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La casa del espía o la codicia de algunos empresarios chilenos

Por: Elisa Montesinos | Publicado: 15.10.2019
La casa del espía o la codicia de algunos empresarios chilenos lopez aliaga |
El último libro del escritor y guionista de teleseries Luis López Aliaga está inspirado en el crimen conocido como caso Rocha, en que el martillero y fundador de la Universidad Santo Tomás, Gerardo Rocha, asesinó por celos al amante de su esposa incendiando la casa en que este se encontraba. La casa del espía (Editorial Planeta) trata de celos y de cómo algunos empresarios se han hecho del poder empujados por la codicia. Presentamos un adelanto.

Mojado de pies a cabeza, con la corbata roja en la mano, Marcelo Moraga Villagra permanecía abstraído en un peluche que había en la vitrina interior de La mansión del espía. Con el pelo muy corto, perfectamente afeitado, Moraga conservaba, pese a todo, la actitud marcial de quien acaba de cumplir un servicio a la patria. Durante casi diez años perteneció a la 21a Compañía de Bomberos de Renca, hasta que hacía dos años había entrado a trabajar como chofer de Gerardo Rojas y desde entonces perdió todo interés por el fuego. De todos modos, con el instinto acerado por los años de servicio, reaccionó rápido al ver desde el auto las llamas. Dejó el Lexus pegado a la vereda, entró al local, dio instrucciones a su jefe y a Paravic para que se alejaran y él mismo llamó a la Bomba España, la compañía más cercana. 

Rojas, por supuesto, no le hizo caso. En vez de alejarse del fuego, llegó hasta la puerta misma de la oficina y, con la muleta derecha, fue indicando los lugares que creía debían ser atacados con prontitud. Resignado, Moraga se sacó la corbata, se remangó la camisa y obedeció a su jefe. El fuego se había focalizado en torno a la cocinilla, había escalado hasta el techo y, asomado por la puerta, dificultaba la entrada a la habitación. La envergadura física de Paravic le impedía ingresar, por lo que se limitó a gritarle a Moraga que tirara las cosas hacia la habitación de adelante. Moraga descubrió rápido que la cocinilla seguía expulsando gas por la conexión mal hecha de la manguera. Con un mango extensible de fierro que encontró sobre las cajas consiguió cortar el paso y controlar el fuego. Se había quemado el escritorio casi por completo, incluyendo el monitor de las cámaras de seguridad, además de un esquinero donde Paravic guardaba la papelería contable. La alfombra sintética había desaparecido casi sin dejar rastros y en el techo había quedado estampado un círculo de hollín negro. Cuando llegaron los bomberos se encontraron solo con rastros de lo ocurrido, aunque de todos modos entraron tirando agua a diestra y siniestra, y un chorro le llegó a Moraga por la espalda.

Ahora los bomberos removían con chuzos los muebles convertidos en brasas, lo remataban con más agua y dejaban en el aire un fuerte olor a azumagado. Moraga, por su parte, se había desentendido del asunto y, en la parte de adelante, miraba el peluche mientras balanceaba la corbata en la mano. Unos pasos más atrás, cerca de la cortina, Gerardo Rojas esperaba junto a Bruno Paravic que los bomberos salieran de la pieza interior. 

—Para Heráclito el fuego es el arjé… —comentó Rojas, con una de las muletas apoyada sobre una poza de agua. 

Paravic lo miró sin entender. Estaba aún exaltado, tratando de asimilar el momento. Le parecía una coyuntura bisagra, una de esas circunstancias en la que confluían fuerzas misteriosas que podían cambiar la vida para bien o para mal. Había perdido casi toda su ropa, pero se salvaron los trajes, el impermeable y el piyama gracias a que estaban en el baño; el afiche de James Bond, de manera inexplicable, salvó ileso. Todas señales que debía descifrar, pero sobre todo una: tenía al frente a un cliente de alta gama que, pese a sus dificultades para desplazarse, se había tomado la molestia de ayudarlo a sofocar el incendio y de esperar a que todo pasara. Porque eso era, un cliente, no había otra razón por la que Rojas pudiera estar ahí, aunque no haya tenido tiempo aún de explicarle.

—El origen —siguió Rojas—. El origen de las cosas. Nacimiento y destrucción.

El bombero que dirigía las maniobras se acercó a Rojas y le estiró un papel.

—Quedó como amago entonces. Tiene que firmar aquí…

Rojas lo miró a los ojos y sonrió.

—Él es el dueño —le indicó a Paravic con los labios.

El bombero le pasó el papel a Paravic.

—Tuvo suerte —le dijo—. No se puede cocinar en un espacio tan cerrado. 

Bruno se puso incómodo con el comentario del bombero. Le pareció que podía causarle una mala impresión a Rojas.

—Está bien —dijo—. Le diré al personal. 

Paravic firmó el papel y el bombero, junto a sus tres compañeros, se retiró chapoteando las botas sobre las pozas de agua que habían dejado. Moraga, en tanto, seguía con la mirada fija en el peluche de la vitrina. 

—Mañana hago los trámites con el seguro —dijo Bruno.

Mentía. No tenía seguro. Había dejado de pagarlo hacía un año y hacía cuatro meses le habían cancelado la póliza. Rojas observaba todo apoyado en sus muletas. Miraba con cierta fascinación hacia el techo, las vitrinas, el piso mojado. 

—Por suerte no le agarró la mercadería. ¿Son caras estas cosas? —preguntó. 

—Depende. ¿Qué tipo de implemento está buscando? 

—No, yo no ando buscando nada.

Bruno y Rojas se miraron a los ojos. Fue un momento intenso, la chispa de algo. Entonces Moraga interrumpió. 

—¡Ahí está! —soltó el chofer con una sonrisa; con el índice apuntaba hacia la vitrina—. La pillé.

Ni Bruno ni Rojas entendieron y se limitaron a girar el cuello lentamente hacia Moraga.

—En el ojo izquierdo. Ahí está la cámara —aclaró él, orgulloso. 

Rojas negó con la cabeza y retomó la conversación.

—Vine porque me dijeron que seguía ofreciendo sus servicios de espía —dijo.

—Agente de inteligencia —aclaró Paravic.

Rojas levantó el mentón y frunció el ceño. 

—Parece una sutileza, pero en esas sutilezas está la diferencia… —aclaró Bruno.

 

—El fuerte de mi negocio es la inteligencia. La tienda es un complemento. ¿Necesitas alguna asesoría?

—Puede ser —dijo Rojas y repitió—: puede ser.

Moraga seguía mirando el oso de peluche, pero ahora sin real interés. 

—Es feo que lo diga yo —Bruno entró con todo—, pero no hay en Chile alguien más capacitado en estas materias.

—Puede ser —dijo otra vez Rojas—. Pero ahora me voy. Buenas tardes.

Moraga lo escuchó y se puso alerta. Rojas le hizo un gesto con las cejas y él lo interpretó de inmediato: sin soltar la corbata metió los dedos en el bolsillo de su camisa y le estiró a Bruno una tarjeta de visita. Luego salió detrás de su jefe, que ya tenía la muleta derecha apoyada en la vereda. 

El detective, desconcertado, se quedó mirando la tarjeta.

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