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Opinión

Big «Piñata» y los paranoicos

Por: Jorge Morales | Publicado: 05.01.2020
El nulo sentido del ridículo del Presidente –que está transformando las Piñericosas en una peligrosa forma de conducta lejos del gracioso yerro casual- ya había mostrado anteriormente que su necesidad incontrolable de agrandarse era incluso capaz de arruinar hasta sus propios hitos épicos, como fue su obsesión por exhibirse con la nota de los mineros («Estamos bien en el refugio los 33»), que terminó irritando hasta su esposa que lo obligó a parar públicamente con la tonterita. Ahora Piñera está destruyendo el único capital con el que podía enrostrar al resto de la derecha: los Derechos Humanos.

En 2008, en el marco de las conmemoraciones por los 75 años de la Policía de Investigaciones de Chile, se desarrolló un ciclo de cine en la sala América de la Biblioteca Nacional. Organizado por la misma biblioteca y la PDI, tras la exhibición de cada película, hubo un foro donde participaron importantes ex prefectos retirados de la institución, expertos en distintas áreas de la investigación criminal. El ciclo comprendía cuatro cintas: «Doctor No», «Desde Rusia con amor», «Goldfinger» y «Casino Royale», todas obras basadas en las novelas del escritor Ian Fleming, todos films de James Bond.

Lamentablemente, no asistí a ninguna de las proyecciones, pero me hubiera gustado saber por qué los detectives chilenos encontraban pertinente analizar los «métodos» del agente 007 en el contexto de las celebraciones de su aniversario. Fue ese mismo año que la Policía de Investigaciones de Chile, conocida popularmente hasta entonces como «Investigaciones», cambió su sigla oficial (PICH) a la actual PDI, que tiene, qué duda cabe, una particular similitud en el aspecto y sonoridad con la abreviatura del FBI, la célebre oficina federal de investigación norteamericana.

Es una anécdota, pero explica un estado mental. Seguramente los detectives tenían absoluta conciencia que no eran unos glamorosos espías británicos, pero razonando sobre sus audaces procedimientos, podían sentirse como tales. Así como el cambio de sigla no era sólo una estrategia de marketing, ofrecía una imagen de sí mismos mucho más en sintonía con sus egos que con el perfil gris de funcionario público que proyectaban.

Con Piñera y su obsesión con la intervención extranjera en el estallido social, pasa algo similar. Cuando Piñera dice que estamos frente a un enemigo poderoso, no es exactamente una mentira. Es parte de un desvarío, una autoafirmación sicótica. Mientras más grande es tu némesis, más grande eres tú también. Sería un descrédito para el presidente reconocer que su enemigo son unos «rotos» mugrientos, unos mocosos con espinillas, unos barristas pelotudos o unos anarcos que no conoce nadie. Suena más intimidante e inmanejable decir que son «grupos altamente organizados con tecnología de punta», que reconocer que su logística es un grupo de whatsapp y sus pertrechos piedras, molotov y láseres de «a luca». Además, es una teoría pragmática, permite justificar lo injustificable y, sobre todo, da buenas razones de su ineficacia para neutralizarlos. Para el gobierno de los «Tiempos mejores», el enemigo tiene que ser una potencia foránea implacable y sofisticada, coordinando desde las sombras a toda esa chusma de tontos útiles, y no una masa amorfa enrabiada sin conducción, criada en las miserias del neoliberalismo. Porque mientras más grande y lejano esté el culpable del estallido, menos responsabilidad tendrán sobre su origen. Como la geopolítica ya no está de su parte, a falta de ese histórico y entrañable adversario de la guerra fría al que podía culparse de todo (el marxismo internacional), resultó más honroso acusar a sus débiles herederos, por más abstracta y miope que parezca esa confabulación. La imaginaria entente cubana-venezolana-rusa o el foro de Sao Paulo -una rutinaria y aburrida convención de nostálgicos vociferantes- fueron convertidas en el nuevo eje del mal gracias a los delirios de grandeza de Piñera.

Para su desgracia, sólo sus subalternos y colaboradores cercanos –y más por lealtad u obediencia que por convicción- han sido prácticamente los únicos sostenedores públicos de sus tesis conspirativas. Por eso el informe Big Data nació básicamente para respaldar su paranoia. Un informe hecho a medida, para bien y para mal. Contiene, efectivamente, «pruebas» de la conexión extranjera, pero tan espurias y bochornosas como las que sostuvieron el caso Bombas (con la simbólica «evidencia terrorista» del afiche de Guns N’ Roses) o la operación Huracán (con «Antorcha», la aplicación estrella del profesor Smith), dos modelos de lo que en Chile se entiende por Inteligencia.

El nulo sentido del ridículo del Presidente –que está transformando las Piñericosas en una peligrosa forma de conducta lejos del gracioso yerro casual- ya había mostrado anteriormente que su necesidad incontrolable de agrandarse era incluso capaz de arruinar hasta sus propios hitos épicos, como fue su obsesión por exhibirse con la nota de los mineros («Estamos bien en el refugio los 33»), que terminó irritando hasta su esposa que lo obligó a parar públicamente con la tonterita. Ahora Piñera está destruyendo el único capital con el que podía enrostrar al resto de la derecha: los Derechos Humanos. Pese a su tolerancia frente a tres de los cuatro lapidarios informes de organismos especializados durante la crisis, no dispuso ningún cambio real en Carabineros como se esperaría de alguien presuntamente sensible al atropello a los Derechos Humanos. Por el contrario, Piñera primero respaldó sin ambigüedades su actuación y después les exigió que siguieran los protocolos, como si el embrollo de Carabineros se pudiera resolver con una minuta. El golpe final fue redimensionar los abusos, acusando de ser montajes fabricados por las siniestras mentes de sus antagonistas en el exterior. Porque, aunque luego aparezca con el rostro demudado por el remordimiento en un video disculpándose al puro estilo «yo no fui» de los diputados del Frente Amplio, Piñera ha mostrado tanta desesperación por evitar ser condenado, y ofrecer una prueba que certifique la intromisión externa, que está dispuesto a ocupar cualquier recurso inculpatorio por insustancial y ramplón que pueda parecer.

El problema de Piñera es que da golpes de ciego a un enemigo invisible mientras se niega a afrontar con decisión las demandas sociales, lo único real, visible e incuestionable que quedó al descubierto con el estallido. Porque digamos que si la comandante Mon Laferte y la brigada roja del K-Pop, a través de sus sensuales ritmos bolcheviques despertaron al pueblo chileno del sopor capitalista, Piñera no puede esperar que ahora se vayan a dormir de nuevo cantando con Alberto Plaza. A esta altura, además, poco importa sí para los Latin Grammy fue Maduro quien escribió las consignas en los senos de Mon Laferte y fue Putin quien le prestó el plumón, lo único que interesa es que por un mínimo de decencia –con el país- y de sobrevivencia –consigo mismo- dejé concentrarse en los orígenes y se preocupe de las causas del estallido, que parecen la misma cosa, pero no lo son.

Jorge Morales