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Opinión

Los abuelos ya no (mal) crían a nuestros hijos

Por: Trinidad Avaria y Luciano Lutereau | Publicado: 30.03.2019
Los abuelos ya no (mal) crían a nuestros hijos parque | Foto: Agencia Uno
Hace poco, en un parque un padre le decía a su hijo desaforado, en pleno berrinche, que si seguía haciendo ese escándalo le iba a decir al abuelo que lo rete. Después de que el niño se fue, nos animamos a hablarle: “¿Por qué no lo retas tú directamente?”, “Sí, yo le digo que me voy a enojar…”, “Pero, ¿te enojas?”. Después le preguntamos: “¿Cómo piensas que te va a escuchar si la autoridad se la das a otro?”. Es que a él le daba cosa sentirse enojado con su hijo, le da culpa, pero ¿cuál es el costo de reprimir ese enojo o reprocharse ser un mal padre, que no cumple con el ideal de padre comprensivo y tolerante? Por ideales como este, el capitalismo nos vende parques de diversiones, centros de arte para niños, clases de cualquier cosa y demás servicios que, a pesar de todas las justificaciones, intercambian el lugar del niño con el del consumidor. Efectos de la destitución parental.

Lo más inevitable y lo que más hay que tratar de evitar en la crianza de niños es querer reparar en el hijo al niño que fuimos; es decir, ser el padre o madre que nos hubiera gustado tener.

Esta actitud lleva a criar desde la culpa, porque este afecto es el que aparece cuando no cumplimos con esa actitud reparatoria. Por ejemplo, quien añoró mucho a su padre, busca ser un padre presente; pero así no hace más que condenarse a la culpa cada vez que quiere alejarse un poquito y, por lo tanto, no puede dar más que presencia, está sin estar. Y dar sólo presencia, en definitiva, es poco. Es una falsa reparación, que se comprueba en que –según el ejemplo mencionado– no puede irse sin sentir que abandona, sin identificarse a ese padre o madre que lo dañó. El resultado es lapidario: bien se puede ser un padre (o madre) abandonador incluso siendo el más presente de los padres (o madres).

Este tipo de circunstancias demuestran una clave de nuestra época, que para los padres de esta generación (quienes hoy tienen entre 25 y 45 años) el mayor de los desafíos está en criar hijos sin haber elaborado aspectos básicos de la posición infantil que implica, en principio, ser hijo. Es decir, intentamos criar hijos, pero seguimos en posición de hijos. Esto se corrobora en el reproche que a veces dirigen los padres a sus propios padres, porque no los acompañan en la crianza, o por estar demasiado involucrados.

Son muchos los abuelos y, sobretodo abuelas, que en nuestro país asumen las funciones parentales más allá de si viven con sus nietos o no. La incorporación de la mujer al mercado laboral sin que se hayan creado las condiciones sociales de un cuidado compartido entre los padres o bien una infraestructura social para el cuidado de los hijos, ha traído como consecuencia que mientras las madres trabajan, los hijos son criados por sus abuelas, sin posibilidad de ser malcriados por ellas.

No obstante, los cambios en la época también incumben a la “abuelidad”, dado que quienes hoy tienen más de 60 años ya no son esos viejitos a la espera de nada mejor que pasar una tarde con sus nietos; se trata más bien de hombres y mujeres aún activos que no sólo muchas veces trabajan, sino que también van al gimnasio, salen a pasear con amigos y prefieren muchas otras cosas antes que pasar tiempo con sus nietos. No sólo esto es una consecuencia de la revolución feminista –que conmovió también la imagen de la “abuelita abnegada”–, sino que el abuelo varón que reparaba con sus nietos la ausencia en la infancia de sus hijos (por ejemplo, al asistir a los actos de la escuela de los hijos de sus hijos, mientras que no fue a ninguno de los de estos últimos) también es una figura del pasado.

Estas circunstancias generan un clima particular para la crianza hoy en día y esto es algo que se comprueba particularmente cuando hablamos de la cuestión de los límites.

Pensar los límites en la infancia implica un entramado vincular. Por ejemplo, para la generación precedente era posible que los padres fueran severos, porque se incluían las diversas transgresiones basadas en la complicidad con los abuelos. Hoy en día, los padres no pueden ser severos siquiera, impotentes ante niños que piensan como ingobernables, a la espera muchas veces de que sean sus propios padres (los abuelos) quienes intervengan. Los padres de hoy en día parecen estar acorralados por dos frentes: por un lado, quieren ser mejores que sus padres; por otro lado, esperan que estos últimos sigan siendo los padres, pues no han abandonado su posición de hijos. Así es que, para el caso, se entiende cómo a veces los padres retan a sus propios padres respecto de cómo estar con sus hijos –sin dejarlos ser abuelos del modo en que más les dé la gana.

De este modo, los padres terminan reprochando y retando a sus propios padres, con las más diversas dificultades para poner límites a sus hijos. Ahora bien, en este punto es importante destacar que es posible retar a un niño de dos maneras: por lo que hizo, es decir, a partir del efecto; o bien desde la causa, apuntando a su ser y, por ejemplo, decirle que es “caprichoso” o “rebelde” (y cosas peores). En este último caso se lo culpabiliza, culpa que, en realidad, es una proyección de la impotencia de quien lo reta (y que, entonces piensa, “Me lo hace a propósito”). Esta impotencia proyectada encubre la culpa inconsciente que siente quien lo reta, porque sin duda los niños tocan los puntos sensibles de sus padres, aspectos no elaborados. Expliquémoslo mejor.

En los talleres con padres, una pregunta constante es cómo poner límites. En particular, no nos gusta la expresión “poner límites”; sí creemos que a los niños es preciso reprenderlos, pero lo importante es cómo hacerlo y, sobre todo, cómo no hacerlo. Esto no es para empezar con toda esa jerga (auto)complaciente de “retarlos con amor” y demás. En lo que tiene que ver con cómo no hacerlo, hay dos cuestiones básicas: por un lado, nunca hay que retar a un niño preguntándole por qué hizo lo que hizo, no sólo porque es culpabilizante, como ya dijimos, sino porque así se olvida que para los niños el pasado no existe como tal, entonces sólo podrán responder “No sé, no sé” o bien adaptarse a lo que esperamos que digan; por eso si no queremos que un niño se suba a una silla, no tiene sentido preguntarle por qué se subió cuando se cayó, sino que es mejor decirle que no se suba en una próxima ocasión (nunca decirle “Viste que te caíste como yo te dije” y esas cosas) y, es más, mucho mejor decirle que esa silla no es para los niños (generalizar). Por otro lado, preguntarle por qué hizo lo que hizo, además de culpabilizar, supone una idea de acto que es ajena a la infancia: un niño reconoce series causales entre fenómenos físicos (si golpeó un autito con un martillo, se rompe), pero no la imputación subjetiva (si lo golpeo, lo rompo; por eso suelen decir “se rompió” y no es que se hagan los tontos). Lo que termina pasando cuando para retar a un niño menor de 6 años le pedimos explicaciones por una acción ya ocurrida, es que no sólo suponemos una madurez ética que un niño aún no tiene (como para pensar y vivir interpelados por la idea de responsabilidad; hay quienes nunca maduran en este sentido) sino que le inducimos una culpa proporcional a nuestra impotencia para prever o anticipar un suceso. Los retos y castigos deben estar ahí para poner un borde a la culpa que el niño siente, no para provocarla.

Para ejemplificar esta situación, quisiéramos recordar una anécdota. Hoy en día es frecuente que, a la hora de salir, los padres busquen lugares “aptos” para niños (con juegos, por ejemplo). Entre ellos, los parques de diversiones son el infierno. Son la venganza del capitalismo para los padres que no pueden hacer que los niños jueguen en casa y, entonces, para que dejen de ver televisión, los llevan a ese espacio disciplinario para que corran salvajemente. Los parques de diversiones son un castigo para los padres que necesitan descansar un poco, pero van a un recinto en el que niños desbordados cantan su grito de guerra. Hace poco, en un parque un padre le decía a su hijo desaforado, en pleno berrinche, que si seguía haciendo ese escándalo le iba a decir al abuelo que lo rete. Después de que el niño se fue, nos animamos a hablarle: “¿Por qué no lo retas tú directamente?”, “Sí, yo le digo que me voy a enojar…”, “Pero, ¿te enojas?”. Después le preguntamos: “¿Cómo piensas que te va a escuchar si la autoridad se la das a otro?”. Es que a él le daba cosa sentirse enojado con su hijo, le da culpa, pero ¿cuál es el costo de reprimir ese enojo o reprocharse ser un mal padre, que no cumple con el ideal de padre comprensivo y tolerante? Por ideales como este, el capitalismo nos vende parques de diversiones, centros de arte para niños, clases de cualquier cosa y demás servicios que, a pesar de todas las justificaciones, intercambian el lugar del niño con el del consumidor. Efectos de la destitución parental.

Trinidad Avaria y Luciano Lutereau