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Lo Hermida después de la represión: Desde la toma de la Viña Cousiño hasta el fin del asedio

Por: Lucas Cifuentes | Publicado: 20.11.2019
Lo Hermida después de la represión: Desde la toma de la Viña Cousiño hasta el fin del asedio Lo Hermida |
Desde que comenzó el estallido social, las calles de la histórica población Lo Hermida, en Peñalolén, fueron regadas de perdigones, balines y bombas lacrimógenas. Los vecinos se organizaron para levantar improvisados centros de atención de heridos, mientras el GOPE y FF.EE. reprimían hasta la madrugada. Después del desastre, llegaron días de calma.

Los pobladores derribaron los muros. Ardieron barricadas: hubo disparos, humo, heridos y polvo. Luego, los golpeó con calma el viento. Y divisaron el verde. 

Ese verde es la Viña Cousiño, que colinda con los vecinos de la histórica población Lo Hermida, en la comuna de Peñalolén. Entre ambos sólo se interpone la calle Los Presidentes, que termina en la cordillera.

El derrumbe ocurrió la madrugada del lunes 11 de noviembre, y resultó en una toma de terreno que duró 45 minutos y que fue sofocada por Carabineros del Gope. 

—Ahora corre un viento fresco desde la viña hacia la población. Fue como derribar el muro del gigante egoísta —relata Anita Cofré (35), pobladora de Lo Hermida, el sábado 16 de noviembre.

La población se construyó en base a tomas de terreno durante la Unidad Popular. En ese tiempo, el barro y la nieve cubrían las mediaguas que se levantaban a los pies de Los Andes. Ahora, el calor y el concreto son los que cubren el territorio. 

Un olor interminable

Pese al calor de noviembre, Carolina no pudo abrir las ventanas de su departamento sino hasta el fin de semana pasado. Vive en el segundo piso de un condominio de bloques ubicado en calle Caracas, casi llegando a Los Presidentes, el punto más álgido del conflicto. En su departamento se instaló un centro improvisado de primeros auxilios para atender heridos, que funcionó durante las noches más violentas. Hasta allí llegaron no menos 60 personas heridas.

—Puse unas frazadas para que se acostaran —recuerda—. Yo ayudaba a las paramédicos alumbrando con una linterna, para que pudieran sacar los perdigones. A mis hijos los encerré en la pieza. Mi marido andaba afuera, abriendo la reja y trasladando a los lesionados.

Entre el lunes 11  y el viernes 15 de noviembre, las bombas lacrimógenas cayeron justo debajo de sus ventanas, en el estacionamiento, en la cancha de fútbol al lado y a lo largo de toda esa calle.

Para poder comprar cosas para la once en el almacén de en frente, Carolina cruzaba protegida por un escudo hecho de planchas de zinc. No quería que le llegaran balines o perdigones que disparaban carabineros desde la 43° Subcomisaría. 

Mariel Rojas, otra vecina del edificio, dice que durante esa semana las noches parecían una guerra. Ella sentía cómo impactaban los proyectiles en la ventana de su pieza.

—Una semana más de esto y comenzamos a jugar a «Los juegos del hambre» —compara.

Tampoco podían dormir tranquilos. Desde las 12 del día hasta las cuatro de la mañana rondaba un helicóptero de Carabineros por encima de las casas y departamentos, haciendo pequeñas pausas.

Recién el pasado fin de semana Carolina y su familia pudieron descansar.

—Al fin puedo estar tranquilo. Imagínate que mientras comía los huevos fritos solo pensaba en eso. Los encontré tan exquisitos —dice Raúl, su esposo, después de tomar once.

Durante los últimos días, la mayoría de los vecinos ha dormido menos de cuatro horas diarias, además de haberse escondido adentro de sus casas. Muchos de ellos estaban acostumbrados a desayunar y almorzar con las puertas abiertas, compartiendo con la comunidad. Recién el sábado 16 y domingo 17 de noviembre comenzaron a salir y encontrarse nuevamente entre las escaleras de los block.

—¡Oye machucao, muestrame uno! —le grita Raúl, esposo de Carolina, a un vecino. Este último lo saluda de lejos, se sube la polera, muestra la herida de un perdigón y un círculo rojo, más grande, que le dejó el impacto de una lacrimógena en el estómago. 

Se quedan un rato en silencio. Fuman un cigarro, ven videos que grabaron con sus teléfonos durante las noches de violencia y revisan en la prensa las declaraciones que han dado. De pronto, una avioneta rompe esa calma. Miran asustados. No es el helicóptero de Carabineros. Siguen fumando y se ríen.

Afuera del condominio arman la feria libre de siempre. Esta vez, los vecinos la recorren con más tranquilidad: “se nota en el ambiente”, dicen. Compran frutas y verduras mientras sube un leve olor picante que los hace estornudar. 

Ese aroma es el resto de las lacrimógenas que aún queda. Las vecinas y vecinos de los departamentos limpian el polvillo blanco y los escombros. Abren los grifos de ambos extremos de la calle para que el agua corra y puedan barrer el incómodo residuo.

Corriendo de aquí para allá

Las juntas de vecinos han trabajado incansablemente desde que comenzó la revuelta el 18/O. Y con mayor fuerza desde el lunes 11 de noviembre: coordinan a los vecinos, recopilan datos de los centros de salud improvisados y consiguen paramédicos y enfermeras. El catastro de heridos y detenidos es realizado por los mismos pobladores. Las juntas de vecinos han sido las únicas alternativas para coordinar la ayuda.

Es sábado y los vecinos trabajan para disipar la incertidumbre que dejaron los días de enfrentamiento. Suspiran y conversan en voz baja. No tienen tiempo. Están en una reunión, tienen que sistematizar los datos de heridos que han recopilado de los centros de salud improvisados, preparar querellas por violencia policial, responder preguntas a periodistas y participar en una asamblea, que ya lleva media hora de retraso. También tienen que asistir a los vecinos en situaciones imprevistas: corren a conseguir el número de un veterinario que asista a un perro recién atropellado. Algo difícil de encontrar en estos días. 

Jonathan Ramírez es presidente de la Junta de Vecinos N°18, y Millaray Castillo es encargada de derechos humanos. Ambos concuerdan en que si los vecinos no hubieran estado organizados, las consecuencias de la violencia habrían sido peores. Trabajan en la sede de la junta de vecinos, adornada con murales de resistencia, mientras un vecino toca guitarra y otros dos cocinan papas fritas. Toman un respiro en medio de la tregua. 

—Aquí nosotros estamos organizados, aquí construimos comunidad —relata Millaray.

Según los datos que han podido sistematizar las juntas de vecinos, desde que se inició la toma de la Viña Cousiño, Carabineros hirió al menos 350 personas. La mayoría de ellos con perdigones. 

Siempre golpeados

Los pobladores de Lo Hermida se han enfrentado a la violencia policial y militar desde que comenzaron las tomas de terreno. Los años 70’ fueron tiempos de lluvia, barro y lucha por una vivienda. Al menos así lo recuerda Margarita Cofré, que después de una semana intensa, puede tomar aire bajo su árbol de hojas lila. Entre el lunes y el viernes pasado, un dron sobrevoló su casa y el humo de las bombas lacrimógenas invadió su ante jardín. Ahora —durante la tarde del sábado— evoca con calma el recuerdo de  las primeras carpas que levantó junto a su marido, en la toma de terreno de 1972. 

Su esposo, maestro carpintero, líder sindical y miembro del Partido Comunista, trabajaba en la construcción de los block de la población Jaime Eyzaguirre, que actualmente se conecta con Lo Hermida a través de una pasarela, mismo lugar donde Carabineros asesinó a Manuel Gutiérrez en 2011. Desde los edificios veía junto a sus compañeros la tierra cubierta de guindales. 

Margarita llegó a ocupar este territorio durante el último proceso de toma de Lo Hermida, a los 17 años, recién casada y con una hija en los brazos.

 Fue en pleno invierno de mayo del 72’. En esos años acá llovía torrencialmente y nevaba. Nuestras casas eran puras carpas, puros palos, imagínate que venían unos tractores a dejarnos comida. En esas condiciones se murió mi guagua de neumonía —recuerda. 

Los pobladores fueron avanzando en la construcción del territorio, entre enfrentamientos con carabineros y la Policía de Investigaciones, que terminaron con heridos y la muerte de un poblador. En agosto de ese año, Salvador Allende visitó el barrio y asistió al funeral del fallecido.

Un año después, el 11 de Septiembre de 1973, Margarita se despertó a las siete de la mañana, luego de que su marido fuese a trabajar. Calentó agua en la tetera y preparó la artesa para lavar ropa. De pronto, en la radio a pilas, informaron que había un golpe de Estado y que La Moneda estaba llena de tanquetas.

Cuando estalló el golpe, mi marido se quedó escondido en un pozo junto a Miguel Henríquez —cuenta Margarita—. Los dos se conocían, uno era comunista y el otro mirista. Tenían sus discordancias, pero terminaron refugiándose los dos en un hoyo. Él volvió el trece de septiembre y nunca más dijo una palabra. Cuando llegó la dictadura, se escondió debajo de la cama y nunca más salió. Años después mi esposo se suicidó. Yo fui la que se inscribió en el Partido Comunista y luchó contra la dictadura.

Durante esas noches de lucha se dormía en el suelo, por el miedo a las balas que surcaban la noche de Lo Hermida. La mayoría de las casas eran mediaguas de madera, no tenían ventanas y entre los espacios del suelo podían ver las botas de los militares cruzando el barro. Desde allí veía cómo pasaban sus vecinos, por Avenida Los Presidentes, todos con las manos detrás de la nuca. La mayoría no volvió nunca más. 

Ahora, esa misma calle, manchada de caucho por el fuego de las barricadas, ha sido el punto de mayor conflicto en Lo Hermida. Las botas militares volvieron a recorrer las calles y el toque de queda trajo a Margarita recuerdos de muerte. 

Esas imágenes se mezclan con los gritos de niños y niñas  jugando en una piscina plástica frente a su casa, en el parque Manuel Gutiérrez. Horas antes, las vecinas armaron una olla común, pusieron música y echaron bloqueador a sus hijos para que se tiraran al agua. Margarita descansa tranquila cuando escucha a sus vecinos compartir. Asegura que todos han enfrentado mucha violencia y que para ellos la democracia nunca llegó . Por eso se alegra al verlos disfrutar, aunque sea un momento, en este sábado de tregua. 

En el gobierno de Frei Montalva tuvimos por primera vez cocina a parafina y luego, con Allende, tuvimos cocina a gas. Pero con la dictadura volvimos a cocinar con leña, porque era tanta el hambre que vendimos nuestras cocinas. Ahí comencé a trabajar como cartonera. De hecho, este trabajo es la secuela de la dictadura. Salíamos a buscar comida a la basura para nuestros hijos. 

Margarita enciende un cigarro y se limpia las manos en su delantal azul.

Toda la vida hemos sido golpeados y perseguidos.

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