada ilustre a la Cumbre Nacional de Mujeres Indígenas, allá en la isla se levantaba un movimiento en contra de la instalación de salmoneras de la empresa noruega Nova Austral S.A., que, curiosamente, ha tenido casi nula cobertura mediática. La instalación de estas salmoneras –35 toneladas de salmón dispersas en 58 jaulas en las aguas del Canal del Beagle– en palabras del propio Alberto, tendría «consecuencias tan nefastas para el patrimonio natural y cultural, que no se entiende su instalación”. Sobre esto, fue enfático en una entrevista reciente: “Si queremos conservar el territorio, considerando la Reserva de la Biósfera Cabo de Hornos y crear nuevos parques nacionales y marinos, es inobjetable su enorme daño. Instaladas en áreas de materias primas y rutas de navegación tradicional, afectan la principal fuente laboral yagana, ponen en peligro los recursos marinos y amenazan el resguardo del patrimonio arqueológico en las costas del archipiélago».

Ayer Alberto Serrano fue destituido de su cargo, en vísperas de la visita de los reyes noruegos a Puerto Williams, que es la forma que el gobierno utiliza para entregar el territorio indígena como dádiva para el capital extranjero, una especie de souvenir barato y de pésimo gusto. Desde la semana pasada, buzos de la empresa salmonera han empezado a trabajar en los sondeos para la instalación de las primeras jaulas de cultivo. Si esto ocurre, en poco tiempo la historia se habrá llevado no solo la lengua de la abuela Cristina, sino también la tierra y el agua donde viven sus descendientes. Es decir, su cultura habrá quedado definitivamente relegada bajo el precinto de un museo.

Simón López Trujillo