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Opinión

Canal 13, TVN, Mega, CHV: Festival de irreflexividad

Por: Rafael Alvear | Publicado: 24.10.2019
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Cuando las imágenes solo transportan una versión unidimensional de lo que está pasando; cuando el registro del sentir de los actores se reduce al pensar de los personeros políticos involucrados en los problemas que hoy explotan –como jueces y partes–; cuando el análisis sociopolítico se circunscribe a la opinión de periodistas que, además de su carencia formativa en la materia, son en muchos casos insignes “rostros comerciales” de centrales hidroeléctricas, de tiendas de ropa, de supermercados, de farmacias coludidas, etc.; cuando todas estas circunstancias se reproducen de manera irreflexiva y constante, el operar de los medios de televisión no solo contribuye entonces a generar una imagen distorsionada de la realidad, sino que además –y más grave aún– a exacerbar los ánimos y el descontento de la gente que hoy se pronuncia marchando.

En un artículo de 1957, Helmut Schelsky formulaba una interrogante que resulta del todo importante para la situación que tiene en vilo al país: ¿La reflexión permanente es institucionalizable? Si bien Schelsky planteó esta pregunta buscando problematizar cuestiones ligadas a la religión, hoy día nos lleva necesariamente a transportarla a nuestro álgido contexto actual. Por cierto, que la pregunta antes mencionada puede ser extendida en primera instancia hacia la institucionalidad política, toda vez que su sostenida falta de reflexividad ha terminado por llevar a los militares a la calle –institución por definición no-deliberante– y a sostener por parte del jefe de Estado que estamos en una guerra contra un “enemigo poderoso”. La obvia e imprudente irreflexividad del discurso de gobierno ha sido materia de discusión en diversas columnas. No se pretende aquí profundizar en la materia. En lo que más bien pretende detenerse esta reflexión, es en un actor más activo de lo que suele suponerse a primera vista y que ha demostrado una evidente falta de racionalidad para procesar los acontecimientos presentes, a saber: los medios de comunicación y, más específicamente, los medios de prensa de televisión. La irreflexividad a la que se alude, tiene que ver sobre todo con 3 aspectos:

Primero, la excesiva concentración en las imágenes de saqueos, defensa territorial y destrozo de inmobiliario privado/público. La exposición de tales hechos de violencia es ciertamente necesaria en la comunicación del escenario político-social. Sin embargo, la unidimensional transmisión de estas circunstancias ha conformado una imagen monotemática que tiende –ya sea por consecuencia imprevisible u objetivo buscado– a ocultar las innumerables protestas pacíficas que han tenido lugar en la diversidad de comunas de la capital y otras regiones –muchas veces distanciadas unas de otras por solo algunas cuadras. El volcamiento pacífico de la población a las calles del barrio –fenómeno que puede constatarse en lugares del estrato social más diverso– queda borrado de la imagen televisiva. Las estaciones de televisión se han concentrado en entregar las imágenes que generan mayor impacto mediático, transportando una cuestión resueltamente esquizofrénica. Si bien quienes han acudido a los cacerolazos vuelven a sus casas con una sensación de involucramiento y responsabilidad por el país, al prender la televisión se les da a entender subliminalmente que están contribuyendo con su mera destrucción. La construcción televisiva de la realidad, a pesar de tener el contrapeso de las redes sociales y el internet, sigue siendo preponderante.

Segundo, la mencionada monotonía en la cobertura “cronista” de informaciones solo se ha visto interrumpida por mensajes publicitarios y contados espacios de conversación, en su mayoría con personeros políticos. Es evidente la relevancia que supone escuchar a la clase dirigente del país, sobre todo al gobierno y a los líderes de la oposición. No obstante lo anterior, sin perjuicio de la importancia de tales actores políticos, al constatar su responsabilidad y sordera respecto de los acontecimientos señalados –sordera que se sigue percibiendo en la última propuesta de agenda social–, ¿por qué no abrir el debate para actores ajenos a la institucionalidad tradicional? ¿Cuál es la razón de sobre-representar la opinión de parlamentarios, presidentes de partidos políticos o personeros de gobierno? Claro que es razonable escuchar a los actores de la clase política, pero reducir el debate a ella contribuye solamente a exacerbar aún más el descontento. ¿Qué deben pensar aquellos que protestan cuando quienes realizan el análisis han contribuido decisivamente para producir el momento actual? ¿Qué han de reflexionar los televidentes en sus casas cuando el Presidente o el Ministro del Interior persisten en la tesis de la guerra interna?

Tercero, la visible limitación de la prensa televisiva a transmitir en vivo los diversos hechos de destrozos registrados en el país, interrumpidos de vez en cuando, como se ha dicho, por mensajes publicitarios y palabras de actores políticos tradicionales, ha cercenado con ello toda posible y sistemática problematización de lo que está ocurriendo sociopolíticamente en el país. La forma de transmitir información de los canales de televisión abierta se ha reducido a un relato cronista de hechos de violencia que, además de no ser representativos del hilo conductor del descontento, permanecen en una superficialidad imprudente. Así, es posible escuchar una serie de juicios rápidos de periodistas que, a pesar de su destacada trayectoria en el mundo de los medios, carecen del conocimiento necesario para ofrecer un análisis más complejo del acontecer actual. En innumerables momentos es posible escuchar términos como “tejido social”, “violencia”, “protesta”, “contrato social”, “entramado”, etc. Y, entonces, ¿por qué no mejor invitar, por ejemplo, a premios nacionales de historia o de humanidades a ofrecer su punto de vista al respecto? ¿No habrá algún especialista sobre la materia? Claro que toda las opiniones son valiosas, pero reducir el análisis de un programa de televisión que llega a toda la población a un análisis superficial de la realidad sólo parece contribuir a la falta de reflexividad antes señalada.

Por todo lo anterior, se hace necesario que los canales de televisión asuman su tarea de difundir, pero también de contribuir a la discusión y reflexión colectiva de lo que está sucediendo en el país. Si hay algo que nos enseñan las ciencias sociales es que la complejidad del mundo no se deja aprehender por visiones simplistas. Cuando las imágenes solo transportan una versión unidimensional de lo que está pasando; cuando el registro del sentir de los actores se reduce al pensar de los personeros políticos involucrados en los problemas que hoy explotan –como jueces y partes–; cuando el análisis sociopolítico se circunscribe a la opinión de periodistas que, además de su carencia formativa en la materia, son en muchos casos insignes “rostros comerciales” de centrales hidroeléctricas, de tiendas de ropa, de supermercados, de farmacias coludidas, etc.; cuando todas estas circunstancias se reproducen de manera irreflexiva y constante, el operar de los medios de televisión no solo contribuye entonces a generar una imagen distorsionada de la realidad, sino que además –y más grave aún– a exacerbar los ánimos y el descontento de la gente que hoy se pronuncia marchando. La visita de algunos manifestantes a algunos canales de televisión para protestar por su cobertura comunicacional es solo una muestra más de aquello.

Un famoso cantante nacional afirmó alguna vez en el Festival de Viña del Mar que los medios de prensa suelen estar felices con las guerras y este tipo de circunstancias, porque las noticias abundan –tal como hemos podido presenciar desde el viernes en la tarde. El rating está asegurado. Pero si esto es así, ¿por qué quedarse solamente con las imágenes de violencia delictual y no profundizar en las mayoritarias protestas pacíficas que se extienden por todo el país? ¿Tenemos que entender dicha cuestión como un error o una decisión editorial? Si hay algo que, sin embargo, debiesen tener claro quienes lideran las transmisiones de televisión, es que la comunicación no sólo transmite, sino que construye realidad. De ahí que el rol de los medios en la formación de la opinión pública y social, no solo suponga un desafío técnico de transmisión informativa, sino que ético-político de fiabilidad frente a su público. Esto solo es posible superando la irreflexividad de lo “inmediato”. Hace más de 30 años, diarios como La Segunda titulaban sus periódicos con informaciones falsas ciertamente escandalosas y reprobadas por la mayoría de periodistas en la actualidad. Sin embargo, lo que no deben olvidar es que el daño a la democracia no se consuma solamente encubriendo asesinatos, sino también volviendo mayoritario aquello que es minoritario y minoritario lo que es evidentemente mayoría; esto es, en otras palabras: generando violencia comunicativa.

Rafael Alvear