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Libremente Aracely: el supremo derecho al desapego étnico

Por: Víctor Peredo y Giovanna Flores Medina | Publicado: 03.02.2020
Libremente Aracely: el supremo derecho al desapego étnico | AGENCIAUNO
Si pese a la pulcritud del look de clases medias que siempre usa —la sobriedad de sus chaquetas de calce perfecto y la imperturbable melena castaña de estilista profesional que la caracteriza, son su mayor virtuosismo estético—, está predestinada al constante escrutinio de su libertad política por ser mapuche, mujer sin hijos y derechista. Tanto para su sector como para la izquierda y la centroizquierda, Aracely se mueve en los extramuros de los paradigmas clásicos y había sido exitosa en su performance de equilibrista con maestría. Todo hasta aquella jornada de alcohol, medicamentos, zamarreos y violencia verbal.

«El ejercicio del poder exige responsabilidad» y, en el caso de una mujer de derechas de ascendencia indígena —como Aracely Leuquén Uribe—, instaura una demanda de efectos implacables: género, identidad cultural y nacionalpopulismo constituyen La Trinidad de sus días con afán político. Un cursus honorum de más de una década de militancia en Renovación Nacional y en la concejalía de Coyhaique que avala su conocimiento de los límites de la realpolitik bajo los gobiernos de Piñera (o, eso deberíamos suponer). Y es en dicho partido donde ha jugado a la meritocracia y a lo libertario; al sionismo y al neopentecostalismo; y, por cierto, al discurso negacionista y a la apología de los gobiernos militares latinoamericanos, demostrando que no necesita ser rutilante, sino mantenerse casi agazapada e imperceptible para seguir a flote.

Por eso, aquel incidente de noviembre (2019) —cuando agredió a la empleada del Irish Geo Pub en las Condes—, no solo alertó sobre la fragilidad del rol partidario de la hoy llamada ‘Diputada Sour’, sino de cómo la responsabilidad y la culpa individual originadas en conductas abusivas se juzgan en los estrados exhibicionistas y abusivos de la libertad de expresión de las redes sociales. Y es que, hasta ahora, pocos confrontan con argumentos doctrinarios —y no solamente el prejuicio, el clasismo y la burla— su férrea defensa al desapego étnico y la respectiva degradación de la jerarquía de los derechos humanos de los indígenas, lo que se extiende también a otras prerrogativas fundamentales. Por eso vestir o no de mapuche y desdeñar a una dependienta o mesera no es solo casuística sobre modales y comportamiento, sino ética y estética política en un medio, como el chileno, donde el debate es escaso en la clase dirigente.

Todavía más para Leuquén, si pese a la pulcritud del look de clases medias que siempre usa —la sobriedad de sus chaquetas de calce perfecto y la imperturbable melena castaña de estilista profesional que la caracteriza, son su mayor virtuosismo estético—, está predestinada al constante escrutinio de su libertad política por ser mapuche, mujer sin hijos y derechista. Tanto para su sector como para la izquierda y la centroizquierda, Aracely se mueve en los extramuros de los paradigmas clásicos y había sido exitosa en su performance de equilibrista con maestría. Todo hasta aquella jornada de alcohol, medicamentos, zamarreos y violencia verbal.

No es alcholismo, es bipolaridad: una ‘nouvelle vague’ para Aracely

Tras los hechos, la diputada negó tener problemas de alcoholismo, pero sí admitió sufrir de un trastorno bipolar, exponiendo el estado de su salud mental como una suerte de eximente de responsabilidad. Concedió entrevistas, cambió el rictus irónico que destacaba sus ojos rasgados en las fotografías y se mostró compungida: «Yo puedo acceder a un tratamiento, pero el 35 por ciento de los chilenos que lo sufre o cualquier patología de salud mental simplemente no puede, porque la inversión es de 100 mil pesos en cada paciente. Con eso no se pueden comprar ni siquiera los medicamentos». Nos enteramos, de esa forma, de su soledad; del suicidio de su padre que militó por décadas en la Democracia Cristiana; y de cómo pesaba sobre sus hombros el cuidar de su madre, el defenderla de quienes la acosaban y tener que representar el papel de la mujer autosuficiente, exitosa, abnegada y brava. Narraría incluso en sus confesiones periodísticas que en sus peores días se miraba (al espejo) y «sentía que se le estaba fracturando el alma», pero el verdadero problema era que nadie lo veía.

Esto, hasta el pasado 28 de enero, cuando los titulares destacados de la prensa divulgaban que la Corte de Apelaciones fallaba a favor de la petición de desafuero y señalaban que la diputada Leuquén: sería juzgada como cualquier ciudadano por la querella interpuesta por la dependienta atacada. Luego, bastaron unos pocos minutos para que en dicha tarde el nombre de la parlamentaria y el escandalillo se tomaran las redes digitales. Y, como si fuera un díptico que pone en disputa el expresionismo abstracto versus la belleza impresionista, junto a ella, estaba la fotografía de una grácil bailarina de ballet vistiendo los atuendos mapuches y honrando a la Primera Línea en Plaza Dignidad. Esta era la imagen virtuosa de una mujer indígena que la diputada no es y no ha pretendido ser. Ni pensar en compararla con las jóvenes dirigentes feministas o activistas contra la represión o incluso juezas, que —desde la legítima lucha por el poder en sus sectores políticos— se identifican abiertamente como herederas de sus tradiciones indígenas.

Así, tras la vorágine de memes, algunos observadores comenzamos a sopesar el hecho político relevante y no el comidillo: dar un paso en falso, entonces, siempre va a resquebrajar la burbuja de cristal de Bohemia que se ha procurado construir la parlamentaria Leuquén. No tendrá derecho a la tregua y, quizá tampoco, a la paz. Ella y sus enemigos en la Alianza —y lo que queda de Acción Republicana de Kast—, lo saben. En dichas filas, por cierto, no hay sororidad ni misericordia hacia los caídos y el racismo se devela desembozadamente. Tampoco encuentra condescendencia en el Chile enervado de la revuelta: una sociedad que padece la represión y las violaciones a los derechos humanos con ribetes de crímenes de lesa humanidad y donde hasta la Justicia teme de su incapacidad de reacción.

Visto en perspectiva, aquellas semanas a la espera de la resolución del tribunal de alzada han sido un intermesso propio de un filme de la ‘nouvelle vague’, que protagonizado por la misteriosa «Fille de Coyhaique», pasa ahora a los fotogramas del desenlace y en Cinemascope. Las arenas del enfrentamiento entre una joven trabajadora abanderada con el feminismo versus una agresora que parecía poderosa, pero no lo es, será parte de matinales y memes. Ahora tendremos la remozada figura de la diputada étnica (pero civilizada al estilo capitalino y quizá siguiendo las sugerencias de los tutoriales de Ivanka Trump), usando colores de la paleta del rojo en su vestuario y maquillaje, y tomándose el cabello en una favorecedora coleta. No obstante, tenemos una certeza: estará sola y seguirá sola en esos conspicuos y encumbrados círculos del poder de las derechas. La razón: ella ha asumido, según varias declaraciones que era una mujer mapuche-huilliche de 39 años de edad, embelesada con la vía aspiracional del éxito neoliberal, que transitaba —como diría el joven poeta Wenuan Escalona— por los espacios imaginarios de un mapa roto: su identidad cultural estaba escindida y eso no le importaba ni a las derechas ni a las izquierdas. Y, como ella, toda una generación de indígenas chilenos que crecieron bajo el discurso del derecho a la memoria y a la propiedad ancestral de los gobiernos de la Concertación y la Nueva Mayoría, pero no han conocido más que la retórica, la discriminación, la caricatura asistencialista y ciertas dosis de odio.

La contracara de Emilia Nuyado y el supremo derecho al desapego étnico

Lo más recordado de su rol como debutante en la Cámara Baja ha sido su férrea defensa al desapego por lo que se supone debiera ser la defensa de la memoria ancestral, la ética y el modus vivendi mapuche. De un día para otro, nos encontramos que ella apelaba a la existencia de un derecho fundamental, o mejor dicho una libertad de conciencia con una dimensión nueva: la del desentendimiento, aunque no renuncia, a la protección y garantía a los derechos indígenas. Su planteamiento ha permanecido sin fisuras en este bienio, apuntando sus dardos en contra de los principios básicos de universalidad, inviolabilidad, irrenunciabilidad e imprescriptibilidad de los derechos humanos indígenas, como si fueran una herramienta discursiva y no una institución normativa global. Por eso, ha buscado siempre la confrontación con su par, Emilia Nuyado, la diputada huilliche del PS, acusándola de representar a la izquierda que quiere destruir libertades y que es totalitaria, obligando a los indígenas a un solo modelo de ejercer la política. Ella, en cambio, es la promotora del mérito y de la opción liberal desde la etnia, desde el lugar de la mujer pobre o del mundo rural. Total, no todos aspiran a seguir en la ruka y a verse constreñidos a hablar esa extraña lengua Mapudungún, que fascina —a su pesar— por su poética tan propia del haikú y su cosmovisión unida inescindiblemente a la naturaleza.

En efecto, durante el proceso legislativo en torno a la reforma constitucional que pretendía promover la equidad de género, rechazó —junto a los congresistas de Chile Vamos— la idea de que el Estado asegurara el respeto y el reconocimiento de los conocimientos ancestrales de las mujeres indígenas. Antes, también rechazó la interpelación al ex ministro del Interior, Andrés Chadwick con argumentos neoliberales de poca consistencia, pero populistas. En dicha ocasión, mujeres mapuche de Aysén manifiestaron su descontento con Leuquén, indicando que no las representaba y que las avergonzaba.

Con todo, ¿qué hay detrás de esta mujer que afirma que en Chile nos haría bien un gobierno dirigido por un líder como Bolsonaro? ¿Qué refleja de nuestra sociedad, si ella misma asume pertenecer a una generación con una identidad cultural escindida y, pese a la falta que siente, desdeña su valor de prerrogativa fundamental?  Y, ¿por qué después de la interpelación y la acusación constitucional contra Chadwick, desde el caso Catrillanca hasta la represión del estallido social, quien ha perdido es el pueblo Mapuche? ¿Cuándo se debatirá sobre la culpa colectiva y la responsabilidad política de parlamentarios que, como Leuquén, deciden que su idea de libertad no está esencialmente vinculada a la historia de la dignidad como motor de la defensa de los derechos humanos?

Vestir o no vestir de mapuche: esa es la cuestión

Leuquén Uribe libremente puede decidir desentenderse de la lucha de reconocimiento de su pueblo y, por ello, no tiene obligación de usar vestimenta tradicional ni rescatar su cultura ancestral ni reivindicar la propiedad de los terrenos que alguna vez habitaron sus antepasados. Sin embargo, ese espíritu libertario tiene límites que alcanzan a su libertad de conciencia y religiosa, a sus derechos culturales y a sus libertades económicas: ella tiene dos deberes morales y de derechos humanos: uno, el deber fundamental —como todos los tenemos— de respetar lo que significan cada una de las prerrogativas que conforman el acervo de derechos indígenas y los avances doctrinarios a su favor; y, dos, el deber de respetar las luchas que otros dan ante la adversidad. No es moda, no es pose progresista, sino es la manifestación mínima de respeto a la existencia de su cultura. Son normas que en el derecho internacional se llaman de Ius Cogens y están en la cúspide de la ética global.

Estos ya no son los tiempos de las luchas que libraban las hermanas Quintremán en Alto Bío Bío, hace dos décadas, y cuya justicia indígena de transición hoy se valora como una flagrante violación de derechos humanos. Tampoco son los días de la Dictadura, en que la orfebrería mapuche y el patrimonio de los pueblos originarios era cotizado para la exhibición y el lujo: cómo no evocar a Cecilia Bolocco en el Miss Universo de 1987 y su estilismo con raíces mapuches. No, no es solo la indumentaria exótica de la época en que los yuppies nos enseñaban cómo ser ricos. Respetar la dignidad de cualquier etnia o pueblo indígena exige valorarlos en su perspectiva ética. «El mundo mapuche es muy pudoroso, no muestran el cuerpo y se cubren completamente en textiles, hombres y mujeres, y mientras más solemne y religiosa la situación, más cubiertos», explica Pedro Mege Rosso, antropólogo y director del Centro Interdisciplinario de Estudios Interculturales e Indígenas.

La diputada, cada cierto tiempo, destaca que ha dejado atrás a su pueblo y a su vestuario, a diferencia de Emilia Nuyado (que le parece anda disfrazada) y todo lo que ello representa, para integrarse a los roles y espacios de la derecha dirigente y dueña de la economía. Y ha sido pragmática e inteligente, venciendo a hombres y a mujeres de ancestros europeos de esos que copan portadas de la prensa chic. Una elite violenta, despectiva y con un alto grado de aporofobia, en todo caso. Este concepto se usa para definir el rechazo u odio al pobre. Se basa en la creencia de que aquellos sujetos que están en situación de vulnerabilidad no tienen nada que aportar al país. En el caso de nuestra sociedad, la cultura indígena es vista desde el capitalismo como pobre. No hay grandes casas, no hay centros comerciales atestados de gente, calles con exceso de automóviles. Y claro, una cultura que ama a la Tierra vive en armonía con ella, no abusa de extraer todo lo que pueda a cambio de grandes lujos. Antes ya se habían visto casos de desconexión con cualquier pueblo originario, basta recordar el cambio de apellido de Darío Paya ( UDI) — originalmente—Payacán.

En fin, «Libremente Aracely» —que no la Diputada Sour— es el paradigma de una moral escindida, un punto ciego en un mapa roto de la memoria de un pueblo reprimido e incomprendido. Esta es la oportunidad para que, desde su lugar en la derecha, asuma un rol más activo. Si no es usando los looks que desdeña de la mapuche tradicional, al menos defendiendo las libertades de su pueblo. Y, es que el ser de derechas hoy no puede significar, en una democracia, el cerrar los ojos ante crímenes de lesa humanidad y vulneraciones de derechos humanos. Los recuerdos de Ranquil o de los ejecutados políticos y desaparecidos mapuches del régimen militar, no pueden ser un eco estéril. Por eso, sólo se le pide a la diputada Leuquén que honre la dignidad de su pueblo, tomando conciencia de donde viene y lo que implica el trabajo que realiza junto a otros parlamentarios. El mundo está cambiando y tener la lógica política de los años 70 solo nos conduce al horror de las dictaduras pasadas. En esta sociedad del Chile post octubre la elite no puede darse el gusto de “palmotear rotos”, sin esperar una contundente respuesta que reivindique los derechos de las víctimas más allá de las reminiscencias de la izquierda, el comunismo y la falsa propaganda.

Víctor Peredo y Giovanna Flores Medina