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El Segundo Tiempo de la Excepción

Por: Rodrigo Karmy Bolton | Publicado: 31.10.2019
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La pregunta estratégica y política que planteamos para este segundo tiempo de la excepción puede ser similar–aunque nunca igual- a la que se hubo planteado desde principios de 1990 cuando se pone en funcionamiento la gobernanza neoliberal: ¿cómo enfrentar a un “soft power” que promete Blumel y no Chadwick? En otros términos, ¿cómo destituir al dispositivo de la gubernamentalidad neoliberal y su capitalismo intensivo? En 1990 esa pregunta parecía imposible: el relato del “fin de la historia” (que implicó la renovación de los socialismos y la caída del Muro de Berlín) constituían una trama que identificaba “neoliberalismo” y “democracia” sin fisura alguna.

Las últimas dos semanas condensaron velozmente los últimos 46 años de la historia de Chile: la declaración del Estado de Excepción Constitucional y la semana que sobrevino con militares y policías en las calles reprimiendo las protestas despertó el fantasma de la dictadura; el cambio de gabinete con un perfil “liberal” y el ministro Blumel a la cabeza, evoca al fantasma de la transición.

Una repetición que tiene algo de siniestrada y cuya réplica no puede reproducir exactamente como antaño. No obstante los esfuerzos del gobierno, del gran partido neoliberal y de la oligarquía militar-empresarial, por volver a la “normalidad” –es decir, a las formas de democracia cupular características de la gobernanza neoliberal desplegadas desde 1990- la repetición trae consigo una falla: no toda “copia” puede ser “feliz” y calzar con el “Edén”. Las últimas dos semanas repiten 46 años de historia reciente pero en versión comedia: los personajes son los mismos (tal como lo dijo Jorge Gonzáles en una entrevista a BBC mundo), pero su poder se identifica a máscaras carcomidas que, poco a poco, comienzan a abandonar exponiendo el vacío que les atraviesa, el punto cero de su poder.  

Militares y policías matando a mansalva, pero sin el terror que paralizaba a los cuerpos de los insurrectos, un gobierno aplicando la bota “excepcional”, pero con la totalidad de un país tomado por la protesta popular. La repetición del repertorio “guzmaniano” expone, sin embargo, una grieta: las protestas sin descanso que se han desatado desde la dictadura hasta la actualidad, en sus idas y venidas, en sus silenciosos o esporádicos clamores, no han pasado en vano. La máquina guzmaniana ha dejado expuesta su nada: nada ni nadie hay detrás de ella, sino tan sólo la performatividad de su operación que, sin embargo, tropieza y funciona parcialmente, gracias a los (contra) golpes propinados por la asonada popular.

La pregunta estratégica y política que planteamos para este segundo tiempo de la excepción puede ser similar–aunque nunca igual- a la que se hubo planteado desde principios de 1990 cuando se pone en funcionamiento la gobernanza neoliberal:  ¿cómo enfrentar a un “soft power” que promete Blumel y no Chadwick? En otros términos, ¿cómo destituir al dispositivo de la gubernamentalidad neoliberal y su capitalismo intensivo? En 1990 esa pregunta parecía imposible: el relato del “fin de la historia” (que implicó la renovación de los socialismos y la caída del Muro de Berlín) constituían una trama que identificaba “neoliberalismo” y “democracia” sin fisura alguna.

Pero en 2019 las cosas se han vuelto levemente diferentes, al punto que el segundo tiempo de la excepción es incapaz de replicar simplemente al otrora momento transicional: en vez de una identificación entre “neoliberalismo” y “democracia”, tal y como prometía el discurso del “fin de la historia”, experimentamos un abismo radical entre ambos, al extremo de que hemos visto cómo la razón neoliberal impidió sistemática y radicalmente cualquier posibilidad de democracia para terminar catalizando la “emergencia” de una oligarquía financiera global que, prácticamente, ha intentado despojar completamente a los pueblos de su posibilidad de hacer mundo, de vivir en común.

Al ser parcial, toda repetición trae consigo la posibilidad de creación: no es sólo el trauma el que se reproduce, también las grietas que, eventualmente, se ensanchan. Los cánticos en las marchas vitorean a “Los prisioneros”, “Víctor Jara” y otros tantos, son el modo en que la potencia popular se deja cruzar por una temporalidad diversa a la temporalidad neoliberal, a partir de la cual, un pasado nunca sido ingresa intempestivamente al reducto del presente.

La potencia popular enfrenta el trauma de la dictadura, cantando, vitoreando, recordando a los mártires que han catalizado las luchas del pasado y cuya intensidad prometen un porvenir: la potencia ha desafiado al miedo, y ha dicho: “Chile despertó”. El trauma ha iniciado su destitución, gracias a la conexión –esa telepatía sensible que funciona en todos los procesos de insurrección- de la multitud con su pasado, al que accede no con una sesión de psicoanálisis ni con una enseñanza erudita (filosófica, historiográfica o moral), sino tan sólo con irrumpir en asambleas y sus múltiples agenciamientos. La convergencia –conexión- de diferentes movimientos estalló el 18 de octubre, sobreviniendo desde los subterráneos de la ciudad hasta sus más altas cordilleras. La destitución de las jerarquías ha comenzado, su potencia igualitaria no parece tener fin.

En medio de los avatares de la explotación capitalista contemporánea, la gente suele decir “no tengo tiempo”. Sólo los muertos no tienen tiempo. En cambio, vivir es ya experimentar el tiempo, en sus múltiples facetas. Más aún, vivir es experimentar la historicidad de la existencia, lugar en el que se anuda la materialidad de lo posible. La revuelta popular que se ha tomado al país –esta verdadera toma del pueblo- nos ha regalado tiempo y nos exige “paciencia en la acción” –como diría el filósofo Jordi Carmona- en la que se pone en juego la intensidad del pensamiento. La reunión en la plaza, en los cabildos, la conversación en las diversas instituciones, en las micros o el Metro expresa el instante en que el pueblo piensa. Porque no otra cosa es una revuelta: la suspensión del “tiempo histórico” en el que los pueblos piensan su presente.

Nada más que vida para pensar el abismo en el que vivimos, la grieta en la que alojamos. Porque si algo define a una revuelta es precisamente su capacidad de suspender el “trabajo muerto” y ofrecer a la vida otro comienzo. No se sabe –y nadie podrá saberlo- qué vendrá. Pero sí sabemos lo que no durará: la máquina guzmaniana ha sido herida de muerte. Su agonía será duradera, podrá llevar los nombres de “normalización”, “agenda social” o, como lo soñó Piñera, “segunda transición” y su estrategia se orientará no sólo a dividir al movimiento “pacífico” del “violento” y despotenciar así la reivindicación democrática, sino a separar la táctica alianza entre capas medias y populares que han osado desobedecer al Pacto Oligárquico instaurado desde el Golpe de Estado de 1973.

Posiblemente operará la criminalización serial e individualizante de la potencia popular y el perfil joven y liberal del nuevo gabinete intentará subjetivar a la “clase media” para que vuelva a “comprar” y sacrificarse por sí misma (el “emprendimiento” como discurso). ¿Y qué pasará con las violaciones a los DDHH acontecidas en el instante “dictatorial” de Piñera, pero también, durante su momento “transicional” en el que las fuerzas policiales han mantenido su violencia? ¿Se cortará el hilo por lo más delgado? ¿O los informes de DDHH proveídos por los organismos internacionales podrán identificar una racionalidad por parte del Estado para aplastar las protestas? ¿Podremos acusar constitucionalmente a Chadwick y, a su vez, a los altos mandos militares y policiales que desencadenaron la cacería desatada por el pasado 18 de Octubre? ¿No sería exigible una Comisión de Verdad y Justicia para la “democracia”? La máquina guzmaniana se defenderá con todo el repertorio conocido que hoy repite con un inexorable agujero de fondo.

La burguesía tiene espacio aún para ejercer su poder, tiene campo para prometer incluso una “Nueva Constitución” si ello garantiza a un nuevo Pacto Oligárquico en el que su capital pueda quedar a resguardo. En este escenario, atender la grieta que porta la máquina guzmaniana seguirá siendo la clave para un futuro posible. En ella se aloja la imaginación popular que ha sido capaz de interrumpir el funcionamiento de la máquina en determinados momentos.

La clave de la estrategia política venidera para este tiempo “transicional”, quizás, se condense en una sola afirmación: “no tenemos miedo”. Porque la transición política desplegada desde 1990 implicó la producción de miedo: que los militares podían volver o que los empresarios huir. Pero el “no tenemos miedo” resiste a dicho programa y posibilita sostener la potencia popular más allá del repertorio conocido con el que ha funcionado la máquina guzmaniana. Sin embargo, ello no trae de suyo la victoria. Habrá que trabajar fuertemente para constituir otro orden e impedir que la oligarquía financiera se adelante y establezca un nuevo Pacto Oligárquico que simplemente profundice, de otro modo, la “larga violencia” –decía Guadalupe Santa Cruz- del Reyno de Chile.

Rodrigo Karmy Bolton