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Opinión

“Sin gastos para el fisco”: sobre la defensa penal de torturadores

Por: Julio Cortés Morales | Publicado: 06.01.2020
“Sin gastos para el fisco”: sobre la defensa penal de torturadores | Foto: Agencia Uno
Los defensores de torturadores ya han aprendido el truco de sus antecesores, los defensores de Punta Peuco, consistente en acudir de inmediato y sin importar mucho el argumento de fondo al Excelentísimo Tribunal Constitucional, alegando violaciones de los derechos fundamentales de sus defendidos y pidiendo suspensiones de las causas penales por mientras se decide el fondo del asunto, obteniendo en el mejor caso buenos resultados, y en el peor, ganando al menos algo de tiempo y alejando aún más el necesario fin de esta impunidad.

Sin gastos para el Fisco

“Dicho popular entre los soldados, cuando se obtiene algo que no cueste dinero a sus bolsillos”

(Oreste Plath, Paremiología, 1981).

Como se sabe, en Chile el Estado tiene la obligación de prestar defensa jurídica a toda persona imputada de haber cometido delitos que no cuente con un abogado de su confianza. Este servicio se presta a través de la Defensoría Penal Pública.

Esa institución presta sus servicios ya sea directamente, o a través de abogados privados que operan como defensores licitados, lo cual no podía ser de otro modo en este “oasis” neoliberal, paraíso de la tercerización. Sus servicios tienen costos asignados de antemano, pero son gratuitos si la persona no cuenta con recursos suficientes.

Por lo general, la gente con plata prefiere pagar defensores privados, que a veces no son ni tan buenos como un defensor público promedio, pero nunca se sabe lo que a cada ciudadano en problemas le puede tocar cuando le designan o escoge a su propio “señor abogado”.

Existen algunas especializaciones en la labor de defensa jurídica que históricamente han gozado de cierta mala fama. Son relativamente mal vistos los llamados “excarceleros”, pese cumplir la importante función de concentrarse en sacar gente de las hacinadas e inhumanas cárceles chilenas. Se mira también con malos ojos con a los defensores de delitos de la Ley de Drogas, respecto de los cuales el artículo 61 de esa misma ley obliga a jueces y fiscales a confeccionar un listado para la Contraloría General de la República, señalando quienes han hecho este tipo de defensa, que además está prohibida para todo abogado que sea funcionario púbico, con la sola excepción de los que trabajen para la Defensoría Penal Pública o en las Corporaciones de Asistencia Judicial.

¡Y qué decir de los abogados de personas acusadas de delitos subversivos! Sea en la modalidad de defensores de presos políticos de los 80 y 90, o de defensa de comuneros mapuche o de anarquistas y otros “antisistémicos” de estos tiempos encausados por desorden, control de armas o por la Ley Antiterrorista (inventada en dictadura y reconfigurada unas cuantas veces en democracia, ¡tal como la Constitución!), a estos colegas se les ve como una especie de “segunda línea” de las luchas y orgánicas de sus defendidos, y por ello suelen ser objeto de seguimientos y persecución, cuando no de actos de intimidación y/o abierta criminalización. Los listados de abogados de subversivos también existen, pero se manejan más bien en la sombra de las oficinas de la Inteligencia del Estado.

Pero hay una categoría especial de defensores de los que no se habla mucho: los profesionales que desde hace mucho tiempo se especializan en defender a criminales de lesa humanidad (como los que están recluidos en el reciento especial de Punta Peuco), y más recientemente, dentro de las más novedosas respuestas jurídico-políticas a la rebelión de octubre, los que se han especializado en defender a policías violentos y/o torturadores.

Se trata de una categoría bien curiosa dentro del campo de esta profesión, puesto que son defensorías privadas, financiadas por generosas donaciones de la “familia militar” y otros fieles admiradores de la represión y sus agentes, para otorgar defensa jurídica gratita y de calidad a funcionarios públicos que en ejercicio de sus funciones se han desviado de su deberes legales y constitucionales usando los medios represivos que la sociedad pone en sus manos de maneras que violan el ordenamiento jurídico y que constituyen técnicamente violaciones de derechos humanos.

Porque pese a que abundan quienes quieren considerar también como “violaciones de DDHH” ataques de civiles contra policías, o incluso supuestos “atentados a la libertad de culto” mediante actos de vandalismo contra edificios y templos, e incluso a pacíficas acciones colectivas como “el que baila pasa”, lo cierto es que no es así, puesto que por definición los derechos humanos se afirman ante el poder público, y técnicamente sólo sus agentes pueden violentarlos[1].

Por eso mismo debe ser que los promotores de esta filantrópica iniciativa señalan que “no defienden a cualquiera”. Y eso es verdad: defienden en concreto a quienes se han apartado del mandato que señala a las policías la Constitución vigente: el de “dar eficacia al derecho”.

La especificidad de este tipo de delincuencia es que, además de violar derechos fundamentales de las personas, debiera merecer un reproche jurídico y social mucho mayor, pues se trata de delitos cometidos por nada menos que “funcionarios encargados de hacer cumplir la ley”. Pues cuando una persona comete un delito común, se pone objetiva y tal vez subjetivamente en contra del Derecho, arriesgando el pellejo a sabiendas de la respuesta penal correspondiente que se le puede venir encima. En cambio en la criminalidad de derechos humanos hay una doble contradicción con las normas jurídicas, pues además del ilícito en sí hay una desviación de la función entregada al agente de Estado, y un claro abuso de su función pública, que por lo general sirve para asegurar la impunidad. Pensemos en cuantas operaciones Huracán han pasado inadvertidas en el funcionamiento cotidiano del sistema penal, y en cuántos casos en que la única prueba existente son las declaraciones de este tipo de policías.

Pero eso no es todo. Para el caso en que un torturador u otro tipo de violador de DDHH sea efectivamente formalizado o procesado por sus actos ilícitos, lo que no ocurre muy a menudo, el sistema político/jurídico chileno suele venir en su ayuda ofreciendo algunas garantías especiales con que nadie más cuenta. Así, hasta hace muy poco las denuncias de delitos cometidos por Carabineros en contra de civiles y menores de edad eran investigadas por la Justicia Militar, y por ende rara vez terminaba siendo efectivamente castigadas. Es la justicia militar la que había sobreseído definitivamente al asesino de Alex Lemún, antes de que se llevara el caso a la Comisión Interamericana, y esa misma justicia fue la que condenó a una pena irrisoria de cumplimiento en libertad al asesino de Manuel Gutiérrez.

Desde 2016, con la Ley que consagra expresamente el delito de tortura (que antes de eso se sancionaba sólo como apremios ilegítimos), eso ya no es posible y los carabineros responden por sus delitos contra particulares en la justicia penal ordinaria. Pero siguen teniendo importantes privilegios legales, como por ejemplo el hecho de que su privación de libertad se cumpla no en cárceles de verdad sino que  en “recintos especiales”.

Así, los asesinos de Catrillanca no han estado un día en la cárcel, sino que en recintos policiales (sus lugares de trabajo), y lo mismo ocurre con los montajistas que están “presos” por la Operación Huracán. De este modo, a pesar de la gravedad con que los Estados se han comprometido a sancionar la tortura, en los hechos los policías no tienen el mismo miedo a la cárcel que tiene cualquier persona ante la posibilidad de entrar en contacto con el sistema penal.

Hemos visto en las escasas formalizaciones de policías y militares tras el 18 de octubre la clara tendencia de los jueces a proteger la identidad de este tipo de imputados, prohibiendo a la prensa dar a conocer rostros y nombres, y no así los de los más de 2000 presos de la revuelta, encarcelados por razones políticas, a pesar de ser en su mayoría jóvenes sin antecedentes penales.

Además, los defensores de torturadores ya han aprendido el truco de sus antecesores, los defensores de Punta Peuco, consistente en acudir de inmediato y sin importar mucho el argumento de fondo al Excelentísimo Tribunal Constitucional, alegando violaciones de los derechos fundamentales de sus defendidos y pidiendo suspensiones de las causas penales por mientras se decide el fondo del asunto, obteniendo en el mejor caso buenos resultados, y en el peor, ganando al menos algo de tiempo y alejando aún más el necesario fin de esta impunidad.

De cualquier manera, estos son meras anécdotas. Lo importante en el fondo de todo esto es si el Estado de Chile tiene o no la capacidad de mantener el orden público sin violar los derechos humanos. La respuesta hasta ahora es claramente negativa. Lo que está por verse es si el sistema penal y judicial está o no a la altura de la necesidad de investigar diligentemente y sancionar adecuadamente estos hechos, teniendo en cuenta que la prohibición de la tortura es absoluta, y que además de sanciones penales efectivas tiene  que haber reparación a las víctimas, y garantías de no repetición de estas violaciones de derechos humanos.

[1] En palabras del recientemente fallecido jurista Pedro Nikken: “Los derechos humanos implican obligaciones a cargo del gobierno. Él es el responsable de respetarlos, garantizarlos o satisfacerlos y, por otro lado, en sentido estricto, solo él puede violarlos. Las ofensas a la dignidad de la persona pueden tener diversas fuentes, pero no todas configuran, técnicamente, violaciones a los derechos humanos” (Pedro Nikken, El concepto de derechos humanos). Luigi Ferrajoli también lo ha expreso en términos claros cuando dice que los derechos humanos se afirman frente al Estado, o incluso Michel Foucault al firmar la breve declaración de 1981 titulada “Frente a los gobiernos, los derechos humanos”. En ella señala que: “El sufrimiento de los hombres nunca debe ser un mudo residuo de la política, sino que, por el contrario, constituye el fundamento de un derecho absoluto a levantarse y a dirigirse a aquellos que detentan el poder”.

Julio Cortés Morales