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Opinión

Artivismo: La dignidad de los panfletos

Por: Jorge Montealegre | Publicado: 10.09.2019
Artivismo: La dignidad de los panfletos HHG – Dictadura – panfleto – Paro Nacional – 820 |
También se les llama volantes a los panfletos. Y palomas. Es decir, algo que vuela por los aires. Papeles que, sin ser milagrosos, caen del cielo. La dictadura no pudo impedir que esa antigua y tradicional manifestación de protesta popular continuara. A pesar de todo. Con terrorismo de Estado era más peligrosa la impresión, el transporte, la distribución y el lanzamiento o entrega de los volantes subversivos. El miedo era cosa seria, aunque el contenido de los panfletos podía ser una consigna divertida o una caricatura del tirano o una frase para la risa dicha por un payaso de la Junta.

El miedo siempre fue cosa seria. Lo fue al robarse un mimeógrafo para convertirlo en “imprenta clandestina”. Lo fue también al trasladar el bendito mimeógrafo de lugar. A una casa, a una parroquia, a un sindicato. Para comprar esténciles o papel roneo se aclaraba la voz y se disimulaba esa misma cara de culpa que se pone para comprar condones. Eran otros tiempos. 

Sin correos electrónicos ni Twitter ni Facebook, menos Instagram; sin impresoras de uso doméstico ni scanner para reproducir fotografías, dibujos… lo que quieras. (Ni fotocopias. ¿Quién se atrevía a sacar fotocopias de un panfleto en el comercio? Mi hermano Oscar fue secuestrado por fotocopiar un artículo de la revista Análisis en el ministerio donde trabajaba. Se hacía, pero a escondidas).

En cambio, era relativamente fácil tener acceso a una máquina de escribir para “picar” el esténcil; es decir, escribir en una matriz de papel, perforando la hoja con los tipos de cada letra para que luego –puestas en un mimeógrafo eléctrico o casero (un pequeño bastidor de serigrafía)– se impregnaran con tinta pasándole un rodillo para que por esos agujeritos letrados pasara la tinta e imprimiera el texto. Las letras grandes eran dibujadas junto a las ilustraciones con la punta de un lápiz Bic u otra herramienta. Entonces, si el dibujante tenía un estilo conocido lo disimulaba para no ser pillado. Por mi parte, recuerdo –confieso– haber calcado viñetas de Condorito y cambiar el texto para convertirlos en chistes políticos publicables en una hoja clandestina. Así comencé a hacer guiones de humor gráfico. Cada uno empieza como puede. Así nacieron los fanzines.

Recuerdo también a los y las poetas del Colectivo de Escritores Jóvenes de los años 80 que repartieron, lanzaron o dejaron por ahí, panfletos cuyas consignas en realidad eran versos; poemas arrojados en tiempos de censura, acciones de arte –artivismo– en las ferias libres, sencillas, sin grandilocuencia ni esnobismo. Poemas panfletarios literalmente. Anónimos o de escritores consagrados que estaban prácticamente fuera de peligro. Los volantes dan cuenta de la existencia de partidos políticos, organizaciones sindicales, feministas, estudiantiles, colectivos de arte; ahí están los llamados a paros nacionales, las exigencias de libertad para presos políticos, el retorno de exiliados. Cada reivindicación tuvo su panfleto. En ellos está, con mucho sarcasmo, el desprecio por la dictadura y sus cómplices.

Todo lo anterior hoy día se ve como algo primitivo y hasta risible; pero era así. Y el miedo era cosa seria cuando había que deshacerse de los papeles entintados que en los ensayos y pruebas de impresión no llegaron siquiera a ser panfletos. ¿Dónde ir a botar esa basura? Luego había que distribuir los panfletos recién impresos, entregarlos en paquetitos a diferentes personas –muchas veces desconocidas– que a su vez se los pasarían a otras que los lanzarían –quizás– en un “mitin relámpago”; o convertirían en cenizas o quedarían escondidos en algún lugar elegido por el miedo.

No faltaron, afortunadamente, quienes recogieron los volantes, los guardaron y conservaron, intuyendo el valor que tendrían a la hora de recordar, registrar y testimoniar. Para saber y contar. Pienso que los cambios y desarrollo de las tecnologías de información y las comunicaciones hacen de estos testimonios una curiosidad, algo increíble o inimaginable, para las generaciones del siglo XXI. A la vista tengo dos libros que en buena hora han rescatado la producción de panfletos bajo dictadura: Tinta, papel, ingenio. Panfletos políticos en Chile 1973-1990, de Francisca Valdebenito (Ocho Libros, 2010); Y lo hicimos caer! Historias de agitación política y panfletos de lucha contra la dictadura, de Myriam Pinto (Ediciones Radio Universidad de Chile, 2019). En ambos hay un rescate patrimonial de estos artefactos culturales (aparentemente desechables, de existencia efímera y conservación riesgosa) que, reunidos, adquieren un prestigio y un valor que había sido inadvertido, connotando un ánimo de resistencia y participación en la precariedad que, además del discurso explícito de las consignas o la imagen, son un discurso en sí mismos, tanto por su origen y producción como por su forma de distribución callejera. En ambos libros hay un énfasis comprensible en los volantes hechos en torno al plebiscito de 1988, donde el Sí y el No se disputaron también en las veredas con volantes gobiernistas y el panfleteo muchas veces espontáneo de quienes se expresaron para terminar con la dictadura.

Jorge Montealegre