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Crónica urbana: Un gatito perdido en Franklin

Por: Elisa Montesinos | Publicado: 18.08.2019
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Vi mi barrio de infancia caerse casi por completo en marzo del 85 para el terremoto. Franklin, un barrio antiguo, se desmoronó como un viejo pastelón de tierra seca, y la gente, en su mayoría mayor y pobre, dejó el barrio de adobe, con veredas salpicadas de don Diego de la noche, la humilde flor de las quintas de entonces, para migrar a la periferia en construcción en plena dictadura.

Siempre encontré muy de facho esto de la figura del “buen vecino”. Lo corroboré cuando iba a esos conversatorios de las juntas de vecinos en distintas comunas de Chile en los comienzos de mi ejercicio profesional. Muchos señores jubilados de derecha que demandaban siempre mayor control policial, porque la juventud es peligrosa, porque se está llenando de extranjeros, esos que vienen con “otras costumbres”, como hacer asados en la vereda o poner música fuerte y porque la culpa de todo, obvio, es de las mujeres que los crían así.

Vi mi barrio de infancia caerse casi por completo en marzo del 85, para el terremoto. Franklin, un barrio antiguo, se desmoronó como un viejo pastelón de tierra seca, y la gente, en su mayoría mayor y pobre, dejó el barrio de adobe, con veredas salpicadas de don Diego de la noche, la humilde flor de las quintas de entonces, para migrar a la periferia en construcción en plena dictadura. Vi a mis amigas del barrio meter colchones, mesas y bacinicas a destartaladas camionetas para irse con sus abuelas montepiadas y madres solteras de allegados donde familiares a La Pintana, Renca y Puente Alto.

Después vinieron las compras de terreno a precio de huevo, mal que mal, solo eran peladeros con escombros donde antes había gallineros, huertas y patios de luz. El viejo esplendor del barrio de los años 50 quedaba atrás y surgieron bodegas y estacionamientos. Y el frigorífico del terror que colinda con mi casa.

Nunca más hablé con los vecinos, ya no queda ninguno de mi infancia. Mis padres son los más viejos de la cuadra. Todos sus amigos de juventud murieron.

Un jueves se perdió Tito, mi gato de dos años y medio. Se fue para el techo y no volvió. Lo buscamos por todos lados, me subí al techo y nada. Bueno, es gato, volverá. Pasaron los días y no volvía. Siguiente plan: pegar carteles y el puerta a puerta.

Entré a la Iglesia Evangélica de la vuelta (“desde 1952” dice afuera) y el cuidador me cuenta que él viene desde los 18 años a la misma iglesia. “¡Saque la cuenta para que vea cuántos años tengo!”, me dice, mientras muestra las ampliaciones de la casona y las tres poltronas antiguas de madera y terciopelo que donó en los años 70 una humilde señora viuda que vivía en lo que hoy es el frigorífico del terror.

Luego fui a unas casas más allá. Una mujer con dos hijas de 9 y 12 años, ambas animalistas y vegetarianas, sacaron fotos al cartel del gatito perdido y lo subieron a plataformas de Instagram y no sé a cuántas más. De pasada me enseñaron unas aplicaciones donde encuentran mascotas perdidas mediante un drone y plataformas interactivas de denuncias vecinales. 

Otras casas más allá un señor viejo me dice que ha visto a mi gato, que se junta con los 7 que él tiene y que es muy peleador (claramente es él, pensé). Luego, el nuevo vecino abogado me dice que siempre ve a mi gato en el techo, porque sale a sacarle fotos al frigorífico para poder denunciarlos, pero no se puede, son peligrosos, el dueño, un «empresario» de 50 años notoriamente jalero y mafioso los tiene a todos comprados. Los bomberos de la Shell no han visto al gato, pero si lo ven me avisarán. Las chicas peruanas del almacén pegaron un cartel en la vitrina.

Mi madre va saliendo al consultorio, yo voy saliendo al trabajo, y siento que se devuelve y me grita: “¡El gato está en el árbol, está en el árbol!”. Corro, es él, a unos 7 metros del suelo gritando a todo lo que da. Llamo a bomberos y me dicen que no es una emergencia, que busque otra solución. Me desespero, pero los peonetas de la bodega me dicen que le hable. Me prestan una escalera, pero no sirve. Los de bencinera traen una más larga, en eso llega el abogado en auto y me ayuda a armar la escalera. La afirma, me subo, el gato empieza a bajar. A esas alturas había llegado la peluquera del frente y había clientes en el almacén comprando desayuno, todos viendo el rescate gatuno.

En medio de llamados amorosos y la gente diciendo, “¡que no salte para la calle!”, “¡cuidado con las ramas!”, el Tito, asustado, empieza a bajar lentamente. Yo subí sin miedo mientras mi mamá gritaba, “¡cuidado que estás muy gorda, va a ceder el árbol!”. Está a pocos centímetros, casi nos alcanzamos, la gente expectante con la cabeza doblada hacia arriba, los autos pasan y miran, se juntan más vecinos, salieron los de la bodega y todos lo de la Shell. De pronto agarro a Tito del cuello y lo bajo, mientras la gente da gritos y aplausos de alegría y las chicas del almacén registran el momento en sus teléfonos.

Pura alegría, la mía sobre todo. El abogado dobla la escalera y abraza a mi mamá; los de la Shell tiran la talla porque se llama Tito, como uno de ellos que también desaparece a ratos. Camino sonriente, llena de hojas y tierra, a la casa con un enorme gato tiritón que se aferra con todas las uñas a mí. Mi papá dice contento: “el gato de la unión vecinal”. Amé ese momento, espero de corazón no estarme poniendo facha por empezar a sentirme contenta con esto de la unión vecinal.

Final feliz, todos sonríen. Menos ellos, que sombríos y terneados tras el Audi deportivo color calipso, entran silenciosos al garaje más frío de la cuadra, en medio de una nube con olor a podredumbre, sangre y moscas.

*Con este texto escrito en el Taller de Crónica Urbana dictado por la poeta Carmen Berenguer, iniciamos esta sección donde estaremos presentando una selección de trabajos producidos en el taller.

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