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Opinión

Los ladrones buenos del general

Por: Haroldo Dilla Alfonso | Publicado: 03.09.2019
Los ladrones buenos del general fach facho |
Lo que el exabrupto del general sintetiza es una lamentable prefiguración de la inseguridad ciudadana como derivación de pobres. Puede tratarse de un callampero, de un inmigrante o de un comunero mapuche: el peligro viene de “los de abajo” recordando a Azuela. Y es a ese ladrón de abajo al que el general considera lícito matar, porque es mejor muerto que vivo. Si esto fuese sencillamente un arrebato histérico de un anciano artillado y celoso de su propiedad, este artículo no tuviera sentido y todos nos reiríamos del caso. Pero se trata de algo más grave: la actitud del general –y la pobre resonancia de un asunto tan grave en la prensa- implican parte de la doxa neoliberal que se ha instalado en el ethos nacional y que consagra el sello clasista de la justicia. Una auténtica proletarización del delito.

La noticia llegó a pocos lugares, impactó y desapareció. En ocasiones fue tratada como una suerte de ofuscación que merecía comprensión y compasión. Un general retirado de las FACH había sufrido un robo en su casa cuando sus moradores estaban ausentes. Sin perder el resuello, el general afirmó que “…si yo encuentro un ‘gallo’ adentro, me va a durar dos segundos, porque no voy a tener un empacho en matarlo… hablaríamos de cinco muertos y no de cinco detenidos” Y luego, emulando a su colega Sheridan cuando participaba en el genocidio contra los indígenas norteamericanos, espetó sin sonrojos: “Porque si tú me preguntas a mí, yo creo que no hay mejor ladrón que ladrón muerto.” Valga considerar que entre los cinco ladrones, había dos menores de edad.

Huelga anotar que si bien la primera parte de su andanada verbal es propia de una criatura encabritada, la parte final, en que cita a un escudero de Cúster alabando las masacres de su general contra los indios, ya implica un apego emotivo más allá de la ofuscación. Obviamente podemos pasar por el lado de este asunto considerando que el general representa un dato del pasado, sepultado por una cultura cívica y una institucionalidad republicanas. Y afortunadamente es asi en buena medida, pero no lo suficiente. Y temo que en otra medida no menos importante, ella representa, con la sinceridad que potencia la exaltación anímica, puntos de vista arraigados en una parte de nuestra clase política y de nuestra población.

Lo que el exabrupto del general sintetiza es una lamentable prefiguración de la inseguridad ciudadana como derivación de pobres. Puede tratarse de un callampero, de un inmigrante o de un comunero mapuche: el peligro viene de “los de abajo” recordando a Azuela. Y es a ese ladrón de abajo al que el general considera lícito matar, porque es mejor muerto que vivo. Si esto fuese sencillamente un arrebato histérico de un anciano artillado y celoso de su propiedad, este artículo no tuviera sentido y todos nos reiríamos del caso. Pero se trata de algo más grave: la actitud del general –y la pobre resonancia de un asunto tan grave en la prensa- implican parte de la doxa neoliberal  que se ha instalado en el ethos nacional y que consagra el sello clasista de la justicia. Una auténtica proletarización del delito.

Ladrón es, desde esta óptica, una categoría que indica transgresión de una ética, y esa ética deja fuera a toda una gama de “ladrones” que no escala propiedades y sustrae televisores LD, o roba carteras en el metro, pero que se apropia del dinero público que es de todos, o expolia a los consumidores haciendo aún más miserable la vida de los millones de personas que viven en la pobreza o en sus linderos, que es casi lo mismo en términos prácticos. Es de conocimiento público que la noción de probidad se ha deteriorado en Chile. La vida nacional ha estado plagada de incidentes que enrolan a integrantes de la clase política y de los estamentos adinerados, y que narran acerca de evasiones multimillonarias de impuestos, fraudes de políticos y empresarios, asignaciones monetarias ilegales, salarios astronómicos que no se justifican, nepotismo, sobornos a políticos y políticos sobornados, colusiones perversas en el mercado, entre otras fechorías.  Estos hechos de corrupción no lo cometen ladrones de las poblaciones, sino de los barrios altos.  Y también la sociedad chilena conoce de los magros castigos que estas personas han recibido, sea porque el derecho neoliberal no les alcanza o porque los procesos están viciados de lenidad. La idea de la puerta giratoria que devuelve delincuentes a la calle no solo se refiere a los rateros del metro, sino también a los grandes depredadores sociales atrincherados en la alta sociedad.

Estoy seguro que, aún en su mayor ofuscación, el general no cometería el lapsus linguae de ofrecer plomo a “los de arriba”. Y pudiera argumentar que cualesquiera fuesen las fechorías que cometan sus vecinos, éstas no invaden violentamente el sagrado ámbito del hogar, como hicieron los cinco ladrones. Y tiene razón en cierta medida, porque nunca los manejos fraudulentos de las grandes empresas y sus acólitos políticos van a violentar a la familia del general. Pero si violentan a la inmensa mayoría de los hogares nacionales, plagándoles de insatisfacciones, inseguridades y limitaciones al consumo básico. Violentan al 70% de la población que gana menos de medio millón mensual, a quienes buscan sustento en mercados laborales precarizados que son denominados virtuosamente como “flexibles”, a los enfermos de Quintero, a los vendedores callejeros que sufren el acoso policial, a los egresados universitarios endeudados y sin empleos y a los eventuales de los puertos que tienen que volver a la casa cada mañana sin más opción que robar algo para comer. La violencia es un mal indeseable, pero no se evita matando violentos indeseables, sino eliminando los factores estructurales de la violencia inherentes al sistema neoliberal.

Corren tiempos objetivamente duros, pero también endurecidos por los discursos alarmistas y las propuestas represivas que alimentan tendencias políticas fascistoides, misóginas, xenófobas y aporofóbicas. Chile vive una encrucijada que requerirá de políticas y discursos inclusivos y equitativos, y de un debate abierto e informado. Obviamente, en ese contexto, el general es parte del debate. Pero si el general se convierte en todo el debate con la aquiescencia irresponsable de la prensa, habremos llegado a un callejón sin salida incompatible con las grandes alamedas que nuestra sociedad merece.

Haroldo Dilla Alfonso