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Opinión

La muerte de Altamirano y el retorno de la “radicalidad”

Por: Javier Agüero Águila | Publicado: 26.05.2019
La muerte de Altamirano y el retorno de la “radicalidad” concerta |
Desde el retorno a la democracia, la Concertación operó un proceso de desideoligación sistémico y programado, racionalmente planificado, el que fue, igualmente, de una profunda radicalidad. Para quienes fuimos jóvenes en la década de los 90 (ese páramo sintético y des-colectivizado que se coronó con la frase del Chino Ríos “no estoy ni ahí”), vivimos sin saber, sin conciencia, que Chile fue un Mall, una economía y no una sociedad, una vitrina y no un país, en fin, una pasarela posera y sin proyecto que se consumió en estéticas tribales sin proyección de ningún tipo. Se construyó, con toda la radicalidad posible, una “sociedad de la eyaculación precoz” (J. Baudrillard), donde los sentidos eran tan etéreos como intrascendentes, y donde lo primordial fue vivir el momento, así, radicalmente, sin pensar en el futuro.

Quisiera apuntar algo muy específico en esta columna. Se trata de la palabra “radicalidad” y de su arbitrario, dúctil y desregulado uso.

La muerte de Carlos Altamirano (demonio marxista para muchos, mesías de la revolución para otros, culpable de nuestra tragedia para varios y converso ejemplar para otros tantos), deja algo más que simples calificativos que siempre buscarán, de alguna u otra forma, “ecologizar la memoria” (J. Derrida), redactar la historia, caligrafiar la política. Su muerte releva y desplaza a la noción de radicalidad a un plano donde lo que se nos exige es, más allá de la toma de posición, intentar responder algunas preguntas.

¿Qué es la radicalidad? Más bien: ¿a quién le pertenece?, ¿acaso Allende no fue el más radical de los presidentes de Chile en un marco democrático? (¿el demócrata más radical que hemos conocido?) Planteado de otra forma: ¿no fue Allende, hasta el día de hoy, quien llevó a la democracia hasta sus límites empujándola, quizás, mucho más allá de su sola “naturaleza” liberal? Creo que sin duda. Allende hizo de la democracia algo completamente diferente de sí misma sin, por esto, abdicar del marco democrático propiamente tal. No me convence el relato de que la radicalidad está atrincherada únicamente en aquellos que están al margen del sistema, en los ex-céntricos o en los pirómanos que incendian con la palabra. En esta línea, pienso, que Altamirano fue menos un radical que un “exagerado”. Volveremos a esto.

Pero –y para ser justos con la noción– ¿no fue Pinochet, también, un radical? Es decir: ¿la más brutal, revolucionaria y enajenada encarnación de la radicalidad que ha conocido la historia del siglo XX chilena? (G. Salazar). Poniendo estas preguntas en el centro de la discusión diremos, igualmente, que su radicalidad no fue marginal, sino que buscó, precisamente, construir un sistema, articular un tipo de cultura propia de un país sin vínculo, y que se nos heredó como el más despiadado de los paradigmas individualistas. Todo esto con un ejército dispuesto a volar cabezas y a sumar cuerpos al mar sin el menor de los escrúpulos. Sumo otra pregunta: ¿los llamados “Chicago boys” carecieron de radicalidad en su visión de sociedad? Para nada, la desregulación de los mercados llevada adelante por estos economistas prime no conoció memoria en nuestro país (y quizás en el mundo).

Avancemos un poco. Quizás una de las más grandes formas de radicalidad del siglo XX chileno fue la miserable –pero realista– consigna “En la medida de lo posible”. Tan radical y expansiva que terminó por definir la sociología de un país, esto es, su poca valentía, su miedo a las transformaciones estructurales, su conformismo trascendente, su rechazo a lo emergente y su mediocre pseudo-cultura aspiracional; la cruel instalación de la impunidad como mecanismo de regulación social. Aunque la frase suene “amarilla”, tenue o instrumental, su impacto terminó por construir un país “dentro de lo posible”, o más bien un “paisaje” (N. Parra) radicalmente alejado de la justicia y paranoide con el artefacto de la reconciliación.

Por su parte, desde el retorno a la democracia, la Concertación operó un proceso de desideoligación sistémico y programado, racionalmente planificado, el que fue, igualmente, de una profunda radicalidad. Para quienes fuimos jóvenes en la década de los 90 (ese páramo sintético y des-colectivizado que se coronó con la frase del Chino Ríos “no estoy ni ahí”), vivimos sin saber, sin conciencia, que Chile fue un Mall, una economía y no una sociedad, una vitrina y no un país, en fin, una pasarela posera y sin proyecto que se consumió en estéticas tribales sin proyección de ningún tipo. Se construyó, con toda la radicalidad posible, una “sociedad de la eyaculación precoz” (J. Baudrillard), donde los sentidos eran tan etéreos como intrascendentes, y donde lo primordial fue vivir el momento, así, radicalmente, sin pensar en el futuro.

Con este breve recorrido ¿es posible –como se ha hecho– hacer de la figura de Altamirano la expresión máxima de la radicalidad? No lo creo, él fue, en los 70, menos un radical y mucho más un delirante, un sujeto que no supo de cálculos ni de ponderaciones; no supo, a fin de cuentas, que su retórica cataclísmica iba a acelerar –no a provocar, por cierto– el desenlace de la mayor de las traiciones que este país ha vivido. Diríamos también, que fue un ingenuo.

Su figura nos sirve, además, para tensionar la categoría “radicalidad”, descentrarla, si se quiere, y proponerla como un dispositivo más sistémico que marginal.

De todas formas, su partida es la partida de un pedazo de nuestra historia y no sé, si en ese momento de tanta candencia, yo no hubiera seguido el fuego de Carlos Altamirano.

Javier Agüero Águila