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Opinión

Los secuestros de Septiembre: derivas de la izquierda

Por: Mauro Salazar Jaque | Publicado: 31.08.2019
Los secuestros de Septiembre: derivas de la izquierda ALLENDE Y FIDEL |
Por fin la historia nos dice que a poco andar el campo socialista (años 70′), nos enseñó que otro mundo no es posible. Hemos arribado a un programa de impunidad («izquierda folk») cuya amnesia consiste en olvidar que estamos tramados en la comunidad de los vivos y de los muertos. Entonces no debemos reconocer la paternidad autoral de los capataces simbólicos de nuestra modernización. Tal programa nos remite a un progresismo extranjerizado y envilecido, incapaz de entender que «el día 11» no para de llegar, no cesa de pasar y nunca termina de pertenecer al pasado.

a Raúl Vergara, a la mano sin puñal.

En el documental Diálogos de América registrado por Augusto Olivares, Fidel Castro y Salvador Allende, intercambian ideas sobre los procesos de transformación en tiempos de guerra fría. Durante esta conversación el comandante cubano –pese a un sinfín de dudas y diferencias radicales- mira al Presidente como a un hermano mayor. Fidel, desde la gestualidad de su barba, repara en la elocuencia cultural de un Allende -cuyo inconsciente político- está  empapado de Balmacedismo. En medio de la dramaturgia se hace evidente la admiración de Castro por el «carisma» de un tribuno de la reforma. Y es que la izquierda chilena estaba librada al pluripartidismo, algo tan ajeno a los mentores del movimiento 26 de Julio. De lejos retumba la voz del Masón Allende, admirador del APRA anti-imperialista, y no muy distante de la mejor tradición cultural del keynesianismo. Todo discurre bajo la solemnidad que infunde quién procura descifrar los laberintos del destino y revertir una concepción fatalista de la modernidad. No podemos olvidar que aquí el «narcisismo mesiánico» también empozó los días de júbilo. El Dr. Allende, el autoproclamado «hombre de mármol», algo Savonarola, sabía que entraba a la noche en medio de un atajo, que debía poner cuotas de mesura a la algarabía que «embriagaba» a los actores de una épica en desarrollo, pero sin erradicar las energías utópicas. Mientras transcurre el diálogo, Fidel se devela como el Dovstoieski político de nuestros tiempos. Y es que el Comandante respira los horrores del fascismo que se avecina en una noche de «cristales rotos». Lo que vendrá luego de la derrota será una plaga de cuervos. En el fondo Castro fue un profeta que mientras escuchaba el texto «honorífico» del Dr. Allende, mascullaba sobre la imposibilidad de las revoluciones por una vía pacífica: ese fue el subtexto de su visita a Concepción. En suma, existe una dimensión dionisíaca en la Unidad Popular que se expresa en baile, canto y embriaguez. Un rico movimiento vernáculo. Un estado de adolescencia cultural y una obsesión por el verbo lumínico. Y es que ya lo sabemos: la dramaturgia del 4 de septiembre de 1970 despuntaba destellos de una «consciencia trágica»: “(…) y que esta noche cuando acaricien a sus hijos…piensen en el mañana duro que tendremos por delante” (Las cursivas son mías).

Tras la asunción del líder de la UP se impone un tono plenamente consciente de que no hay posibilidad de migrar hacia un «reformismo radical». Para 1970 las predicciones del oráculo fueron desatendidas. No quedaba más que apelar a un «mundo heroico» y avanzar hacia una gesta napoleónica. Solo cabe implementar el camino elegido y defender la convicción ante el compromiso adquirido ante los tiempos. Pero a poco andar el Presidente susurraba un camino peñascoso –como sí en su inconsciente el espectro de Placilla (1891) no cesara de hablar a chorros. Y es que la irradiación espiritual de Balmaceda hacia las generaciones futuras es un deposito de compromisos morales. El texto reza así: «Chile no se salva en el futuro, sino sosteniéndome aunque sea con mi sacrificio final» (Carta a Juan Mackenna, 11 de abril de 1891).

Este es el acompañante macabro de la vía chilena al socialismo, nuestra «divina comedia», muy cercana a los vértigos Dantescos. Tomas Móulian –sibilinamente- se hizo parte de una concepción trágica de la historia y tematizó a la Unidad Popular desde el teatro griego -aunque nunca verbalizó tal relación. En su célebre “Conversación ininterrumpida con Allende” (1998) aparece una escritura de la grieta, a saber, el desastre de las revoluciones y el peso «termidoriano» de la derrota. Allende sabía de entrada la necesidad ineludible de trascender la crucifixión, pero no se restaba a la escena sacrificial. A poco andar reconoce que la derrota también puede ser una «opción moral». Pero bajo este contexto era necesaria una porfía irrevocable frente a las lógicas depredadoras del capital. Ya en los primeros días de su gobierno admite con lucidez que las oligarquías no aceptaran perder sus granjerías, así trataba de moderar la embriaguez que empapaba a los actores comprometidos con una trama redentora.

Para terminar podemos explorar algunos contrastes que hacen más evidente la sucesión de una voluptuosa desgracia. La Unidad Popular  heredaba a su manera las conquistas iniciales superando el llamado «Estado de compromiso», a saber, el período que va desde 1938-1970 basado en el régimen de tres tercios. La experiencia de los años 70’ era enteramente distinta al «Frente Popular» (1936-1941), como asimismo, al economicismo desarrollista de Raúl Prebisch. De un lado, el Allendismo venía a implementar cambios sustanciales sobre el régimen de exclusión imperante en los años 70’. De otro, ello se trataba de encauzar por el institucionalismo de un «comunismo letrado» (“último vagón del reformismo”). Pero al mismo tiempo el proceso se ensombrecía por la ausencia de diálogo político con el sector más progresista de la DC, sin olvidar que ello era casi impracticable por la irreversible Cubanización del Partido Socialista que tornaba inviable todo acercamiento centrista. La fracción de los «elenos» calificaba toda travesía de «realismo» como una infidelidad al proceso revolucionario. De paso la Unidad Popular prologaba la evolución de la izquierda chilena desde 1938 en adelante (el contexto de post-guerra y los frentes populares, hasta la constitución del FRAP). Por su parte el MAPU, cual élite disruptiva, se había constituido como una generación motivada por las utopías de la modernidad. Solo nos resta consignar cosas demasiado dichas: el proceso de in/doctrinamiento ideológico que recibieron las Fuerzas Armadas  (Guerra informal) en la Escuela de las Américas de Panamá, trasciende la citada “doctrina Schneider” –ello a juzgar por los hechos conocidos. Finalmente, se suma la complejidad de lidiar con los sectores más “radicales” de la Unidad Popular (el MIR y otros hijastros rebeldes de este proceso); aquella familia no apegada a la vía institucional -de fuerte inspiración libertaria- que hacía de “aprendiz de bruja” por cuanto presionaban por una salida no institucional que empujaba hacia el despeñadero. Todos estos contrastes, que se expresaban en un sinnúmero de monstruosas vacilaciones, conjuraban en favor de una catástrofe, o bien, pujaban hacia una reducción del campo político. El resto es historia demasiado conocida y consiste en imputar –con mucha certeza y algo de  majadería- los maleficios a Nixon y a la CIA. Y ello, aunque absolutamente cierto, al igual que la intervención de El Mercurio, no agota todas las raíces del problema.

Ergo, una tragedia obra como la cancelación del juego de posibilidades: la impolítica. Por aquellos días el destino aciago de los personajes consistía en la imposibilidad de alterar el curso de los acontecimientos y evitar el despeñadero –escapar a la predestinación desatada por las fuerzas indestructibles de la propiedad privada-. A pesar de la extraordinaria fuerza expansiva del proceso chileno, la Unidad Popular puede ser interpretada como el último aullido de la modernidad en plena caída al fango del capital financiero.

Por fin la historia nos dice que a poco andar el campo socialista (años 70′), nos enseñó que otro mundo no es posible. Hemos arribado a un programa de impunidad («izquierda folk») cuya amnesia consiste en olvidar que estamos tramados en la comunidad de los vivos y de los muertos. Entonces no debemos reconocer la paternidad autoral de los capataces simbólicos de nuestra modernización. Tal programa nos remite a un progresismo extranjerizado y envilecido, incapaz de entender que «el día 11» no para de llegar, no cesa de pasar y nunca termina de pertenecer al pasado.

Mauro Salazar Jaque