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Crónica: ¿De qué sirve un toque de queda cuando ya nos quitaron hasta el miedo?

Por: Diego Alonso Bravo C. | Publicado: 22.10.2019
Crónica: ¿De qué sirve un toque de queda cuando ya nos quitaron hasta el miedo? Fuente: Agencia Uno. | Fuente: Agencia Uno.
Sin ningún transporte público que le fuera útil, un periodista de El Desconcierto recorrió distintas manifestaciones en Santiago a pie, en un recorrido que fue desde Providencia hasta San Joaquín. Algunas imágenes quedaron registradas en las historias de nuestra cuenta en Instagram, el relato detrás de cada una de esos momentos los publica acá.

Me escribió un amigo chileno desde Europa. Le era difícil de creer. Fue directo, preciso: “¿Sabes quiénes son los que han muerto estos días?”. No supe responderle. Sabía que eran 10 u 11 en la Región Metropolitana; más o menos 15 en el país; que algunos habían muertos en incendios, otros por shocks eléctricos; otros por balas disparadas por las fuerzas de orden. “¿Y sabes quiénes son, sus nombres?”. No, no sabía. Me excusé que estaba pasando todo, mucho, todo el día. De hecho, le respondí mientras caminaba a TVN. Habían dicho que la protesta en Plaza Italia o en Salvador se iba a mover hacía allá. Era el mediodía y esas personas fallecidas se habían transformado en otro número más para el gobierno.

13:30

Por la Plaza a la Aviación se sentía el olor a lacrimógena mezclado con el agua de la fuente. La gente caminaba en la calle como si fuera un carnaval: vestidos con disfraces, algunos entero de blanco, otros del superhéroe de moda. Era como si no creyeran en los que murieron, o a los que mataron. Era como una revolución bonita, pero las revoluciones no son bonitas.

Afuera de los estudios de Televisión Nacional de Chile (TVN) a esa hora habían entre 100 y 200 personas. Las rejas estaban cerradas, las puertas del interior también. Cuatro militares caminaban dispersos en las escaleras. La gente les exigía que se devolvieran a los cuarteles, les recriminaba que eran asesinos, que todas esas balas que habían disparado alguna vez se iban a devolver. A veces, los mismos militares cambiaban la culata del fusil por el celular: tomaban una foto o un video que era decorado con incontables hoyudos. 

Un poco más hacia el oriente, un grupo de 20 carabineros miraba paciente, como esperando a que alguien golpeara la reja, rompiera la cadena, entrara y se tomara todo el edificio. 

“Sa-quen las cámaras”, gritaba la masa. Una mujer levanta una hoja: “LA TV MIENTE”. Habían pegado carteles que decían “SE BUSCA”, con la cara del Presidente Sebastián Piñera. Otra, en un cartón: “Felipe sentiría vergüenza”. Y es que sabemos a qué Felipe se refería. 

El grupo crecía a 200, 300 personas, y bajaba a 150, 100. Algunos caminaban hacia los otros canales sin resultados: los militares habían cercado el perímetro y restringido el acceso a todo aquel que siquiera pensara en llegar a hacer algún ruido con alguna cacerola afuera de canal 13. Por cierto, a esa hora, y a esa altura, las cortinas metálicas del edificio ya estaban puestas.

La rabia se justificaba porque el trato que han tenido los medios, dicen, se ha centrado en las vandalizaciones hacia los supermercardos, en la estigmatización de los que protestan, en el reducir el descontento a $30 pesos en el alza del pasaje del metro. 

Entre gritos y cacerolas, a veces aparecía alguien con un cartel: “APAGA LA TV”.

16:30

Afuera de TVN dijeron: “¡Vamos al Costanera!”. El símbolo del progreso; la palmera de ese oasis al que se refirió el Presidente Piñera. Después escuché en la radio que había un grupo caminando hacia la Escuela Militar, el nido de esta violencia. Dicen que hay tanques o tanquetas. ¿Qué tiene que pasar por la cabeza de alguien para disparar o si quiera atropellar con una tanqueta a un grupo de personas con ollas, sartenes y cucharas de palo? ¿Qué guerra tan desigual es esta?

Intenté interceptarlos en el Costanera. Solo habían tanquetas, camiones con militares, carabineros que no eran de las fuerzas especiales pero se vestían como ellos, y un grupo de policías de investigaciones con barbas, tatuajes, poleras y rifles apuntando al suelo.

Bajé por Providencia. Ya no estaban pasando micros. Los paraderos se veían atochados. Algunos grupos caminaban hacia el poniente haciendo dedo. Vi a más de alguno subirse. Tantos otros más caminaban al oriente.

Caminar: andar de un lugar a otro. Se hace con mayor frecuencia cuando se decreta toque de queda en alguna región del país; y más cuando se avisa con pocas horas de anticipación.

En Salvador seguía la protesta carnaval, esa que no consideraba los muertos, la de la revolución linda. Un grupo de personas se instaló en el segundo piso de uno de los departamentos de allí con un bajo, una guitarra y unos parlantes, y comenzaron a tocar cumbias. La gente sonreía, bailaba y grababa con el celular. Pero más allá, en la esquina de calle Condel, el escenario era distinto.

Se sentía el olor a gas lacrimógeno; habían vestigios de barricadas; el humo negro que salía de las cenizas se mezclaba con el que tiraba el carro lanzagases de Carabineros. Habían militares, los gritos eran los mismos: que eran traidores, que las balas se iban a devolver, que se fueran a los cuarteles, que si acaso les gustaba vivir bajo órdenes constantes.

De pronto un chorro tímido del carro lanzaagua de Carabineros dispersó a las 300 o 400 personas que increpaban a los militares. Tras el agua, el gas: bombas pequeñas caían del cielo y los manifestantes las pateaban y los carabineros las pateaban de vuelta y así hasta que un carro lanzagas apareció de poniente a oriente por la calle sur e intoxicó a los que lo rodeaban.

Después vinieron las balas.

18:30

La multitud se dispersó. Algunos fueron al norte, hacia el Mapocho; otros al poniente, hacia Plaza Italia. Fui de los segundos. Pero fue un error. Desde ahí, frente a las ruinas del primer piso de la Torre Telefónica, el gas lacrimógeno se mezclaba con el humo negro del cartel incendiado frente a la pizzería. Muchas lágrimas involuntarias para un día nublado a la fuerza. Pero corrí hacia el monumento al general Baquedano. Y en eso que me acercaba se escuchaban garabatos a carabineros, gritos contra el sistema, contra Piñera, contra los militares; sirenas y disparos, disparos y sirenas. Disparos y gritos porque disparaban desde enfrente del teatro de la Universidad de Chile. No alcancé a pensar qué hacer cuando vi a un hombre sin polera llenársele el buzo gris con pequeños círculos de sangre. Dejó su pierna derecha quieta, bajó al poco pasto que hay ahí y se retorció de dolor. Nos acercamos cinco, seis personas. Le bajaron los pantalones: tres, cuatro, cinco hoyuelos rojos y profundos que transformaban su cara en una masa de arrugas. Apretaba los dientes, movía la cabeza hacia arriba, hacia abajo, con la pierna quieta, con la gente sin saber bien qué hacer, con el sonido incesantes de los disparos. Y yo no podía hacer nada. Así que seguí hacia el cartel quemado. Seguían sonando las sirenas, los disparos, los gritos, la gente, el llanto. Caminé por la Alameda hasta la tienda de comida rápida: estaban atrincherados. Carabineros y manifestantes. Vi a los de verde dispararles al cuerpo, no al cielo; vi a los de civil hacer llover piedras. Habían silencios pequeños, microsegundos que tensaban la violencia. Y corrí. Corrí hasta el toque de queda.

20:00

Portugal esquina Alameda. A un lado, la Universidad Católica; al otro, un bar. Entre ambos, piedras y agua. Los restos de un desastre. Pero había una misión: un mensaje que se viralizó por WhatsApp invitaba a todos a poner a todo volumen “El derecho de vivir en paz”, de Víctor Jara, justo a las 20:00, hora de inicio del toque.

Portugal, rodeado de edificios antiguos y nuevos hasta Avenida Matta, era la mezcla entre la voz del dramaturgo y las cacerolas. El toque había empezado, pero eran tantos a los que no les importaba, que incluso parecía difícil de creer que hubiera empezado ya.

Portugal esquina curicó. En medio, una barricada. Desde una esquina, Víctor Jara; en la otra, afuera de la ex Posta Central, hombres y mujeres comían garbanzos entregados por algunos bienintencionados. De fondo, el atardecer púrpura.

Y el sonido se repetía hasta Avenida Matta. Víctor Jara y las cacerolas. Solo faltaba el miedo, que nunca llegó.

21:00

Jorge Espinoza, me dijo que se llamaba. Voy donde una tía, porque no llego a mi casa. ¿De dónde viene caminando? De Kennedy con Manquehue. ¿Y a qué hora salió? A las cinco. ¿Cuánto se demoró hasta aquí, Jorge? Cuatro horas y media. ¿Y adónde va? A Departamental. Yo también, ¿a qué parte? A Pedro Aguirre cerda, pero me voy a quedar donde acá en General Gana. Está al lado, le dije antes de distraerme en calle Victoria: vi cuatro barricadas, vi gente caceroleando; escuchaban “El pueblo unido”. Me acerqué y grabé. Tampoco había miedo. Y seguí hasta llegar a la 50a Comisaría de San Joaquín: esa extraña idea que alguien había tenido una vez para detener la delincuencia en La Legua. Está frente al estadio Arturo Vidal. Días antes, mientras conseguía el salvoconducto, nos entraron a la fila de siete u ocho personas que esperábamos afuera porque los manifestantes habían apuntado con un rifle al portón.

En calle Las Industrias, frente a la comisaría, habían tres autos quemados. Más allá, más cerca de La Legua real, habían dos barricadas. Y siguiendo por Las Industrias, más barricadas.

En una esquina una señora peleaba con unos vecinos por la barricada que habían prendido tan cerca de una bencinera. Que qué peligroso era eso, que viniera a apagarlo Piñera le respondían.

En Departamental con Las Industrias estaban enfrentados los manifestantes con Carabineros y la PDI. Justo estaban subiendo a una van a dos personas; otras tantas habían salido corriendo. La gente seguía en las calles.

¿De qué sirve un toque de queda así, cuando ya nos quitaron hasta el miedo?

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