Avisos Legales
Opinión

Infrapolítica o sobre la habitabilidad

Por: Rodrigo Karmy Bolton | Publicado: 17.08.2019
Infrapolítica o sobre la habitabilidad libro imagen |
La an-arquía de la acción abierta por la infrapolítica se mide, entonces, como la puesta en juego de un ethos que habita un campo de radical historicidad. Insisto: la infrapolítica puede referir a una experiencia –una política menor- que acontece en y como historicidad. Asumir la desarticulación significa abandonar toda pretensión de la filosofía de la historia del capital por una historicidad en la que el presente puede desgarrarse entre la facticidad de un hoy y la posibilidad del porvenir, ambos entremezclados en un solo gesto.

Una de las últimas producciones de Jean-Luc Godard “El libro de imagen”, decisiva reflexión estética y política acerca del presente realizada después de los atentados a Charlie Hebdó, constituye una suerte de film-collage que no pretende representar nada, sino mas bien, llevar la representación a su implosión. Una imagen crucial –aunque nunca “central” pues justamente hay aquí un despacho de toda centralidad, de todo hegemón- es la del tren[1].

Una voz dice: “El mundo mirado desde Occidente”, y entonces esa posición habita al interior de un tren que recorre el mundo. Los otros aparecen “afuera” de la máquina, rodeándolo con gritos de alegría o con asaltos, tal como acontece con las películas de vaqueros, en las que Godard retrata justamente la violencia colonial de dicha posición: Occidente sentado, tomando un café en un tren, ve pasar las diversas “culturas” a su alrededor clasificándolas como un afuera, tal como en el decisivo texto “Soberanías en Suspenso” Sergio Villalobos-Ruminott denominó la “filosofía de la historia del capital”: como esquirlas o restos humanos que han sido abandonados por el inexorable progreso de la historia humana, los árabes o indios –que mas da- judíos o chinos, permanecen como piezas de un museo que coincide enteramente con la historia y su fin. Trabajo muerto, si se quiere, de una filosofía de la historia del capital, exento del trabajo vivo que vibra en la historicidad.

Godard lleva tal filosofía –ese trabajo muerto- a su diseminación. Hacia su “final” si se quiere, entendiendo por “fin” no una etapa historiográficamente datable, sino como un conjunto de agujeros inmanentes a todo texto y tradición. Se trata de que el tren no sólo lleva a los “occidentales”, esos vaqueros con biblia en mano, a rodear el entero planeta, sino también, conduce, de manera subrepticia, casi sin notarlo, a los judíos a los campos de exterminio. Godard es aquí preciso: ese tren que dispara determinadas escenas y sonatas, se ve interrumpido, imposibilitado de suturar una continuidad, de completar el circuito global.

Los discursos se quiebran, se mezclan, los temas musicales quedan suspendidos, el tren no puede jamás completar su curso, su filosofía de la historia del capital parece enteramente desarticulada. El secreto diálogo de Godard es sin duda con Said, donde este último, a pesar de su pertenencia a la neutralizante academia norteamericana, pudo intervenir como Godard lo hace con el tren repleto de vaqueros, no para situar otra posición que asumiría el lugar del hegemón, sino para desarticular todo hegemón posible.

La operación de Godard aparece finamente desarrollada en otro film-collage como el seminario “La desarticulación” realizado por Sergio Villalobos-Ruminott (SVR) en Julio del año 2017 en las dependencias de la UMCE. En él, SVR subraya que la “desarticulación” no sólo sería un término “descriptivo” de una cierta situación en la que sería imposible volver a suturar filosofía e historia. Como en Godard, para SVR la filosofía y la historia, el pensamiento y los cuerpos danzan libremente, más allá de cualquier “hegemón” que intentara una nueva sutura.

Pero la “desarticulación” del “hegemón” por el que se constituyeron las diversas formas de la filosofía de la historia del capital trae consigo un gesto afirmativo que se traduce en la pregunta formulada hacia el final del seminario: “¿Qué hacer en el fin de la metafísica?” (p. 197). ¿Qué hacer? Ha sido siempre comprendida como una pregunta propiamente ética. Pero si en Kant tal “ética” aparece suturada ya desde la figura del sujeto trascendental abocada a la normatividad del “deber ser”, en SVR –como en un cierto Foucault o en un Derrida, siguiendo los pasos de Heidegger en “La carta sobre el humanismo”- ese “hacer” implica afirmar el carácter an-árquico de la acción. No habrá orientación “principial ni normativa” para la acción, dice SVR. Ello define, en cierto modo, lo que hacia el final del seminario se llama “infrapolítica”. Su campo es el de la desarticulación, ella constituye su “a priori histórico” si se quiere, en el que afirma nada más, ni nada menos, que una posibilidad de habitar.

Para Sergio Villalobos la “desarticulación” no lleva a la consecuencia de aceptar simplemente el nihilismo para dormirnos en él, sino que nos abre a un asunto crucial que las diversas filosofías de la historia del capital habían ocultado: la historicidad. Actuar an-árquicamente significa habitar afirmativamente el campo de historicidad abierto gracias a la desarticulación. Donde parece no haber posibilidades, donde todo simula estar resuelto, SVR nos dice: nada ni nadie nos resolverá nada. La “infrapolítica” no sería una doctrina, una nueva filosofía de la historia del capital, ni siquiera un conjunto de recetas que nos lleven a la libertad o a la felicidad o ambas. No hay más télos en la an-arquía de la acción, no hay receta alguna que guie nuestros pasos. La infrapolítica sería justamente ese umbral crítico, en el que afirmamos la potencia que nos abraza interrogándonos permanentemente acerca de nosotros mismos.

Digamos que la referida película de Godard deviene un gesto infrapolítico que interrumpe la filosofía de la historia del capital. Como insiste él mismo en su seminario: una interrupción, suspensión o interregno no designan aquí “pasos” de un momento a otro, sino la imposibilidad del paso mismo. Dicho benjaminianamente: podríamos pensar la “interrupción” sacrificialmente como un pasaje a otro “hegemón” posible, o podríamos pensar desde la “violencia pura” como la imposibilidad de pasar a ningún nuevo “hegemón”. SVR sigue estrechamente esta segunda vía en que la desarticulación no pretende una nueva articulación, sino la afirmación de la potencia –su sobrevivencia- en el incondicionado reino del poder.

Pero tal afirmación ¿qué es? Digamos que, el devenir an- árquico de la acción implica un desplazamiento filosófico no menor de Heidegger desde la “analítica” hacia la cuestión topológica, desde el problema del Dasein a la cuestión del lugar del ser. Me interesa de sobremanera lo que podríamos llamar el problema topológico inmanente a la infrapolítica, si acaso tópos designa un lugar no representable como espacio o, si se quiere, un lugar sin lugar. Quisiera proponer una distinción que puede ser interesante para pensar lo que SVR llama infrapolítica: la filosofía de la historia del capital sería cartográfica en el sentido de articular diversas formas de representación; la infrapolítica sería topológica en cuanto sería inconmensurable respecto de la égida representacional. Cartografía versus topología, en el entendido, sin embargo, de que ese lugar sin lugar no se halla “afuera” sino en una interioridad radicalmente extraña para la propia cartografía. No habría aquí dicotomía, contraposición entre dos términos antinómicos, sino siempre desarticulación en la que la topología funcionaría horadando a la misma cartografía.

El desplazamiento heideggeriano en SVR es doble: vía William Spanos, Reiner Schürmann y Jaques Derrida, SVR lee a un Heidegger político cuyas preocupaciones permitirían pensar la cuestión de la “imperialidad” (la cartografía) sin borrar el problema del “lugar” (el tópos) que no tiene lugar. Pero un “lugar” topológicamente concebido no es otra cosa que un ethos en el que encontramos a una vida absolutamente ingobernable, lejos de todo dispositivo principial y de toda normativa.

La an-arquía de la acción abierta por la infrapolítica se mide, entonces, como la puesta en juego de un ethos que habita un campo de radical historicidad. Insisto: la infrapolítica puede referir a una experiencia –una política menor- que acontece en y como historicidad. Asumir la desarticulación significa abandonar toda pretensión de la filosofía de la historia del capital por una historicidad en la que el presente puede desgarrarse entre la facticidad de un hoy y la posibilidad del porvenir, ambos entremezclados en un solo gesto.

La differànce atendida bajo Derrida permite a SVR entenderla como historicidad radical, campo o superficie si se quiere, que se abre como una tierra inexplorada a la que la filosofía de la historia del capital teme, evade e intenta siempre suturar. Frente a ese gesto, la apuesta del seminario  “La desarticulación” es exigir coraje de sus contemporáneos. Coraje para habitar lo que jamás ha sido del todo habitado. Habitar ese lugar no es vivir en un espacio. De hecho, podemos ocupar un espacio y no necesariamente habitarle. La apuesta la infrapolítica, en la reivindicación de la pregunta ética y política por el “hacer” no pretende más que abrir los corajes y plantear que cabe habitar la desarticulación.

La desarticulación puede no habitarse, si acaso, los dispositivos cartográficos de la filosofía de la historia del capital intentan otra sutura, otro “hegemón” entre ontología e historia, entre filosofía y política. Pero el seminario de SVR sólo dice esto: habitemos la desarticulación. La infrapolítica sería el nombre para esa experiencia de habitabilidad. Un nombre entre otros, por cierto, en el que la historicidad será el lugar sin lugar que se abre inexorable gracias al coraje que significa asumir la desarticulación. Es decir, gracias al coraje de admitir que la desarticulación es más una condición de existencia que un problema que habría que solucionar. La filosofía de la historia del capital fue el último intento de sutura de la desarticulación pero, parafraseando la frase de Thayer desde la que  SVR arranca su reflexión, ésta ya “no va más”.

Si el tren de Godard circula infinitamente conduciendo a los cuerpos a infinitos campos de exterminio, si ese tren no es otra cosa que la filosofía de la historia del capital, la infrapolítica vendría abrir la desarticulación para habitarla, donde “habitar” marca el ethos como potencia común. Pero eso significa algo que el seminario debería dejar abierto para profundizar: si la infrapolítica reivindica una acción an-árquica, ello implica que ha de poner en juego la única potencia política en la que habitamos: la imaginación.

En este sentido, la infrapolítica es, quizás, una tentativa por volcarse al trabajo vivo. A diferencia de Hegel que aspira a una historia progresiva movilizada desde la “superación” (aufhebung), el gesto infrapolítico consiste en una suerte de epoché radical que en vez de aquella propuesta por la fenomenología que restituye el lugar de la conciencia trascendental, ésta no restituye nada más que el campo de historicidad sin presuponer conciencia, ni sujeto alguno.

Sólo así, la infrapolítica puede abrir al carácter an-árquico de la acción en el que la historia (la actualidad) ya no puede suturar el libre juego de la historicidad (la potencia), lugar del trabajo vivo en el que los cuerpos ven restituida su potencia imaginal. Sólo así, la habitabilidad en la que pulsa la infrapolítica resuene como una  posibilidad y no como una necesidad que un saber, doctrina o técnica pudiera garantizar.

Ahora bien, si la epoché radical de la infrapolítica apuesta por una indagación topológica en la que encuentra al ser tan sólo como historicidad ¿no es también, otro modo de decir, tal como los propios entuertos de Heidegger sugieren ya en Kant y el problema de la metafísica que historicidad no es más que imaginación radical? El “lugar del ser” o la “historicidad” no serían sino los nombres de la imaginación popular, un médium que habita entre los cuerpos antes que una facultad que descansa en la égida del sujeto.

La continuidad infinita, pero a la vez, siempre posible de “La desarticulación” abraza a un comunismo sucio que desafía dos formas en las que la tradición marxista concibió al comunismo: por un lado, el propio Marx en La Ideología Alemana  apostando por el comunismo como “movimiento real”, esto es, el volcarse de la filosofía en praxis según la lectura hegeliana de aufhebung; por otro, la idea kantiana según la cual el comunismo sería un “ideal” que operaría como una idea regulativa que jamás podrá cumplirse, pero siempre seguirse. Ni “real” en el sentido hegeliano, ni “ideal” en sentido kantiano, el comunismo sucio podría calificarse, si SVR me permite, de imaginal pues jamás puede coincidir con el devenir de lo real, pero, a la vez, no puede sino entreverarse con él.

Quizás, el término nietzscheano de lo “intempestivo” nos permite pensar la condición de ese comunismo infrapolítico, de ese comunismo sucio o salvaje, efecto de una epoché radical antes que de una aufhebung, de una suspensión de la suspensión antes que del optimismo normativo de un ideal. Ni “real” ni “ideal” sino imaginal, habitando un lugar irreductible a toda representación, tal comunismo es el que abraza la revuelta, pero sobre todo, es el que día y noche no deja de inventar un lugar que carece de todo lugar.

Como este breve comunicado que acabo de leer, en el que atestiguo intentar pensar con SVR, es decir, intensificar las posibilidades del pensamiento cuando este se da siempre en la complicación y opacidad del mundo antes que en la facilidad tecnócrata del globo. Pensar con es simplemente pensar. Encontrarse en el pensamiento –cuando éste ha renunciado a toda pretensión principial- es, como para Said, ensuciarse, ser mucho mas mundano que lo que estaríamos dispuestos a asumir y abrazar el seminario “La desarticulación” agradeciéndote no sólo con el afecto de un amigo, sino con la intensidad de un compañero.

[1] Debo a Iván Pinto el poder haber visto esta película recientemente.

Rodrigo Karmy Bolton