Avisos Legales
Opinión

Trabajadoras sexuales nunca más solas

Por: Vesania Veromena | Publicado: 12.05.2019
Trabajadoras sexuales nunca más solas margen |
Ningún cliente nos va a usar, porque no nos entregamos, no nos vendemos, jugamos el rol que decidimos representar y el fin de la actuación siempre estuvo acordado, sea presencial o virtual. El trabajo sexual virtual, al igual que lo que realizamos las actrices porno, es un trabajo que va mucho más allá de lo físico. Muchos dicen “ustedes venden su cuerpo”, cuando en realidad es un servicio que ni siquiera es únicamente sexual. Nuestro capital erótico contempla un entramado de habilidades físicas, sociales, creativas e imaginativas. Es un mito pensar que nos transformamos en objetos. ¿Por qué nuestras habilidades, inteligencia y personalidad no nos hacen sentir orgullosas? Acá no existen los derechos del consumidor porque nadie nos consume, que lo sepan los clientes, sus esposas e hijas, hijos: No somos cosas, somos personas, aunque sus discursos paternalistas nos hagan parecer inertes.

Me inicié en el trabajo sexual poco después de terminar mi carrera universitaria. Las escasas ofertas laborales, los malos pagos, la inestabilidad y las deudas sumaron peso a la balanza y decidí “correr el riesgo”. Desde mi ignorancia, entendía el trabajo sexual como una práctica peligrosa, al igual que gran parte de la población, que al no conocer de cerca la verdad de este trabajo, alimenta sus prejuicios del material que circula en el imaginario colectivo, en los reportajes, noticias, teleseries y películas.

No estaba contra la espada y la pared, ni pasando hambre, tenía las mismas necesidades y problemas de una profesional joven y sin trabajo. Recuerdo que a través de las redes sociales leí un aviso, una oferta laboral que se ajustaba a mi horario y mi renta soñada. Hasta ahí suena bien. Sabía que tenía la personalidad y las habilidades necesarias para ejercer, pero no sabía realmente con qué tipo de personas me iba a encontrar, ni cuales serían las verdaderas condiciones.

Mi primer trabajo fue para una agencia, una especie de mini burdel ubicado en un edificio de departamentos residenciales en Santiago. Ya con el tiempo me di cuenta que el carácter clandestino de este trabajo, en especial cuando estamos dentro de una estructura empresarial, nos impedía cuestionar las prácticas que considerábamos injustas y aunque nos diéramos cuenta de las situaciones de abuso laboral, era imposible quejarse sin recibir amedrentamiento emocional. Ahí decidí que no quería seguir trabajando para alguien más, exponiéndome a situaciones que desestabilizaban mi salud mental. En ese tiempo tenía terror de que mi familia y amigos se enteraran, no podía contar mi experiencia a nadie más que a mis colegas, con quienes tampoco podía compartir tanto fuera del horario de trabajo. Resolví independizarme.

Paralelamente fui sintiendo conflictos y cuestionamientos que hasta ese momento no había experimentado. ¿Esos hombres me están utilizando como un objeto? ¿Estoy denigrándome? ¿Estoy alimentando a ese gran monstruo llamado patriarcado? No solo tenía miedo de que me descubrieran, además sentía culpa por estar disfrutando de algo que yo al principio creía que me iba a asustar. Estaba tan agobiada que no aguanté más y le conté a un amigo cercano, no sin imaginar que me juzgaría. Así, transparentando mis emociones y experiencias, comprendí que lo que me incomodaba no era el hecho de tener sexo a cambio de dinero, si no la energía que tenía que malgastar en guardar el secreto, por miedo al rechazo de mis cercanos.

Poco a poco me fui atreviendo a contarles a más personas que me escuchaban y me entendían, o al menos tenían la voluntad de derribar sus prejuicios. Así, pensando mucho y conversando sobre el trabajo que realizaba fui apropiándome de esta nueva versión de mi misma, sin miedos ni culpas, pero seguía viendo mucha injusticia, sobre todo con mis compañeras que siguen trabajando a escondidas.

De ese primer momento ha pasado tiempo. Hoy pienso y siento que aún somos constantemente acosadas por personas que creen que somos pecadoras que merecen ser reducidas a cenizas en una hoguera que sólo funciona en sus mentes y que sólo nos puede dañar si caemos en ese juego en donde siempre tenemos que poner la otra mejilla.

Recibí una educación cristiana y estricta, a diferencia de algunas de mis colegas, niego la existencia de Dios porque para intentar ser feliz tuve que escapar de sus leyes, que siempre nos han dividido entre buenos y malos, legitimando la violencia contra todo cuerpo que no se ajuste a sus normas. La voz oficial del Estado y los medios de comunicación no han erradicado el moralismo y no apostaría nada a los cambios minúsculos que han hecho a nuestro favor, porque sabemos que es conveniente tener a los malos como chivo expiatorio para desviar la atención de los movimientos del poder.

Desde que decidimos reconocer nuestro trabajo públicamente, nos enfrentamos a voces que nos quieren eliminar o bien, llevarnos de vuelta al buen camino, justificando el abolicionismo protegiéndonos de la violencia machista a la cual nos exponemos cada vez que un hombre malo ultraja nuestro cuerpo femenino sagrado. Lo que no saben es que son ellos los que le dan poder al cliente con ese discurso, porque en términos prácticos, una vez que perdemos la aprensión con la privacidad de nuestro cuerpo, el trato se vuelve claro, beneficioso para ambas partes y pese a algunas fantasías masculinas, nosotras tenemos el control de la situación en todo momento.

No podemos comparar el trabajo sexual con la trata de personas, porque las que tomamos este camino voluntariamente, siendo adultas en pleno uso de nuestras facultades, no somos esclavas sexuales. Las mujeres y menores de edad en situación de trata no decidieron entrar y no pueden salir de ella porque son retenidas a la fuerza, esa es la principal diferencia que hay que tener en cuenta cuando el objetivo es ayudar a una persona a salir de una situación de maltrato. Busquemos soluciones y luchemos juntas para erradicar abusos y violencias pero no invalidemos la palabra de quienes consideran y consideramos que un servicio sexual entregado en condiciones dignas es un trabajo válido como cualquier otro trabajo. El trabajo sexual sí es trabajo.

Si sonreímos y nos comportamos como geishas, es únicamente porque estamos representando una fantasía erótica, entregando lo que no se ha podido encontrar en la vida social. Muchas veces, incluso, prescindimos del contacto genital, entregando afectos y fantasías, asistiendo a personas con discapacidades, acompañando a personas que no necesitan o simplemente no quieren tener pareja, pero sí conservan su deseo sexual. El considerar que pagar por sexo es sinónimo del deseo masculino impuesto por sobre las mujeres es desconocer y/o negar un sinnúmero de razones por las cuales una persona (no exclusivamente hombre) podría requerir de un servicio sexual.

Ningún cliente nos va a usar, porque no nos entregamos, no nos vendemos, jugamos el rol que decidimos representar y el fin de la actuación siempre estuvo acordado, sea presencial o virtual. El trabajo sexual virtual, al igual que lo que realizamos las actrices porno, es un trabajo que va mucho más allá de lo físico. Muchos dicen “ustedes venden su cuerpo”, cuando en realidad es un servicio que ni siquiera es únicamente sexual. Nuestro capital erótico contempla un entramado de habilidades físicas, sociales, creativas e imaginativas. Es un mito pensar que nos transformamos en objetos. ¿Por qué nuestras habilidades, inteligencia y personalidad no nos hacen sentir orgullosas? Acá no existen los derechos del consumidor porque nadie nos consume, que lo sepan los clientes, sus esposas e hijas, hijos: No somos cosas, somos personas, aunque sus discursos paternalistas nos hagan parecer inertes.

Las relaciones que tenemos durante nuestra vida siempre son creadas en base a los referentes que tenemos y la educación que recibimos, desde el formar una familia hasta “ir de putas”. Todo lo que hacemos con nuestras relaciones humanas alimenta el mismo objetivo: mantenernos en el lugar que corresponde, para que los que hasta ahora se han beneficiado lo sigan haciendo. La violencia de género es transversal a todos los aspectos de nuestra vida. Todas las mujeres, en todos los contextos laborales posibles, estamos expuestas a la violencia, incluso en nuestro círculo más cercano, de hecho los casos más graves de maltrato contra nosotras vienen de parte de nuestras parejas y familias, no de los clientes. Culparnos a nosotras por promover el machismo es invisibilizar otras violencias que están normalizadas.

Tenemos muy claro que el patriarcado nos quiere de su lado, pero quiere pagarnos poco o nada y así poder seguir enriqueciéndose a costa de nuestra mano de obra barata. Siendo libres y autónomas, somos nosotras las que establecemos las tarifas, las condiciones, el tiempo y ante cualquier incomodidad o peligro, podemos suspender el trato inmediatamente. Sabemos defendernos y nos acompañamos para reducir los riesgos, que son los mismos que corre cualquier mujer al salir a la calle.

Me acerqué a Fundación Margen de Apoyo y Promoción de la Mujer, que este 12 de mayo cumple 21 años de lucha y transformación, buscando apoyo cuando fui hostigada y amenazada. Aunque fue una época difícil, esas agresiones me dieron fuerzas para hablar sobre esto e intentar que quienes aún no conocen nuestra realidad entiendan, porque tengo claro que son muchas las trabajadoras sexuales que han tenido que soportar situaciones de discriminación, persecución o amenazas y que lo que he vivido yo, no se puede comparar a los casos de compañeras más precarizadas, que no tuvieron acceso a la educación ni a una infancia digna, porque en un país injusto y clasista nunca podremos superar la brecha de desigualdad social.

Mientras la clase alta siga acumulando riquezas a costa de la explotación sistemática, existirán quienes estén dispuestos a ganar lo mínimo posible en el lugar que les asigna el sistema y por otro lado, existirán las y los que buscan estrategias para disminuir esa brecha, aún cuando desde el poder sólo nos dicen que están los que hacen las cosas bien y los que las hacen mal.

Somos muchas y diversas, cada una con sus particularidades y necesidades. Esta discriminación y victimización a la cual nos enfrentamos, nos afecta a todas por igual, ya sea trabajemos en la calle o en hoteles, seamos mujeres biológicas, transexuales u hombres, sugarbabys o dóminas, presenciales o virtuales, todas tenemos que unirnos para generar los cambios sociales que nadie va a hacer por nosotras.

En el trabajo sexual las expertas somos las que conocemos este rubro, no los profesionales de la salud ni de las ciencias sociales, mucho menos lo que hacen la política. No somos focos infecciosos, cifras ni objetos de estudio, somos voces que aunque a veces tiemblan, no dudan de la legitimidad de nuestras experiencias como principal garantía de nuestro discurso. Y si nos faltan, las aprendemos de las compañeras generosas, que siempre nos impactan con su sabiduría incluso en los espacios más espontáneos.

Hoy gracias a las primeras dirigentas y activistas de los años 90, podemos decir abiertamente que somos trabajadoras sexuales sin que nos castiguen como a delincuentes, hemos avanzado mucho desde que era legítimo encerrarnos y violarnos en comisarías y cárceles, pero aún la población desinformada cree que merecemos el mal trato que sufrimos de parte de personas e instituciones. Es por esto que no podemos retroceder y permitir que recolonicen los espacios que hemos ganado. Cada paso que damos en esta generación, servirá de recorrido para las trabajadoras sexuales del futuro, que seguramente tendrán otras demandas y necesidades justas e inimaginables, pero podrán luchar con la frente en alto, seguras, orgullosas y nunca más solas.

Vesania Veromena