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Opinión

El año perdido de la Democracia Cristiana

Por: Rodolfo Fortunatti | Publicado: 09.07.2019
No es verdad que la identidad de la Democracia Cristiana, una construcción histórica y cultural, se juegue en su política de alianzas, que es algo más contingente y procedimental. Como tampoco es verdad que la actual directiva haya mejorado la tendencia declinante exhibida por la tienda durante la última década, lo cual a lo menos exige datos que lo confirmen. Y es falso que el partido de la flecha roja esté próximo a desaparecer.

Suele no entenderse el propósito que anima a la Democracia Cristiana en su relación con el Gobierno y con sus antiguos aliados de la Concertación. Incluso cuando este propósito parece ser comprendido las explicaciones que le siguen lo tornan aún más confuso e irreconocible.

Por ejemplo, hay observadores que, procurando atraer simpatías hacia una fingida indulgencia, hablan de la conducción partidaria como la de un virtuoso ascenso hacia la conquista de la identidad perdida. Los más exultantes la imaginan como el milagro revivificante que volvió a poner a Lázaro en el umbral del sepulcro. Y sus más severos críticos, como el último recurso de supervivencia de una especie en extinción.

Todo el mundo sabe, y también los propagandistas, que nada de esto es cierto. Que la ruptura de la Democracia Cristiana con la centroizquierda, vis a vis, el cogobierno que viene emprendiendo con Chile Vamos, no pueden ser explicados a través de semejantes motivaciones. Hay razones obvias. No es verdad que la identidad de la Democracia Cristiana, una construcción histórica y cultural, se juegue en su política de alianzas, que es algo más contingente y procedimental. Como tampoco es verdad que la actual directiva haya mejorado la tendencia declinante exhibida por la tienda durante la última década, lo cual a lo menos exige datos que lo confirmen. Y es falso que el partido de la flecha roja esté próximo a desaparecer. Colectividades políticas seculares, como la DC, podrán perder gravitación y relevancia, pero no sucumben por muerte súbita, y menos aún laceradas por una coyuntura, pues el cambio en las creencias —y las adhesiones ideológicas son convicciones— acontece en periodos de larga longitud de onda. Para despejar mitos, vale la pena examinar Las bases sociales del Partido Demócrata Cristiano chileno: auge y caída (1958-2017), donde Herrera, Morales y Rayo analizan las tendencias estructurales que han impactado al catolicismo, al centro político y a la población rural.

La raíz del problema democratacristiano

Es una raíz extraña e invasiva, como la del ficus, que en su búsqueda incesante de agua, puede destrozar su contenedor y levantar hasta el suelo.

El problema de la DC hay que buscarlo en el malestar de la tradición política liberal. Aquella que tuvo su edad de oro durante la transición democrática que va del gobierno de Patricio Aylwin al de Ricardo Lagos Escobar, y que declinó, hasta eclipsar, en el candente año de 2017, momento en que el marcador inició la cuenta final para la estrategia de la ruptura con la centroizquierda.

¿Qué pasó en 2017? El hecho más crucial fue la proclamación y resignación de Lagos como candidato presidencial. Lagos, que esperó paciente la segunda oportunidad de Frei y de Bachelet para tener la suya, era la tabla de salvación, la ultima ratio, de los sectores liberales de dentro y fuera de la Democracia Cristiana que bregaban por recuperar su hegemonía al frente de una alianza de centroizquierda. Lagos —no Carolina Goic— fue siempre el candidato. Por Lagos, en represalia, ahora piden la cabeza del socialista Álvaro Elizalde. Y temen la tercera elección de Bachelet, que consideran dañina y destructiva para sus órdenes sucesorios. Por Lagos ensayaron el camino propio, que es lo mismo que el camino en solitario, al precio de precipitar al partido a la peor derrota electoral de sus sesenta años de existencia: apenas el 5,8 por ciento en la presidencial y solo 14 de los 155 escaños de la Cámara de Diputados.

El otro hecho importante fue que la ruptura operada allanó el camino de la derecha al poder y fue funcional al retorno de Sebastián Piñera a La Moneda, una regresión social y económica respecto de las políticas garantistas impulsadas por los gobiernos centroizquierdistas, engalanada sin embargo como el mal menor comparada con la «amenaza comunista-populista» y la emergente presencia del Frente Amplio.

Fue de esta manera que el fuerte golpe propinado a la DC por la derecha y los liberales, terminó configurando dos condiciones objetivas para la instalación de la actual mesa directiva en julio de 2018.

Por una parte, se produjo la desarticulación del transversal soporte progresista que había contribuido a la estabilidad, primero de la Concertación y, después, de la Nueva Mayoría. En la DC los progresismos cayeron en un estado de perplejidad, en un clima de frustración e irresolución que les inhibió tomar la iniciativa. Al fin y al cabo habían coadyuvado al ascenso de un liderazgo presidencial que declaraba domicilio conocido en la centroizquierda, pero que rápidamente se reveló como parteaguas de la centroizquierda.

Por otro lado, se produjo el desgajamiento de quienes habían venido conduciendo la estrategia de la ruptura y que, junto a aquellos que abandonaron el partido, hicieron corro aparte en Progresismo con Progreso y Comunidad en Movimiento, debilitando de paso la autoridad y ascendiente de aquellos que, compartiendo muchas de sus motivaciones, decidieron permanecer en la tienda. Hoy todas estas son sensibilidades fragmentadas que cifran en la tendencia inercial del camino propio la garantía de su eventual conciliación y reagrupamiento. Volver a unir a los que se fueron. No hay nada más relevante que explique y justifique la errática política de la actual conducción democratacristiana.

La inercia como actitud política

La palabra inercia deviene del latín inertia, indolencia, inacción, y se refiere a la incapacidad de los cuerpos para modificar por sí mismos su estado de reposo o movimiento. A falta de un mejor término, podría decirse que la inercia es lo que caracteriza a la etapa que sucede a la derrota de 2017 en la Democracia Cristiana.

En sí mismo es un tiempo signado por las causas y efectos del descalabro. El relato de la mesa se ha mantenido invariable, al igual que las imágenes que se ha formado del adversario y del aliado. La leyenda del arca perdida, de un centro político y unas clases medias esperando ser descubiertas por los exploradores, ha pasado a constituir el axioma de un fatuo diseño estratégico: el centro político y las clases medias están con el gobierno, entonces el deber ser de la Democracia Cristiana es apoyar al gobierno para cautivar al centro político y a las clases medias. El manido discurso del rescate de la identidad partidaria, ese de hacerse una identidad que esté ¡a la altura de los tiempos!, ha resultado tanto o más elocuente que la mayor astucia del diablo propalando la noticia de su muerte.

La vieja y oportunista política de inclinar la correlación de fuerzas a favor del gobierno por el solo peso del fiel de la balanza —somos pocos, pero podemos dirimir—, no ha hecho sino destruir valiosas lealtades personales y colectivas, amén de alimentar un permanente fraccionalismo interno.

El costo de respaldar la reforma previsional significó sacrificar de manera bárbara la presidencia de la respectiva comisión legislativa en un acto indecoroso, pero también significó desconocer los acuerdos suscritos con la oposición. Ninguno de los puristas reclamó entonces la identidad doctrinaria frente al agravio y, por el contrario, las voces que se escucharon fueron para censurar la violencia verbal (sic) del defenestrado diputado.

El precio de apoyar la reforma tributaria, fuera de exponer a la colectividad a un espectáculo indigno, se saldó con el malestar de los parlamentarios más autorizados de la bancada, que no estuvieron disponibles para acreditar la consumada negociación con Hacienda. «Se está jugando su prestigio como político», dijo del timonel falangista el diputado José Miguel Ortiz, pero lo que en verdad se ha venido comprometiendo es la credibilidad de la DC como resultado del agudo proceso de desinstitucionalización que la afecta, donde la vulneración del derecho de las minorías a convertirse en mayoría es solo una de sus manifestaciones.

¿Es esta la prometida revolución de la dignidad?, se pregunta una militancia desconcertada ante la inminente proximidad de las elecciones, cuando habrá de volver a poner la cara por sus candidatos en plazas, calles y ferias. Y tiene motivos, pues cada día se torna más amenazante la fantasmagórica figura del pacto electoral parlamentario de 2017 que ronda la elección de gobernadores, alcaldes y concejales del 2020. Hace dos años se le hizo creer que, pese al conflicto abierto con el gobierno de Bachelet y con la Nueva Mayoría, la centroizquierda acabaría cediendo a las pretensiones de la DC. Pero no fue así, y peor aún, aquella vez se le aseguró a la Junta Nacional que los demás partidos habían sellado el acuerdo.

No será la actual conducción la que rompa esta tendencia al reposo, sino precisamente aquellas reservas políticas y culturales que constituyen la memoria colectiva de la Democracia Cristiana y que dan cuenta de su genuina identidad.

Rodolfo Fortunatti