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Opinión

Evade

Por: Rodolfo Fortunatti | Publicado: 19.10.2019
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¿Son hechos delictivos? No más que muchas de las acciones revolucionarias emprendidas por los próceres de la Independencia que, sin embargo, no los convierten en delincuentes ni cobran mayor relieve que su lucha por la justicia y la libertad. O, a una escala más modesta, no son más delictivos que varios de los testimonios en defensa de los derechos humanos, calificados como tales durante la dictadura y también durante la transición democrática. ¿Por qué fueron encarcelados sus autores, si no por considerárseles delincuentes?

Durante tres días consecutivos pudieron interrumpir la continuidad de los servicios de la red de metro. De entrada, la empresa inhabilitó las estaciones de las líneas uno y dos. Al tercer día clausuró todas las estaciones y dependencias del circuito metropolitano. Había recurrido a todos los medios a su haber para moderar los efectos del movimiento levantisco de los secundarios. Había incluso apelado al despliegue de efectivos policiales que, en algunos casos, fueron superados sin mayores incidentes por los piquetes de manifestantes y, en otros, respondieron excediendo el empleo de la fuerza.

Desde el punto de vista de su eficacia, la acción colectiva fue totalmente exitosa. Logró su objetivo, alterar la normalidad del transporte público hasta el punto de conseguir su paralización. No necesitó banderas, consignas ni fundamentos ideológicos que explicaran el sentido de la protesta social. Todo el mundo sabía por qué ocurría, todos entendían sus motivaciones, y todo ciudadano interconectado y comunicado contribuyó con sus propias razones a explicar el sentido de la protesta, sea para censurarla o para apoyarla.

Sin discurso y sin aliados

Ante este hecho objetivo, pulcro y expansivo, el obsoleto y desacreditado discurso sistémico quedó fuera de contexto. Sobre todo, quedó extemporáneo el relato del poder, que volvió a actuar en sintonía para criminalizar el comportamiento de los jóvenes. Para el Gobierno y el Fiscal Nacional los protagonistas de la protesta eran delincuentes, porque los suyos serían hechos delictivos que ameritarían la aplicación de la Ley de Seguridad del Estado.

¿En qué consistieron las acciones emprendidas por los estudiantes?

Se las puede ver en las imágenes difundidas por las redes sociales, las más usadas durante los largos desplazamientos urbanos en la locomoción colectiva. El comportamiento trasgresor consiste en cruzar las barreras de entrada de las estaciones de metro, saltando por encima de los torniquetes de acceso, o anulando los controles de apertura de las puertecillas de salida, a fin de permitir el ingreso de evasores.

Se trata de una acción masiva que requiere de cierta coordinación y dirección en el sitio del suceso, pero que, como lo han afirmado algunas vocerías estudiantiles, no tiene una planificación global, sino que responde a una adhesión espontánea. En la práctica, se trata de una masa crítica organizada —constituida primordialmente por mujeres centennials— que actúa eficientemente sobre una opinión pública altamente sensibilizada y favorable a la demanda social. El resto es obra del efecto mariposa que amplifica las sinergias invertidas y precipita el caos: trenes que sin previo aviso pasan de largo las estaciones; carabineros que cierran portones y desvían sin rumbo la locomoción colectiva de superficie; público sin servicio y sin orientación; diferentes autoridades opinando sobre lo que no saben; y medios de comunicación arriesgando hipótesis teórico-filosóficas acerca de la naturaleza de la movilización social.

¿Son hechos delictivos? No más que muchas de las acciones revolucionarias emprendidas por los próceres de la Independencia que, sin embargo, no los convierten en delincuentes ni cobran mayor relieve que su lucha por la justicia y la libertad. O, a una escala más modesta, no son más delictivos que varios de los testimonios en defensa de los derechos humanos, calificados como tales durante la dictadura y también durante la transición democrática. ¿Por qué fueron encarcelados sus autores, si no por considerárseles delincuentes?

El malestar de la cultura política

Pero esta disputa política no tiene importancia. No tiene sentido discutir este punto porque el argumento de la criminalización ha perdido relevancia frente a la pregunta sencilla que en forma elocuente nos responde la actual protesta social, a saber: ¿por qué un grupo de estudiantes puede paralizar el ferrocarril metropolitano —y al gobierno— y, además, concitar la complicidad y la adhesión de los ciudadanos?

Porque el acto, que no es visto como un hecho delictivo ni sus autores se ven a sí mismos como delincuentes, está socialmente legitimado, como las cacerolas que comienzan a hacer ruido en los barrios de la capital.

¿Y por qué se impone esta percepción colectiva acerca de la legitimidad del acto de evasión empleado aquí como herramienta de presión de la protesta social?

Primero, porque no es más que esto, una acción coyuntural, no consuetudinaria ni motivada por el propósito de evadir, sino por el objetivo general de llamar la atención pública sobre lo que está ocurriendo con el transporte urbano y con el país. ¿O alguien, además de la ministra Gloria Hutt, cree que quienes evadieron durante estos días no pagan regular y cotidianamente su boleto?

Segundo, porque el servicio de tren subterráneo, con cuya función pública se hacen gárgaras, opera como una empresa privada en un mercado desregulado, salvaje y abusivo que impone la tarifa que se le antoja, en el momento que se le antoja y con los argumentos artificiosos que se les vienen en mente a sus ejecutivos. ¿O es falso, acaso, que gran parte de las utilidades de la empresa va a subsidiar la compra de buses eléctricos adquiridos sin ningún protocolo de control democrático sobre sus oferentes, como podría serlo una licitación pública? ¿Piensan sus directivos que esto no lo sabe la ciudadanía que ha venido tolerando un mal transporte público desde hace doce años? ¿Se han subido alguna vez a un carro en horas punta? ¿Han cruzado Santiago de madrugada en metro? Si lo hubieran hecho, probablemente no darían las explicaciones que ofrecen, ni prometerían las penas del infierno con las que amenaza a los movilizados la ministra de Transportes.

La titular de la cartera ha advertido que podría incluso suspender derechos adquiridos por grupos de usuarios, como los descuentos aplicados a la tarifa. Y Juan Enrique Coeymans, presidente del Panel de Expertos del Transporte Público, ha declarado literalmente que «los estudiantes no tienen nada que alegar porque no se les ha subido nada; están utilizando políticamente esta cosa». ¿No tienen nada que alegar? Los estudiantes pagan 230 pesos por cada viaje, pero sus padres, que son quienes los sostienen y protegen, pagan 830 pesos en hora punta.

Louis de Grange, presidente de Metro, procurando agregar valor a la tesis de la criminalización, aporta la dimensión econométrica del problema. El ejecutivo calcula en 400 o 500 millones de pesos los daños ocasionados por las evasiones masivas. Pero ¿a quién importa discutir esta arista del debate? Desde luego, no a quienes protestan, porque semejantes costos forman parte de los riesgos esperados de la protesta. No a quienes viajan en metro, porque dichos montos representan granos de arena en las gigantescas dunas de utilidades generadas por una empresa que hasta ahora no consigue garantizar un buen servicio.

Por fin, Matías Walker, uno de los diputados paladines del control de identidad a menores, reconviene a los jóvenes manifestantes, diciéndoles que la desobediencia civil es legítima en dictadura, no en democracia. Y entonces el fantasma de Henry David Thoreau, el filósofo estadounidense que, a la par de Marx y Engels, los autores de El Manifiesto Comunista, publicaba a mediados de diecinueve Sobre la Desobediencia Civil, salta a las páginas de nuestro presente, pero solo para recordarnos que siempre una parte inédita del pasado pugna por hacer valer sus derechos.

Rodolfo Fortunatti