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Opinión

La loca y la víctima; imaginarios de la mujer en salud mental

Por: Ana Paula Viñales y Cristian Solar | Publicado: 04.07.2019
La loca y la víctima; imaginarios de la mujer en salud mental | Foto de referencia: AgenciaUno
Un espacio terapéutico protector, deberá garantizar la escucha respetuosa, reconocer las violencias desmentidas a nivel familiar y también social. En este reconocimiento, el/la terapeuta le “tenderá la mano” asegurando estar ahí.

A modo introductorio, cabe advertir que en una estructura social patriarcal y neoliberal, las mujeres se encuentran relegadas a lugares que guardan relación con las labores reproductivas. Vale decir, reproducir no solo la especie, sino la vida, dedicadas a los cuidados y, por tanto, al servicio de las necesidades de otros por sobre sí misma. En pro de la institución familiar, las mujeres deben cumplir en lo doméstico, los cuidados; y en el orden de lo sexual, cuerpos pensados a disposición de un otro que encarna los imperativos de lo masculino.

De acceder al espacio laboral remunerado, las mujeres continúan cumpliendo dobles y triples jornadas. El mandato de responsabilidad sobre el orden social y la reproducción de la vida, recae aún sobre determinados cuerpos, los que representan la idea de lo natural, lo que puede ser conquistado, abordado y dominado, cuerpos femeninos y, por tanto, feminizados.

En este marco, ¿cómo pensar la salud mental de las mujeres? ¿Qué pasa si ese dictamen sostenedor del orden social se ve amenazado debido a cierta sintomatología que no le permite a una mujer “funcionar” ad hoc?

Advertimos acá, que la representación social de una mujer que transgrede “su lugar” y que lo “justifica” a merced de un daño psicológico, será circunscrita a dos posibles imaginarios: “la (buena) víctima” o “la loca”.

Como víctima de una situación de carácter traumático, se le va a autorizar este atentado siempre y cuando se ajuste a una “buena víctima”, denotar repliegue social, silencio, obediencia y sumisión e interrumpir las tareas al servicio de otros en momento que ello no implique indicios de autonomía, velar por una vida propia, deseos y anhelos ajenos a la subalternidad. De esta manera, entonces, como si fuera un montaje teatral, deberá dar cuenta de ese daño con el cuerpo y traslucir, incluso, desgano por la vida. Si ese daño no es observable, se tornará sospechosa, exagerada, en un discurso del que sólo importará el relato de los hechos que anticipan su dolor. Su palabra quedaría obturada cuando se trata de esbozar algo sobre sí misma, lo que importa es que se haga notorio el síntoma, que se traduzca en conducta, mas no convertido en palabra, pues decirlo sera una “queja” escuchada como protesta, alegato sin un contenido plausible.

Hablar poco, llorar profusamente y mantenerse en el recato. ¿Quién querría organizar la propia vida tras una violación? Si por lo demás, ahora es menos digna de pertenecer a alguien ¿no sería lo adecuado “cuidarse de”, “arrepentirse de” avergonzarse de”? Se otorga la posibilidad única de vivir en penitencia, sin otro escenario que el de asumir una identidad cristalizada, convertida en figura doliente carente de otro deseo que el de perpetuar su estado.

En relación al lugar de “loca” operará la misma lógica. La “loca” queda foránea a la posibilidad de raciocinio, por tanto, su palabra no tiene lugar; la loca miente, inventa, hace de su historia una puesta en escena ante la cual se aplaudiría si resulta divertida y censurará si no. En el lugar de loca, la mujer es subestimada en tanto verdad sobre sí misma, ¿Qué importará lo que diga si está loca? Se le eximirá del servicio a otros, pues configura un peligro, está desatada. La “loca” representa un riesgo, toda vez que, de ajustarse a los imperativos de lo femenino, lo hará mal, lo hará no toda.

¿Qué de común habita en estas dos alternativas de existencia ante el malestar subjetivo en una mujer? Tanto la víctima como la loca, han fallado, han subvertido en algún punto el orden social de relaciones de género. Sin embargo, la víctima podrá ser víctima mientras se doblegue, es decir, sea una “buena víctima” y la “loca” podrá ser loca mientras esté bajo control. Ambas podrán contravenir el mandato siempre y cuando no haya sospecha de autonomía, siempre y cuando no sea factible la potestad sobre la propia vida, la libertad sobre su cuerpo, la eventualidad de un proyecto vital en que por sobre los otres se halle ella misma. Vale decir, podrá ser reconocida en su dolor en tanto patologizada en términos mentales y, por ende, invalidada para la toma de decisiones sobre su vida y su cuerpo.

Así, la sanación del malestar será pensada por fuera de la autonomía, en pro de la remisión de un síntoma que irrumpe en el ejercicio de sus labores reproductivas. Deberá recuperarse para volver a funcionar, garantizando los cuidados y servicios de terceros, sosteniendo la división sexual del trabajo y la privatización de derechos sociales.

Los dispositivos de atención serán creados para medicarla y controlarla, bajo ningún punto sera menester prestar escucha a su pesar y en el régimen discursivo primará lo policial. Así las cosas, un/a profesional de la salud mental que piense a la mujer en su subjetividad particular, no buscará extirpar algo que parece ser exógeno, pues entenderá que el síntoma dice algo de ella y ha brotado como defensa, como signo de una historia fundada en transgresiones a su cuerpo e imposiciones y mandatos que le han sido asignados en nombre de lo femenino. Comprenderá el marco social que produce y reproduce sus vivencias, el carácter político de lo traumático, y desde ahí subvertirá la tarea de silenciarla. Facturará un espacio seguro en donde ella pueda decir algo de sí misma y la acompañará en la difícil faena de hilar su historia mediante la (re)construcción de una memoria biográfica, encontrándose ella ahí donde no la vieron y por tanto no se vio.

Un espacio terapéutico protector, deberá garantizar la escucha respetuosa, reconocer las violencias desmentidas a nivel familiar y también social. En este reconocimiento, el/la terapeuta le “tenderá la mano” asegurando estar ahí.

¿Qué sería “sanar” sino el camino a la libertad, no sólo real sino subjetiva? ¿Qué sería “sanar” sino mirarse al espejo y encontrarse en la imagen del cuerpo que se (des)habita? La respuesta está en reconocerse víctima de violencias sin que ello la doblegue, sino por el contrario, justamente, para revertir lo anterior mediante la toma de control sobre su cuerpo y su vida, y pensarse “loca”, no en tanto pérdida de juicio, sino, dueña de sí misma.

Ana Paula Viñales y Cristian Solar