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Opinión

La guerra y la violación

Por: Rodrigo Karmy Bolton | Publicado: 08.08.2019
La guerra y la violación poblete |
Los militares, los sacerdotes y los empresarios se articulan en base a una misma práctica: la violación. En ella, la masculinidad construye su mirada, desenvuelve su lugar, estableciendo formas de filiación en las que trama el secreto. Todos ven, pero nadie se detiene, todos saben, pero todos silencian.

En el último tiempo cada día sabemos más acerca del elemento ominoso de algunas de las instituciones, supuestamente, mas respetables e importantes de la República. De hecho, tres grandes instituciones que han operado como pivote de la República de Chile –nos hemos enterado con el paso de los años- están curiosa y singularmente, atravesadas por la sistemática práctica de la “violación”.

Las FFAA no han hecho mas que “violar” al poder civil interviniendo activamente en política. Incluso, en dictadura, cristalizaron tal violación en los cuerpos de las mujeres torturadas, detenidas y desaparecidas (con ratas en la vagina, con ratas en la vagina, que sustituían al pene: ¿el pene es una rata para la masculinidad chilensis?).

La Iglesia católica, se ha despojado del aura de santidad que la rodeaba y ha mostrado el núcleo ominoso que traía consigo: desde el Opus Dei hasta los jesuitas se repite la sistemática de violación de niños y/o mujeres.

El empresariado no está exento de esta práctica: desde el abuso permanente de la secretaria por el jefe que la acosa, hasta la permanente violación de leyes para favorecer su impunidad o, lisa y llanamente, para legalizar su sistemática piratería, el patrón es el mismo: la violación.

Los militares, los sacerdotes y los empresarios se articulan en base a una misma práctica: la violación. En ella, la masculinidad construye su mirada, desenvuelve su lugar, estableciendo formas de filiación en las que trama el secreto. Todos ven, pero nadie se detiene, todos saben, pero todos silencian.

El secreto unifica a una comunidad que ha fundado su consistencia en base al crimen, que ha aplicado fervientemente una violencia sacrificial para marcar a cuerpos que no calzan con la imagen estetizada que el poder erige de sí mismo. La violación ¿de donde proviene? ¿cómo se constituyó? ¿cuál ha sido su genealogía?

Práctica tan antigua como eficaz, la guerra no puede ser pensada como una excepción a la historia de nuestra cultura, sino mas bien, como el dispositivo a partir del cual se forjó y formó la masculinidad.

La violación es a la conquista, lo que la bandera es al pene: la instauración fálica de un nuevo orden sobre un territorio que marca los cuerpos de terror, como si tal violencia fuera el signo de su propiedad. El cuerpo conquistado por la violación no es un elemento aledaño a la batalla. Mas bien, es el corazón del nuevo régimen que requiere capturar a los cuerpos para erigir las  nuevas instituciones, necesita marcarlos para controlarles y ordenar los flujos de la vida social, sellarlos a fuego para separar de ellos su potencia imaginal.

No hay guerra sin violación. Sólo en ella los cuerpos son humillados, para docilizarles e inscribirles en la nueva (vieja) trama del poder. La genealogía de la práctica de la violación es la guerra. Sólo la guerra configura hordas amistocráticas constituidas en la forma de oligarquías en las que el secreto opera como el núcleo de su poder. Pero todo centro del poder es vacío. En él habita el secreto cuya consistencia se resguarda en virtud de un pacto de sangre en que los guerreros (siempre hombres en “masculinos”) configuran una máquina con diversas ramificaciones que, sin embargo, deben mantenerse unidas: las armas, la liturgia y la producción; la guerra, la religión y el capital, operan de consuno gracias al secreto compartido.

Al compartir un secreto comparten un poder y, a su vez, el poder se sostiene sólo en virtud de que un mismo secreto les hermana. Con él ordenan el mundo, ofrecen límites para un territorio del que siempre podrá haber enemigos: el/la “comunista” para las FFAA de 1973, el/la “hereje” (o inmoral) para la Iglesia Católica, o el/la “delincuente” para el empresariado neoliberal.

Una vez se difumina el secreto, se difumina la institución que sostiene. Esta última vive en y para el secreto y, a su vez, el secreto no hace más que erigir una institución que resguarda su nombre. Pero en el secreto se juega un pacto de sangre al que los miembros involucrados han jurado proteger: en Chile, ese pacto se llama Constitución de 1980. Y sus protectores han devenido una amistocracia expresada en las dos coaliciones políticas tradicionales que han mantenido el secreto a resguardo.

La transición política de Chile, cuyo lema fue “la justicia en la medida de lo posible”, acaso haya sido la técnica política destinada a resguardar el secreto que sólo hoy día sabemos: las FFAA, la Iglesia y el empresariado han estado en guerra contra los pobres, articulando así una maquinaria criminal que utilizó la violación sobre sus cuerpos como su dispositivo.

¿Dispositivo de qué? Ante todo de captura: los cuerpos son capturados en guerra gracias a la violación. La ilusión del dispositivo violación es que con ella, los poderes  pueden controlar el tiempo: los vientres son capturados para el futuro, impidiendo el surgimiento de un linaje alternativo, de un pueblo diferente, de un conjunto de hijos que, al igual que en Blade Runner II, desvíen la programación original y puedan plantearse la insurrección. Pero también, dominar el futuro para, en una operación que remeda en versión “farsa”, el cambio de Sara por Hagar por parte de Abraham, el amo pueda cultivar su prole sin historia, “huachos” como nuestro “libertador” de la patria, Bernardo Riquelme.

La violación controla el tiempo, pero también el espacio: penetra al cuerpo para ofrecer el futuro a los vencedores, pero también, para conquistarlo como su territorio. Con ello, la violación es la seña del poder que marca los puntos de un nuevo mapa del poder que comienza a dibujarse después que el fervor de la batalla ha cesado.

La nueva técnica implementada por la transición política mantuvo la lógica de guerra para desplegarla por “otros medios” –la gobernanza neoliberal- con lo cual pudo mantener el secreto que silenciosamente hermanaba –“her/manada” si se quiere- a la oligarquía otra vez: la violación. “Justicia en la medida de lo posible” fue la fórmula para mantener el secreto (la impunidad) y profundizarlo al punto de reproducirlo como en múltiples espejos al interior del espacio doméstico. Ir más allá, podía activar la guerra nuevamente, aunque ésta se hallara operando ya en el dispositivo mismo que supuestamente la prevenía.

La violación no ha sido, entonces, una excepción o una anomalía a la República de Chile, sino precisamente su dispositivo más decisivo: Chile es una República violada y su oligarquía, la feliz clase que gozaba de los cuerpos dominados gracias a la imbricación de sus tres instituciones que hicieron de la guerra un espectro permanente y de la práctica de la violación, su dispositivo sistemático. Sólo así –ilusiona el poder- los cuerpos quedarán sometidos a su orden, sólo así se impedirá que éstos puedan hacer estallar la República.

“Violación de los DDHH” (FFAA), “violación de niños/mujeres” (Iglesia) o “violación de leyes laborales” (Empresa) configuran el sintomático discurso en los que se cristaliza la hermandad masculina que puebla dichas instituciones.  Por eso, a pesar de la masculinidad de los “compañeros” de ese entonces, una de las experiencias más subversivas de la historia reciente de Chile, fue designada con género femenino: la Unidad Popular (“la” “Unidad” en femenino antes que “El Frente Popular”, en masculino). Porque femenina habrá de ser la potencia que desnude el secreto de la violación sobre la que se sostiene la maquinaria bélica llamada República de Chile, esa que no ha terminado con la “guerra de Arauco”, ni con la del “Pacífico” ni con ninguna guerra,  sino que las ha extendido “por otros medios” gracias a las diversas formas de imposición y constitución de la maquinaria en su tres instituciones fundamentales. El despliegue incondicionado de dicha guerra es lo que el cinismo sociológico (de Bruner a Peña) llamará “modernización”, un pomposo título que, sin embargo, pende de la crudeza y extensión del dispositivo “violación”. La “modernización” de Brunner y Peña es la puesta en juego de la violación en los tiempos neoliberales. Que los intelectuales de la oligarquía –esa hermandad aunada por el secreto de la violación- la celebren y glorifiquen a pesar de su agotamiento,  refleja el modo en que intentan conservar el único elemento sobre el cual su deslegitimado poder parece estar justificado: el secreto.

Rodrigo Karmy Bolton