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¿No lo vimos venir?: Una nueva Izquierda para un nuevo Pueblo

Por: Julio Pinto y Carlos Ruiz | Publicado: 31.10.2019
¿No lo vimos venir?: Una nueva Izquierda para un nuevo Pueblo masotto 3 | Foto: Andrés Masotto
El actual estallido como todas las protestas y movilizaciones anteriores dejan en claro que el malestar social y el repudio al neoliberalismo no tienen por qué ser patrimonio exclusivo de los sectores materialmente más golpeados por él. Hay otras actorías, otras identidades y otras luchas que no se remiten prioritariamente a la estructura de clases ni a la explotación económica, sino a referencias étnico-culturales, relaciones de género, reivindicaciones territoriales y defensa medioambiental. Obviamente, una nueva propuesta izquierdista debe también incorporar esas demandas, como en alguna medida ya lo ha venido haciendo.

Es verdad que no supimos cuándo pasaría, ni a partir de qué.  Tampoco nos imaginamos la rapidez con la que se propagaría, ni la masividad que llegó a alcanzar.  Pero las condiciones para un estallido social estaban claramente presentes desde hace mucho tiempo: en la sociedad fracturada y desprotegida que emergió de la dictadura, y que los gobiernos posteriores no han podido o no han querido reparar.  En la pérdida o la mercantilización de los derechos sociales. En el fomento de la atomización social y del desentenderse de los demás.  En la desconexión entre la política y la sociedad, y la claudicación por parte de la primera de representar y resolver las demandas de la segunda. En la soberbia indignante de la riqueza y del poder.

Nada de eso es nuevo. Se viene analizando, exponiendo y denunciando por décadas. Y tampoco han faltado las expresiones de rebeldía que lo han puesto sobre el tapete una y otra vez, cobrando cada vez más masividad: el movimiento mapuche, las diversas y sucesivas encarnaciones de la protesta estudiantil, los distintos brotes de descontento laboral, el Movimiento No Más AFP, la Ola Feminista. La diferencia cualitativa de este último estallido es la convergencia simultánea de todas esas demandas y todas esas iras, y la constatación de que ellas no solo dan cuenta de intereses sectoriales, sino que abarcan un espectro social mucho más amplio y transversal. Un espectro social que no solo refleja el sentir de los más directamente golpeados por el funcionamiento del modelo económico, sino también de esas emergentes pero todavía muy precarizadas “clases medias” en las que la derecha venía buscando su principal base de legitimación. La magnitud y potencia de la indignación echa por tierra la imagen del “oasis” de conformismo y autocomplacencia que hace tan pocos días proclamara el Presidente Piñera, y que no puede dejar de recordar “la isla de paz” de la que también en su momento se vanaglorió la Dictadora, al mismo tiempo que reprimía y hambreaba a la población. Y tal vez pone sobre el tapete una posibilidad concreta, esa sí impensada en su viabilidad política si no en su legitimidad moral, de cuestionar en serio las bases del sistema neoliberal que nos rige.

Porque si algo nos viene a demostrar el Estallido de Octubre es que la sociedad no estaba tan inmovilizada y adormecida como creíamos por la parálisis política y el opio consumista, por el agobio de los poderes fácticos y sus discursos sobre el emprendimiento y el éxito individual medido en pesos.  Por eso no es exagerado hablar, ahora sí, de un “despertar de la sociedad”. Pero lo que no podemos rehuir es que todavía estamos en presencia de una sociedad fragmentada, que claramente busca espacios de convergencia, que añora la reconstitución del tejido social, que podría llegar a aglutinarse en un actor verdaderamente colectivo, pero que todavía resiente ese aflojamiento de los lazos comunes que se ha venido promoviendo sistemáticamente desde la dictadura. Poco ayuda en ese sentido la elitización de la política, igualmente deliberada y funcional al sistema, pero que en una coyuntura como la actual nos enfrenta a la enorme dificultad de coordinar y encauzar una energía social que es indudablemente gigantesca, pero que sin algún grado de articulación corre el riesgo objetivo de disiparse.  Dicho de otra forma: si lo que está ocurriendo por estos días es la constitución de un “nuevo pueblo”, lo que aún queda por visualizar es la argamasa que unificará a ese pueblo y su multiplicidad de demandas paralelas en una voluntad común, capaz de actuar de manera coordinada e impulsar los cambios estructurales que ese pueblo requiere y exige.

Quien asumió históricamente ese papel fue la izquierda, y es de ella de quien se esperaría que lo volviera a asumir en esta desafiante coyuntura. El problema es que no queda claro, hoy por hoy, que la izquierda “realmente existente” esté en condiciones de retomar esa misión histórica, o incluso de recoger adecuadamente el descontento y las demandas sociales que el Estallido de Octubre ha puesto en la agenda. Los partidos de izquierda, incluso de esa nueva izquierda surgida del movimiento estudiantil, no son ajenos a la desconexión que aqueja a la “clase política” en su conjunto. Este fenómeno se hace particularmente manifiesto en lo tocante al mundo popular, base histórica y sujeto central de los proyectos de sociedad vehiculizados por ese sector político. La izquierda actual no ha logrado echar raíces en ese mundo, al que tampoco queda claro que conozca muy bien en su actual configuración.

Naturalmente, los profundos cambios experimentados por nuestro país a partir de la dictadura también se han hecho manifiestos en las clases más pobres, que ya no son las mismas, ni responden a los mismos estímulos, que en tiempos de los Frentes Populares y la Unidad Popular. Cualquier propuesta política que pretenda convocar y encarnar las necesidades de esos actores debe partir por dar cuenta de lo que actualmente son, de lo que demandan, y de lo que sueñan.

Por otra parte, tanto el actual estallido como todas las protestas y movilizaciones anteriores dejan en claro que el malestar social y el repudio al neoliberalismo no tienen por qué ser patrimonio exclusivo de los sectores materialmente más golpeados por él. Hay otras actorías, otras identidades y otras luchas que no se remiten prioritariamente a la estructura de clases ni a la explotación económica, sino a referencias étnico-culturales, relaciones de género, reivindicaciones territoriales y defensa medioambiental.  Obviamente, una nueva propuesta izquierdista debe también incorporar esas demandas, como en alguna medida ya lo ha venido haciendo. De igual forma, debe incorporar a esas “nuevas” clases medias que por mucho tiempo se han pensado preferencialmente seducidas por el patrón consumista y los llamados al emprendimiento, pero que ahora también se han hecho parte de la desafección política y la rebeldía social. También a ellas hay que conocerlas mejor en sus realidades, angustias y proyecciones, porque ellas también son parte de ese “nuevo pueblo” en construcción.

Lo que se necesita entonces es una nueva izquierda para ese nuevo pueblo. Una izquierda que parta, como debe ser, de una caracterización precisa y actualizada de un cuerpo social que ha cambiado mucho en las últimas décadas, y que a partir de allí estructure un programa que efectivamente recoja las necesidades y los sentires de ese nuevo pueblo. Solo en la medida en que lo logre, ese nuevo pueblo se apropiará de dicho programa, lo hará parte de sus vidas, y se comprometerá con su realización, como en su momento lo hizo con el programa de la Unidad Popular. Por lo visto durante estos días, ese programa podría incluir como mínimo una revalorización de los derechos humanos fundamentales, tan flagrantemente transgredidos por un gobierno que se decía parte de una nueva derecha que jamás repetiría las atrocidades de la dictadura. Debería incluir también una recuperación de todos los derechos sociales (a la educación, a la salud, a la vivienda, a pensiones dignas, al acceso a bienes fundamentales como el agua, a vivir en un ambiente libre de contaminación, etc.) que este modelo ha transformado en mercancías. Debería incluir el ejercicio de la soberanía de todas las personas sobre sus propias vidas, lo que conlleva hacerse parte, mediante el restablecimiento de una verdadera praxis democrática, de los procesos de toma de decisiones actualmente hipotecados a una visión tecnocrática de la política. Y debería incluir, finalmente, la restitución de una noción de sociedad como espacio de convivencia y protagonismos compartidos de todas y todos sus integrantes, concebidos no como átomos que compiten entre sí por alcanzar fines particulares, sino como partes de un colectivo que vive y crece en conjunto.  Se recuperarían así las más valiosas tradiciones de nuestra Izquierda histórica, pero poniéndolas en sintonía con una nueva sociedad, un nuevo ciclo histórico, y un nuevo pueblo.

Julio Pinto y Carlos Ruiz