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Opinión

Hacia una clínica del incesto

Por: Ana Paula Viñales y Cristian Solar | Publicado: 24.04.2019
Hacia una clínica del incesto abuso |
Pareciera que, a diferencia de otras manifestaciones de violencia sexual, el incesto no está normalizado ni naturalizado, lo que si lo está es aquello que lo sostiene, permite y reproduce: El incesto es tan irrepresentable que no se le puede ver y de él no se puede hablar. Su irrepresentabilidad es tal que la niña/o tarda toda una vida en comprenderlo, por regla general, siempre hay otre que fue testigo de lo que pasó, que, sin dar testimonio de lo horroroso, instala una cruel “desmentida”.

A lo largo de la historia, las mujeres han alzado la voz en contra del lugar al que son relegadas como primera e incluso única posibilidad de existencia, lo privado y lo sexual. La lucha apunta a la desnaturalización de estas violencias en tanto se agudiza el cuestionamiento a los roles y estereotipos de género. Imperativos de lo femenino y masculino que cimentan subjetividades en la lógica de relaciones de poder entre hombres, mujeres, disidencias y cuerpos precarizados. Ser pensadas en lo privado en tanto reproducción social en base a la división sexual del trabajo, “ellas” a cargo de los cuidados y los servicios que permiten la producción de “ellos” en el terreno de lo público. Esta tarea de lo servicial es desplegada al ámbito sexual siendo las mujeres pensadas como objeto de deseo antes de sujeta deseante. A grosso modo, obligadas a la entrega en el quehacer doméstico, lo que ocurre en casa incluido el ámbito de lo sexual, anuladas en el estatuto de sujeta, de persona autónoma capaz de organizar la propia vida y también desear y gozar. No es casual que la discusión sobre violencia sexual se ancle en el consentimiento, sugiriendo solo dos alternativas “consentir o no consentir” por sobre la posibilidad del surgimiento del deseo, como si bastase el hecho jurídico para enmarcar el devenir sexual de una mujer.

Posicionarse desde una mirada feminista frente a esta estructura patriarcal que oprime y somete los cuerpos femeninos y feminizados, permite levantar nuevas demandas en contra de la violencia sexual.  Sin embargo, cuando se habla de abuso sexual infantil, remotas veces este discurso se acompaña de una palabra que suele encarnarlo: incesto. Resulta que, quienes trabajamos en psicología clínica y acompañamos a personas en su dolor y malestar subjetivo, somos testigos de la grotesca habitualidad del abuso sexual incestuoso, contemplando un porcentaje irrisorio de agresiones sexuales de este tipo. Cerca del 62% (Sename, 2014) de los casos denunciados ocurren de esta manera, teniendo en cuenta que gran parte de ellos no son sondeados por estudios debido a la complejidad del testimonio y la prescripción del delito.

Pareciera que, a diferencia de otras manifestaciones de violencia sexual, el incesto no está normalizado ni naturalizado, lo que si lo está es aquello que lo sostiene, permite y reproduce: El incesto es tan irrepresentable que no se le puede ver y de él no se puede hablar. Su irrepresentabilidad es tal que la niña/o tarda toda una vida en comprenderlo, por regla general, siempre hay otre que fue testigo de lo que pasó, que, sin dar testimonio de lo horroroso, instala una cruel “desmentida”.

En términos psicoanalíticos, la desmentida se define como un doble estatuto de lo traumático, el trauma no solo concierne a la transgresión sexual, sino al no reconocimiento de quien pudiera ofrecer juicio de realidad a una experiencia que a nivel psíquico no tiene nombre, quedando sin inscribir como una situación negativa, una pregunta eterna que se aloja como culpa primaria ante lo acontecido. De esta forma, la niña/o que es cazada como presa de su padre, padrastro, tío, hermano o abuelo, es arrastrada en el lenguaje de una ternura sexualizada por el depredador, la “Confusión de las lenguas” como llamó Sandor Ferenczi en 1933. El abuso incestuoso suele, entonces, parasitar el amor, confundiendo el mundo psíquico de la niña/o que lo vive y sometiéndola así a un profundo desconcierto, lo que tiende a asegurar el silencio durante años. Teniendo en cuenta que el mismo perpetrador, arma una arquitectura discursiva donde la persona puede quedar confinada a una mirada sobre si misma totalizante, en la que las relaciones afectivas son verticales, culposas y dependientes.

Ahora bien, esta desmentida familiar viene a ser reproducida por otra serie de desmentidas que se fundan en la musculatura social de “lo familiar”. La familia como institución reforzada en la privatización de derechos y responsabilización de las mujeres respecto al cuidado de las niñas, niños y personas en situaciones de vulnerabilidad. En cuanto a niñes que viven en situación de extrema pobreza, esto funciona diferente, la familia se encuentra bajo la lupa de distintos dispositivos de control que, criminalizando la pobreza, develan la violencia incestuosa como propia de este escenario. El psicoanalista argentino Jorge Volnovich señala que: “(…)de existir maltrato y abuso, estas niñas y niños son trasladades de un infierno a otro, de la casa a la institucionalidad, transitando también a un tercer infierno, la calle”.

En distintos contextos sociales se comparte una misma lógica, la permanencia de un secreto que es protegido con el fin de no hacer zarandear “la familia”, así protegiendo un orden de las cosas que, a pesar de la incomodidad, se hace difícil salir de él. Reza el dicho “los trapos sucios se lavan en casa”, dando cuenta de una autoritaria y firme separación entre lo privado y lo público, que patrocina la división de roles de género y con ello el lugar sacrificial y servil de las mujeres y niñes que componen la familia, situándoles en el lugar del silencio.

Para alimentar esta estructura fundante de un lazo social atravesado por relaciones de opresión/sumisión, es necesario enaltecer a las mujeres en la lógica de la abnegación, biologizar la maternidad y naturalizar los roles de cuidados como atributo esencial de la constitución de mujer. De esta forma, el vínculo sanguíneo permanece blindado ante cualquier posible vejación, pues, aunque llegue a develarse una agresión sexual, la exigencia del sacrificio empujará a un perdón moralizado de quien ha sido víctima. En espacios clínicos de atención pública como privada se reportan una gran cantidad de mujeres adultas que hoy se encargan de los cuidados de su agresor ya anciano, haciendo de sus vidas un calvario bajo la contradicción entre el odio y lo aprendido como amor.

Para disparar contra el incesto y hacer frente a la violencia sexual y a todo tipo de violencia que atenta contra la autonomía sexual y reproductiva de las mujeres, urge desbaratar los roles de género y socializar la responsabilización de los cuidados de las niñas y niños. Los hombres deben hacerse parte y cargo de lo doméstico. Bañar, lavar, mudar, dar de comer, deben ser tareas compartidas no solo para acabar con la doble o triple jornada de trabajo de las mujeres, sino para construir nuevas formas de aproximación corporal entre hombres y mujeres, adultes y niñes, donde desde una posición masculina, el encuentro con un cuerpo femenino, feminizado o infantil, no sea aprendido desde el deseo e incluso el deber de dominación y por tanto abuso de poder y cosificación.

En espacios terapéuticos estas temáticas son bastante sensibles y complejas. La experiencia clínica da cuenta de pacientes mujeres a las que le son obturadas sus palabras, malestares y sintomatologías debido a una instrumentalización de lo diagnóstico. Atribuyendo solamente a estructuras o rasgos de personalidad su mundo conductual, cognitivo y afectivo. A su vez, se centran en, extinguir un síntoma físico para silenciar un relato sobre agresión sexual que origina el dolor que expresan al momento de consultar, así como también, terapias “express” que intentan y/o prometen “solucionar” un dolor tan complejo sin contextualizar y sin ofrecer una posición clara ante un orden social, suprimiendo la complejidad de la situación. Otro lado de la experiencia clínica, da cuenta de terapias de corte “familiar” malentendido donde en ocasiones, se privilegia la vinculación o derechamente el “perdón” hacia los agresores. Siendo así les terapeutas, funcionarios ad hoc de la moral que anteponen ideales religiosos ante agresiones mayúsculas, volviendo a silenciar, y, por ende, traumatizar a personas que han buscado ayuda, en muchos casos, con varios intentos a su haber.

Un espacio terapéutico debe garantizar la acogida a eso “enloquecedor” que no se puede decir, para que pueda ser dicho, dar lugar al carácter “horroroso” del incesto y desde ahí sostener y acompañar. De lo contrario, se estará reproduciendo en el box de atención, una nueva desmentida que únicamente nutrirá lo traumático.

Es necesario generar espacios seguros para la intervención con premisas claras sobre la temática del abuso como una forma de lo patriarcal, asegurar orientación a lugares que exceden las cuatro paredes del box, direccionar muchas veces a concebir el derecho a cortar vínculos familiares dañiños y legitimar el no perdón para quien resulta eso sanador, caminando así a la emancipación no solo real sino subjetiva, perdiendo la lealtad a entender la relación terapéutica fuera de un contexto político y social que oprime, explota, pero sobre todo silencia todas las formas de abuso.

Ana Paula Viñales y Cristian Solar