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Opinión

Vivir en la Plaza de la Dignidad

Por: Marta González Bardelli | Publicado: 26.12.2019
Vivir en la Plaza de la Dignidad Plaza de la Dignidad | Foto: Agencia Uno
Lo complejo de vivir acá es lograr continuar impactadxs por la violencia que se produce a diario en la Plaza de la Dignidad, lo complejo y peligroso es llegar a naturalizar las figuras de la violencia. Podemos pensar que la zona cero es a ratos y por instantes La Araucanía, La Legua, Lo Hermida… porque la zona cero nos muestra una imagen que nos permite mínimamente comenzar a empatizar como pueblo con la violencia sistemática que viven y han vivido los espacios ya intervenidos por la violencia estatal.

‘Chuuuta, ¿¡usted vive acá ?!’, me pregunta el conductor del Uber mientras zigzagueamos barricadas en mi intento nocturno de volver a casa. No sé qué responderle porque si bien yo vivo acá, no puedo decirlo… no sé por qué. Tal vez si digo que vivo acá podría quedar atrapada en ‘la zona cero’, en ‘la tierra de nadie’, en la ex Plaza Italia… Y tal vez no lo estoy, no estoy atrapada a pesar del cerco lacrimógeno que delimita los espacios del horror y produce espasmos de espanto en quienes miran la escena de lejos y creen, ilusamente, que no viven acá. ‘Qué ilusos’, pienso, cuando los veo mirar así, de lejos, desde la pantalla de su celular o desde la ventana de su casa en donde ‘no pasa nada’.  Después de ‘paco culiao’, la frase que más he escuchado en este tiempo infinito es: ‘en mi casa no pasa nada’. Qué frase más peligrosa. Temámosle. Porque la violencia del Estado lacrimógeno y el gaseo de la impunidad que se expulsó con el destape de la olla del estallido, ya todos lo respirábamos y reconocíamos: salud, educación, vivienda, transporte, agua, pensiones… ¿habrá un espacio del cotidiano no tocado por el gaseo? Entonces, quizá no estamos atrapadxs ni en este tiempo ni en este lugar que representa la Plaza de la Dignidad, porque la fractura que delimita  la zona cero tiene una historia tan maciza que estalla a borbotones y es imposible borrarla de cualquier paisaje, incluso del paisaje de la negación.

La fractura que no se veía tenía la apariencia del borrón de la hoja, ese borrón que queda después de haber intentado hacer desaparecer con migas de pan los excesos de los lápices de colores. Tal vez es una imagen que está en las historias de los dibujos de cadx unx de nosotrxs, lxs ochenterxs pobres. Un borrón. Esta historia maciza era un borrón, no estaba y estaba a la vez. ‘No se nota, pasa piola, dibuja encima’ decían algunas voces. Pero estalló, el borrón estalló y ya no es un borrón en el espacio-hoja, en el espacio-La Legua, en el espacio-Wallmapu. Todo se ensanchó… los lugares, la percepción, la conciencia de clase. El borrón de la hoja-país estalló y ahora anda por todos lados, más bien por todas las sensaciones, anda agitado, erupcionado, desangrado, melancolizado. Cada unx tendrá que ver qué hace con el borrón que estalló. Y eso que hagamos se convertirá en la posibilidad de evitar que todo haya sido una pesadilla. La pesadilla tiene que convertirse en pensamiento de vigilia que sostenga la vida que sobrevive a pesar del horror.

Vivir en la Plaza de la Dignidad es vivir en una zona cero que irradia zonas, es una zona radiada que dibuja otras zonas con y sin pan, con y sin cafés literarios, con y sin plazas con pasto… y cuando esa radiación alcanza el límite de la circunvalación Américo Vespucio, que tiene barrios limpios y tiene barrios sucios (¡gracias Payo Grondona por envolvernos con ese manto de conciencia social en plena dictadura!), allá en la periferia bien lejos de la zona cero, se encienden otros horrores. Ese horror de la violencia que desdibuja las caras y les inyecta pánico eterno que hace que los cuerpos erupcionen de distintas formas: casas de cartón y lata, plazas secas, colchones de espuma, cuerpos quemados, degollados, cuerpos drogados, alcoholizados, niñas y niños solos, madres y padres solos, monedas que se reúnen para comprar un solo pan para un día… ¿Será que podremos reconocernos en alguna de estas imágenes? ¿Será que transitamos con algunas de estas imágenes portando un cuerpo que a veces arde y otras se anestesia?

Entonces, no es posible responder a la pregunta del conductor del Uber, ‘¿usted vive acá?’, porque si bien estoy acá, porque si bien he vivido acá (con algunos intervalos) durante 17 años, también estuve allá, más allá de la circunvalación Américo Vespucio en los barrios sucios: San Bernardo, Quilicura, Puente Alto, La Florida, El Bosque… Porque aún vivo en esas historias pretéritas que por el hecho de haberse constituido en historias portan la inmortalidad del recuerdo y la atemporalidad de la memoria. Y no es casualidad que trabaje en lo que trabajo, en la llamada ‘psicología clínica’; escucho acontecimientos que portan el grito mudo de lo que no ha podido convertirse en historia. ¡Pero si la impunidad y el negacionismo ante lo vivido no es sólo un orden estructural abstracto! Es también un orden que inunda los lazos más íntimos y hace casi imposible anudar los hitos de una vida. Estoy en muchos lugares y en muchos tiempos, míos y de otrxs, pero el conductor del Uber tiene razón, estoy acá, en la zona cero. Una amiga me preguntaba si iba a ir a la marcha y yo le decía que yo no iba a la marcha, que yo vivo en una. Otro amigo me decía que no salía de noche porque habían barricadas en el camino y era muy difícil llegar a su casa. Y yo le decía que mi casa está en una barricada. Los días se pueden vivir, los días se deben vivir. Pero la forma de vivir los días es particular y compleja. No sólo por lo que pensó el conductor del Uber; imagino que él pensaba en las bombas lacrimógenas, en el gaseo permanente, en el ruido ensordecedor, en los incendios, en los disparos de perdigones de plomo cubiertos de goma, en las barricadas, en los mutilados, en los torturados, en la dificultad de salir de casa, en la dificultad de llegar a casa, en la dificultad de dormir, en el dormitar a sobresaltos acunado por los gritos de la noche que claman por  el auxilio de un médico… no, seguramente el conductor del Uber no podía imaginar algunas de estas figuras de la complejidad del vivir, o tal vez sí.

Pero pienso que lo difícil de vivir acá es otra cosa. Lo complejo de vivir acá es lograr continuar impactadxs por la violencia que se produce a diario en la Plaza de la Dignidad, lo complejo y peligroso es llegar a naturalizar las figuras de la violencia. Podemos pensar que la zona cero es a ratos y por instantes La Araucanía, La Legua, Lo Hermida… porque la zona cero nos muestra una imagen que nos permite mínimamente comenzar a empatizar como pueblo con la violencia sistemática que viven y han vivido los espacios ya intervenidos por la violencia estatal. Pero incluso en esta representación, en esta imagen que la zona cero nos enrostra, la de toda la violencia del Estado ejercida contra los pobres, contra los que viven en el desierto como nos ilumina el arquitecto premiado, con los cuerpos que no importan, con los barrios que no importan; incluso en esta representación del dibujo que se escondía tras el borrón, la zona cero no alcanza a mostrarlo todo. Porque estoy en la zona cero pero estoy en mi casa búnker, acá no entra el agente del Estado, acá entra su sudor lacrimógeno, sí, pero a mí no me allanan la casa, acá no me han apaleado con la luma perversa, aún tengo mirada, mi cuerpo está íntegro. En riesgo, pero íntegro. La zona cero es un lugar televisado, miles de pantallas registran cada día el horror que acá circula. ¿Cuántas pantallas registran el horror de la periferia? Sí, también las hay. Y circula, pero no lo vivimos, está ahí, pero no lo sentimos. Entonces, nuestro camino como pueblo es poder sentir el impacto aunque la bala entre a través de una pantalla. Yo acá cada día siento el impacto y me permite no naturalizarlo, aún. Porque ese es el gran riesgo, que el impacto se desvanezca, que el afecto se desgaste, que siga ocurriendo algo y lo vivamos como algo que ya ocurrió.

‘Vivir en la Plaza de la Dignidad es mi fuerza’ le respondo al conductor del Uber. Mi cartel sería algo así como ‘Yo vivo acá’. Empecé a perder un poco el temor inicial ante el horror cuando me fui atreviendo a llegar más tarde a casa. Tarde, entiéndase, después de las 5 de la tarde. Cada día me sentía orgullosa de salir a pasear con mi perrita escondiéndome detrás de un árbol cuando el  guanaco irrumpía con la perversión de su agua. Correr y detenerse se convirtió en un ejercicio, entender las horas de llegada, de paseos y de compras se convirtió en sobrevivencia. Hasta que un día volviendo con audífonos en mis oídos -estrategia de sobrevivencia también- intentando entrar al parque Bustamante por calles aledañas, mi música celestial fue interrumpida por el pueblo corriendo, por el pueblo arrancando. Arranco con ellos, soy ellos también. Intento ingresar al parque Bustamante por otra de las calles aledañas, sin éxito, el pueblo venía huyendo de nuevo. Me aburrí de arrancar y sentí una necesidad irrefrenable de estar en mi casa. En la calle Rancagua me decido a avanzar hacia el norte. Esta vez no viene el pueblo huyendo por una calle aledaña, esta vez viene el pueblo huyendo por el parque Bustamante y veo la alevosía del agente estatal; 10 patrullas detenidas expeliendo funcionarios que salpican de las patrullas y comienzan a correr y a disparar. ¿Es posible representar esto? Y aparece en mí una potente disociación autodestructiva y al mismo tiempo de sobrevivencia que me hace pensar sólo en la siguiente idea fija: ‘yo-me-voy-a-mi-casa’. Idea que me hace perder la percepción del espacio. Camino muy rápido en dirección contraria a la dirección del pueblo huyendo. En la hipérbole de mi recuerdo siento que soy la única. En la hipérbole de mi recuerdo escucho muchos gritos y mandatos: ‘¡Anda para el otro lado, vienen los pacos!’ Yo sólo continuaba caminando muy rápido con mi cartera y mis tacos y gritaba ‘¡Yo vivo acá!’. Lo sabemos, las bombas lacrimógenas están siendo disparadas directamente al pueblo, al cuerpo de cada una, de cada uno. Una de ellas reventó a medio metro de mis pies. Llegué a mí casa y lloré. No podía dejar de decir ‘paco culiao, paco culiao, paco culiao’. Mi llanto no era de susto, mi llanto era de odio, de impacto ante el horror. ¿En qué se convertirá el odio acumulado? Pensé, dentro del llanto de odio y de la disociación, que ese hubiera sido  un buen momento para avanzar con mi cartel, ese que dice ‘¡Yo vivo acá!’ e imaginé que el conductor del Uber lo leía. ¡Qué equivocada estaba! Porque yo no vivo acá. Yo aún vivo en cada una de las 9 comunas en las que he pernoctado, a veces por decisión, a veces lanzada a esos lugares por la violencia del despojo. Yo no vivo acá, yo vivo aún en los recuerdos de un departamento de El Bosque, departamento prestado por la solidaridad familiar, con paredes sin estucar, algunos ventanales sin vidrio y un piso radier. Porque yo aún vivo allá, en La Florida, al otro lado de un canal que separaba a los con casa entregada con el subsidio estatal de los con casa entregada por nadie, levantada con la fuerza que devino campamento. Aún vivo en ese tercer piso desde donde miraba a los niños a pata pelá, con bolsas en sus manos que inflaban y desinflaban en su orificio boca-nariz. Mi mamá coloreó la escena: ‘Los niños pobres así no pasan hambre’.

Aún vivo en muchos lugares. Y la barricada de la zona cero enciende el fuego de todos los lugares y tiempos de cada unx de nosotrxs. Que no se apague la barricada, que no se olvide al Negro mata pacos, ni el baile de Pikachu, ni la pirueta del hombre araña, que no se olviden los símbolos de la resistencia ante la perversión. Mi cartel ‘Yo vivo acá…’, debe ser modificado. Es más preciso escribir ‘Yo no vivo sólo acá’. Por esto, aunque las personas-pobladoras integrantes de un pueblo no vivan acá -en la Plaza de la Dignidad, ni en Lo Hermida, ni en el Wallmapu, ni en La Legua ni en alguna de las poblas- debieran hacer suyo todo esto… Si todxs percibiéramos y sintiéramos lo que se percibe acá creo que ya no sería tan metafórica la idea de quemarlo todo: todos los prejuicios, los racismos, los clasismos, las negaciones, las impunidades, las complicidades… lugares en los que todas y todos también vivimos y hemos comenzado a quemar.

Marta González Bardelli