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Opinión

Naturalización de la violencia represiva

Por: Rodolfo Fortunatti | Publicado: 11.02.2020
Naturalización de la violencia represiva | Foto: Agencia Uno
El INDH ha dejado de ser asunto de los partidos políticos, del Senado, de la Cámara de Diputados, de los presidentes de la República, de los decanos de derecho y de las organizaciones de la sociedad civil que nominaron a sus miembros. Hoy por hoy, lo que ahí ocurre tiene una autonomía no corporativa que obedece más a grupos de influencia y a redes de intereses, en ocasiones clientelares, que a los controles institucionales de una democracia en forma.

Se ha especulado que la coyuntura que atraviesa el Instituto Nacional de Derechos Humanos, INDH, es un momento de contradicción transitoria derivado del llamado «estallido social».

Su director subrogante, procurando sustraer las causas del trascendido conflicto a simples diferencias de opinión entre sus consejeros, ha querido ofrecer una imagen de estabilidad y gobernabilidad que, sin embargo, no parece tal. El solo hecho que las vacaciones del titular del organismo hayan dado lugar a una bien coordinada cobertura comunicacional en El Mercurio, La Tercera y Televisión Nacional, revela cuan profunda, orgánica, estructural y de sentido, es la crisis que perturba a la institución.

Porque el problema que viene saliendo a la luz pública ha dejado de ser la típica tensión doméstica de consejeros que, sin aprensiones de ningún tipo, abandonan sus tiendas políticas, retornan a ellas siguiendo los vientos que soplan, cruzan las fronteras históricas que antaño los separaban de sus adversarios, y derriban a sus ejecutivos con la misma facilidad con que instalan a sus sucesores. El desenlace del caso Branislav Marelic es un antecedente premonitorio de lo que está sucediendo, y debería inhibir las palabras de despecho, así como los airados reproches, de quienes, ahora en su lugar, son objeto de críticas.

Pero también el INDH ha dejado de ser asunto de los partidos políticos, del Senado, de la Cámara de Diputados, de los presidentes de la República, de los decanos de derecho y de las organizaciones de la sociedad civil que nominaron a sus miembros. Hoy por hoy, lo que ahí ocurre tiene una autonomía no corporativa que obedece más a grupos de influencia y a redes de intereses, en ocasiones clientelares, que a los controles institucionales de una democracia en forma.

Cuántas víctimas son necesarias

Si los ciento veinte días que dura la revuelta social y la inestabilidad política han agregado valor al papel desempeñado por la entidad, este ha sido demostrar su disfuncionalidad con la cultura política y con las prácticas al uso de la lucha por los derechos humanos en Chile.

Podrá sorprender, pero en el Instituto son temas discutibles, opinables, manejables en la prensa y en los informes anuales, lo que las convenciones internacionales y las leyes han sentado como doctrina universal. En el Instituto es materia de controversia la noción de violación sistemática de derechos humanos. Es motivo de litigio que sea el Estado, y no los civiles que protestan, quien vulnera los derechos humanos. Y es una cuestión ideológicamente disputable que las manifestaciones públicas en la zona cero sean realmente cívicas y no brotes de incivilidades.

El problema es que si este núcleo de convenciones no está claro y bien definido en el órgano encargado de promover y proteger los derechos humanos de todas las personas, es bastante difícil que su política pública pueda contribuir a frenar la violencia y a restablecer la paz social.

Porque, cuando sus mismos personeros refutan explícitamente la existencia de violaciones sistemáticas de derechos fundamentales —no siendo la instancia facultada ni autorizada para determinarlo—, y, al mismo tiempo, el Congreso absuelve de culpabilidad política al Presidente de la República y a su Intendente, responsables ambos de esas vulneraciones, entonces el país percibe que se han agotado las herramientas institucionales encargadas de defender a la población de la violencia represiva, y que se ha perdido la oportunidad de apelar a la intervención de los organismos internacionales de justicia frente a lo que podría ser la configuración de crímenes de lesa humanidad. Sobre todo fijando un contraste con la Ley 20.357 que nos rige hace más de una década, desde el 18 de julio de 2009, la que no deja lugar a interpretaciones al definir el ataque sistemático como «una serie de actos sucesivos que se extienden por un cierto período de tiempo y que afectan o son dirigidos a un número considerable de personas».

¿Qué estadísticas serían necesarias para dar origen a una violación sistemática? ¿Por cuánto tiempo? ¿A qué número de ciudadanos?

La Fiscalía Nacional cifra en 31 personas fallecidas y en 5.558 las víctimas de violaciones a los derechos humanos perpetradas por agentes del Estado desde el pasado 18 de octubre. El mismo INDH señala que en igual periodo se han registrado 869 denuncias por golpizas, y que el número de personas con daños oculares se eleva a 427.

Cuando los ejecutivos del ente público afirman que los civiles que protestan también violan los derechos humanos, aunque el Estado siga detentando el monopolio y el ejercicio de la fuerza armada, lo que están diciendo es que «primera línea», «ayudistas» y «barricadistas» son actores no estatales asimilables a grupos armados y empresas transnacionales que amenazan y violentan a defensores de derechos humanos. Están afirmando que dichos patrones de violencia son semejantes a los seguidos por organizaciones guerrilleras insurgentes, terratenientes armados que coadyuvan a la matanza de campesinos, y carteles con escuadrones militarizados que mantienen control sobre ciertos poblados, lo cual es un disparate a la luz del derecho humanitario.

Luego, la consecuencia política de esta profesión es que exime al Gobierno de su deber de mantener el orden público y de asegurar a las personas su integridad y la de sus bienes frente a cualquier agresión, sea de policías o de civiles. En vez de esto, equipara las vulneraciones de derechos cometidos por agentes del Estado con las incivilidades provocadas por manifestantes y por los mismos funcionarios policiales. ¿Con qué objeto? Para justificar el endurecimiento de la represión y frenar el malestar de la población expresado en las protestas.

Uno o varios patrones de violencia

Y cuando el subrogante estival del Instituto sostiene que lo de la zona cero es pura violencia, lo que está haciendo es estigmatizar la protesta legítima de los ciudadanos. Por cierto, nuevamente, sin ninguna facultad ni autoridad que no sea su propia apetencia, el directivo desautoriza la libertad de reunión y de expresión de quienes concurren a la plaza.

Pero ¿es solo uno el patrón de comportamiento público de los manifestantes? Más todavía, ¿es solo uno el patrón de violencia que asumen los autores de las incivilidades que ocurren en la zona cero? Definitivamente, no lo es. Ni siquiera es consuetudinario el patrón de violencia en una organización armada, como lo han puesto de relieve múltiples investigaciones, siendo una de las más recientes la de Gutiérrez y Wood que lleva por título Cómo debemos entender el concepto de patrón de violencia política. Por consiguiente, si a diferentes grupos e intereses corresponden distintos patrones de conducta, entonces los que pueden reconocerse en la protesta pública no son susceptibles de ser encasillados en la muy general imputación de actos violentos.

¿Cuál es la consecuencia política de no hacer distinciones sociológicas? Primero, falsificar el carácter cívico de la protesta atribuyéndole la característica de violenta y, segundo, por ser la protesta a ojos del Ejecutivo censurablemente violenta, prohibirla, proscribirla, anularla. ¿De qué modo? Sitiando el lugar de la convocatoria, cerrando el paso a los manifestantes, impidiendo la reunión y la expresión, y hacerlo con el empleo desproporcionado de la fuerza, como lo han comprobado en terreno los propios observadores del INDH. Creando así un estado de confrontación, de agresión y de temor persistentes, que interrumpe la paz social, que impide el diálogo y estimula la segregación de los lazos comunitarios. La masiva renuncia de funcionarios de Carabineros a la institución constituye un sugestivo indicador del complejo laberinto que empezamos a transitar.

El mes de marzo será activo en protestas. Es parte de la democracia y del ejercicio de las libertades. Y el hecho crucial, puro, irrefutable, es que el país no está predestinado a una cuota de dolor y sacrificio. No está condenado a lamentar nuevas agresiones contra adolescentes, jóvenes y mujeres. Y no tiene por qué esperar nuevas cifras de mutilados, golpeados, violados, detenidos o humillados. La principal responsabilidad por la integridad física, mental y espiritual de las personas recae en las instituciones que tienen por misión y vocación la dignidad humana.

Más allá de las contradicciones entre el Gobierno y la Oposición, entre el Ejecutivo y el Parlamento, entre el mundo político y el mundo social, entre las policías y la civilidad, el desafío de los organismos de derechos humanos es ser fieles a la Declaración Universal, evitando pronunciamientos innecesarios e ineficaces sobre una contingencia que no les redituará recompensas y que, por el contrario, solo podría perjudicar a los más débiles y desamparados.

Rodolfo Fortunatti