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Opinión

Casas perfectas, niños aburridos

Por: Andrea Moyano Rudolphy | Publicado: 23.07.2019
¿Por qué los adultos le tememos a que las cosas se ensucien? En el caso de los niños y sus juguetes, no es posible pensar que estos permanezcan intactos. De hecho, el excesivo cuidado de un niño hacia sus juguetes está lejos de ser sano.

El encuentro con una casa muy a la moda, me llevó a reflexionar sobre los espacios, cuando estos son tomados por la intención – al menos aparente – de reflejar ser un lugar muy «inn«.

Me refiero a aquellos cánones de estilo y belleza que podemos encontrar en las cuentas de decoración de Instagram o qué tan atractivamente nos ofrece Pinterest, para reproducir a gusto y semejanza.

Casas en donde no vemos cojines deshilachados, mochilas en los pasillos y carecen las servilletas arrugadas encima de la mesa.

Un living perfecto – que está lejos de ser un ambiente habitado –  es principalmente un espacio de adultos. Sofás sobre los que no es posible acurrucarse o comer un sándwich, son menos probable de ser objetos que se vuelvan familiares y acogedores. En su lugar, se tornan fríos y dificultan la idea de poder sentirse cómodo y tender las propias carnes con confianza.

Esto me llevó a pensar en los espacios de juegos y específicamente en los juguetes de los niños. Porque justamente para apropiarse de un objeto se debe usar, morder, ensuciar e incluso en ocasiones, destruir. ¿Por qué los adultos le tememos a que las cosas se ensucien?

En el caso de los niños y sus juguetes, no es posible pensar que estos permanezcan intactos. De hecho, el excesivo cuidado de un niño hacia sus juguetes está lejos de ser sano.

Luciano Lutereau, psicoanalista argentino, escribe en una de sus redes sociales: «Los adultos nos olvidamos que el destino principal de los juguetes es la agresión. Antes que para jugar, un juguete es para ser destruido».

Porque cuando jugamos, lo hacemos con el cuerpo: debemos agacharnos, tirarnos al suelo y proteger nuestros anteojos de que no salgan averiados en el proceso de jugar con un niño. Sabemos que en esos «rounds» algo de los golpes es parte de.

Podemos verlo en los más chicos, donde hay una excitación que implica sudor, polerones por el suelo, rasguños, suspiros y jadeos.

Existe una carga de energía y de agresión que sí o sí deberá ser liberada, ya sea mediante juegos que se tornen más agitados, mediante videojuegos que permitan vincularse con lo violento o apretando más fuerte de la cuenta el brazo de su hermanito bebé.

No es posible jugar sin descarga (hacia objetos, cuerpos, espacios) como no es posible vivir sin movimiento. No porque la agresividad sea «algo malo» de lo que hay que liberarse, sino más bien, porque es un monto de excitación afectiva que se puede volver muy intensa si se aloja exclusivamente en el propio cuerpo (…y terminar en ansiedades o síntomas molestos).

Es más, con el tiempo y gradualmente, aquellos juegos nos permitirán conectar con el deporte, hobbies, profesiones, con el amor e incluso con la vida sexual. Así de crucial es el vínculo entre los niños y el juego.

Aunque no es la intención exponer los fines que tiene el juego para la posterior adultez, sí recordar que el juego y sus avatares, son la principal manera que tienen los más pequeños (y los no tanto) para comunicarse, para desplegar su mundo interno, tramitar miedos, elaborar vivencias doloras y tanto más: es la principal manera de existir.

Cuando esos pequeños se vuelvan jóvenes y luego adultos, se convertirá en la manera de habitar el propio cuerpo, un poder estar «solo-acompañado», tenerse a uno mismo. Nada de poca cosa.

Por eso, cuando veo padres muy preocupados por el orden, porque no se chorree el jugo, por levantar los cojines del suelo, por bajar los pies de la mesa, etc., no puedo dejar de pensar cómo se vinculan ellos mismos con los juegos de sus niños. Cómo son tocados, agarrados, acariciados aquellos chicos.

– ¿Cómo promovemos experiencias corporales y no sólo intelectuales al momento de relacionarnos con nuestros niños? –

El riesgo puede ser fomentar la excesiva mentalización y disociar (que permanezca separado) el cuerpo de la mente (psique-soma). Veremos entonces niños muy adaptados, obedientes, adultizados y que racionalizan en exceso; pero donde escasea el gesto espontáneo.

Creo que es algo de lo que estar advertidos. Más aún en una época donde las enfermedades psicosomáticas abundan y reclaman que recordemos el lugar que le otorgamos al cuerpo. Ese cuerpo que la época actual y la era tecnológica insiste en dejar fuera.

La pulcritud de casas perfectas o de juguetes intocables, ganará tantos más likes en nuestras redes sociales, pero estará -probablemente- más ausente de momentos estimulantes que recordar en ellas. No se trata por supuesto, de generalizar vivencias ni tampoco de habitar el caos, pero quizás sí de merodearlo. Y cuando nos entre la desesperación – porque llegará – recordar que un espacio desordenado, es también un espacio vivo.

Andrea Moyano Rudolphy