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Opinión

Nunca fuimos los ingleses de Latinoamérica

Por: Jaime Quintana | Publicado: 07.11.2019
Nunca fuimos los ingleses de Latinoamérica Chile, ©Kramm | Marcha Territorial San Ramon Fotografia ©Nicole Kramm Caifal
Algunos, cuando pedimos cambios profundos, como fue mi caso en materia educacional cuando hablé de remover con una retroexcavadora los cimientos de un modelo que nos condenaba a la exclusión social, fuimos literalmente arrinconados por la derecha y hasta por algunos compañeros de coalición y medios de comunicación.

En medio de una recesión mundial, durante febrero de 1982, se produjo un interesante intercambio de cartas entre el economista austriaco Freidrich Von Hayek y la por entonces Primera Ministra del Reino Unido, Margaret Thatcher.

Von Hayek, defensor del estado mínimo, le sugirió a la líder conservadora replicar el modelo económico que estaba implementando la dictadura de Pinochet. Sin embargo, y a pesar de la cercanía entre ambos, Thatcher no tardó en desestimar la propuesta y calificar las medidas que estaba adoptando Chile como “inaceptables”.

Claramente no era aceptable para un gobierno británico, por muy conservador que fuere, privatizar servicios tan elementales como la salud, el que a la fecha persiste como un verdadero patrimonio social.

A nivel internacional, Chile ha sido considerado como el más grande experimento de un modelo de economía y sociedad sustentado en los dogmas del neoliberalismo, en especial los referidos a la completa liberalización del mercado, la reducción del tamaño y la función del estado para asentar el principio de subsidiariedad, y la privatización de servicios públicos esenciales.

Allí, donde había un derecho social, se creó un mercado y unos prestadores privados. Así surgen las Administradoras de Fondos de Pensiones y las Instituciones de Salud Previsional. Todo un prodigio, según señalaba Joaquín Lavín en su libro “La revolución silenciosa” de 1987.

Lo que está ocurriendo en nuestro país a partir del viernes 18 de octubre -en retrospectiva y aunque nadie en el mundo político lo vio venir con nitidez- tiene toda lógica. Cuando existe un modelo con fallas estructurales, sumado a un gobierno muy ideológico que buscó extremar ese modelo en distintas áreas, el resultado es un estallido social de las magnitudes que hemos conocido.

El detonante, ese día, fue el aumento de 30 pesos en la tarifa del transporte público en Santiago. Algo que se podría haber evitado, pues la ley faculta la utilización de un porcentaje extraordinario de subsidio estatal para compensar alzas del pasaje. Pero la ortodoxia económica se impuso. El gasto fiscal tenía que evitarse a toda costa. Un principio coherente con el pensamiento de un gobierno que le presentó al Congreso el presupuesto del sector público con la menor tasa de crecimiento en 17 años.

De ahí en adelante, la historia es sabida. A los pocos días se anunció la anulación del alza y en el parlamento tramitamos con celeridad el proyecto para implementarla, pero ya era muy tarde para retomar la normalidad que hasta ese momento conocíamos. La movilización y la protesta social, trastocada por actos de violencia y delincuencia que han sido condenados enérgicamente desde todos los sectores, creció como una bola de nieve por todo Chile, haciendo eco de un hastío ciudadano que por décadas estuvo contenido.

Nos encontramos frente a una oportunidad histórica de repensar sin exclusiones nuestro andamiaje institucional y nuestro modelo de desarrollo. Una de las demandas que más se repite, en medio de una movilización con una increíble diversidad de motivaciones, es la necesidad de darnos como país una nueva constitución. Es un momento constituyente interno, pero muy bien alineado con la necesidad global de establecer nuevas formas de producir y repartir la riqueza, que sean sostenibles con el planeta y que no pongan en riesgo nuestra subsistencia como especie.

Hoy se nos cuestiona por no haber hecho más, y quienes lo hacen tienen buenas razones para ello. Pero es injusto repartir las responsabilidades de manera equitativa. Muchas veces se intentaron introducir cambios -y algunos de ellos se lograron- pero en ocasiones sectores del actual oficialismo actuaron como un verdadero cerrojo de la constitución de 1980, impidiendo las transformaciones.

Lo que sí es claro, es que en la centro izquierda faltó una convicción genuina para disputar frontalmente la hegemonía neoliberal. Algunos, cuando pedimos cambios profundos, como fue mi caso en materia educacional cuando hablé de remover con una retroexcavadora los cimientos de un modelo que nos condenaba a la exclusión social, fuimos literalmente arrinconados por la derecha y hasta por algunos compañeros de coalición y medios de comunicación.

Pero hoy no es tiempo de recriminaciones. La historia será la encargada de distribuir proporcionalmente las culpas. Lo que importa ahora es que retomemos el diálogo, y por eso desde el Senado hemos iniciado un proceso de conversaciones con distintos actores de la sociedad civil, al que hemos denominado “Congreso Abierto”, poniendo también a disposición de la ciudadanía las herramientas con las que contamos para facilitar los cabildos y encuentros que ya se han auto convocado en todo el territorio.

Algo que ya veníamos haciendo a través de distintas iniciativas de vinculación ciudadana, como el senador virtual constitucional que busca devolver a la gente el proyecto de nueva constitución que presentó el gobierno anterior, fruto de la fase participativa de un proceso constituyente que, en esta coyuntura, vuelve a cobrar sentido y pertinencia.

Fenómenos como el chileno, con distintas particularidades, vienen ocurriendo en distintos países y continentes. Forman parte de un cambio de época planetario. Pero hay que tener cuidado, pues en muchos lugares las consecuencias han sido peores que sus causas. En el caso de las denominadas primaveras de las naciones árabes, el vacío de poder permitió el surgimiento del radicalismo islámico. En Europa Oriental, se consolidó la vocación paneslávica de Rusia como potencia hegemónica de la región, y en América Latina se han producido regresiones democráticas como el caso de Brasil.

Chile puede y debe escapar de esas tendencias globales. El gobierno ha puesto atención en la experiencia francesa luego de la movilización de los chalecos amarillos, que tuvo similitudes con el caso chileno en la forma, más que en el fondo. Y eso está bien, así lo habíamos advertido. Pero es necesario que este proceso de cambios y de escucha cuente con un camino institucional que recorrer, con acciones y plazos concretos. Un diálogo mal llevado puede provocar frustración e incrementar la desafección.

En este momento, se requiere de todos una cuota de grandeza, para asumir con humildad que el país que conocíamos ha cambiado, y que es necesario despejar mitos, partiendo por uno: Chile nunca fue la Inglaterra de Sudamérica.

El desarrollo estará cada vez más lejos de nuestra puerta si no somos capaces de establecer un nuevo contrato social, uno que nos permita enfrentar la tercera década del siglo XXI con menos fracturas y más cohesión, con menos dolor y más esperanza.

Jaime Quintana