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Opinión

El éxodo de la gallina sin cabeza y el perro muerto

Por: Trinidad Aparici | Publicado: 03.03.2020
El éxodo de la gallina sin cabeza y el perro muerto Imagen referencial. | Fuente: Agencia Uno (archivo).
¿A qué le tenemos tanto miedo que nos lleva a enmudecer? Siempre hay algo que termina por encender las fauces de los defensores de una moral absoluta, sea de quienes amenazan con un ataque de tercermundismo, o la humillación pública que conlleva el retiro de la membresía del club de los que luchan por lo justo. Si realmente queremos contribuir al cumplimiento de nuestras expectativas tenemos que dejar la desidia de lado y, tal como hemos dotado de trasfondo a la violencia, debemos otorgar contenido a esa tan manoseada dignidad. Oponerse al debate mundano, aunque carezca del heroísmo del camote que vuela por la calzada, no nos dejará más iconos que un perro muerto que, por más estético que se vea en el merchandise revolucionario, nos lleva al absurdo de recordarnos que los perros no hablan, y los muertos tampoco.

Cansados de escuchar los designios del neoliberalismo hablar a través de sus profetas, la institucionalidad moderada formada en democracia, hemos construido, cuál becerro de oro, un perro negro para salir masivamente a la calle a exigir justicia. Esta ya es una historia bien conocida y explicada una y otra vez a los periodistas curiosos que llegan del extranjero a visitar este particular pueblo elegido: la cueca democrática redujo la pobreza, se nos prometió el desarrollo y avanzamos con esa fe ciega hasta que no logramos soportar las penurias del viaje. Es por ello que hemos desafiado a la institucionalidad, hemos construido nuestro perro negro y los todopoderosos han enviado a sus fieles a golpear y mutilar, a pasar “de puerta en puerta por el campo y matar cada uno a su hermano, y a su amigo, y a su pariente” (Éxodo 32:27). Ya nos sabemos el relato al derecho y al revés; repletamos la plaza con los ojos cristalizados por esta nueva esperanza que se levanta ante nosotros: hemos logrado que a los pies del perro se revienten las Tablas de la Ley, arrojadas con frustrado desdén por los mismos que las escribieron.

Ahora cabe preguntarse: ¿cuánto más vamos a seguir viviendo en este estado religioso de esperar revelaciones impertérritas? Creímos haber vencido los lineamientos incuestionables del modelo, la forma en la que entendemos la política, el pasado está en el suelo y en el cielo ya podemos ver el rojo amanecer; pero al parecer, aún después de todo, no abandonamos nuestra naturaleza de rebaño sediento de fe. ¿De qué es esta arena sobre la que se erige la nueva alianza?

Primero, lo que cambia tiende a ser una cuestión de concepto. Siempre que se habla del pueblo ha sido de forma instrumental: “yo, el lider, me invisto de la voluntad del pueblo para pronunciarme por ellos”; o en su defecto, “yo, el tirano, me invisto de la voluntad del pueblo para obrar por ellos”. Hoy estas nociones parecen haber mutado, ya no podemos apuntar al que lleva la voz cantante para reclamarle que se baje del estrado por tomar una posición que no es la suya. Sin embargo, aún cuando podríamos creer que es exactamente lo que estamos haciendo, obviamos que tienen que ser los unos los que bajen a los otros, y no un mensaje abstracto de La Calle el que dictamine los destinos de la nueva sociedad que debería resurgir de La Revuelta. Vemos a quienes deberían liderarnos quedarse anonadados mirando por la ventana, esperando una señal del zumbido de cigarra de las masas. Paradójicamente, en la época del perro negro es cuando más esperamos designios de las zarzas en llamas, o de las estaciones de Metro en llamas, que no es lo mismo, pero es igual. Tratamos de interpretar acciones violentas como actos de reivindicación popular, las dotamos de un contenido épico, monumentos a la memoria del MIR, lo que sea con tal de hacernos sentido de la explosión caótica en la que llevamos los últimos meses, pese a no tener idea de quiénes son los responsables o con qué fin se ha empleado el fuego.

Con esta retórica camaleónica nos insertamos en un término medio entre revolución y Estado de Derecho (que no es ni mucho de lo uno, ni poco de lo otro) esperando a que La Calle nos ilumine el camino. Hasta el momento, nadie ha tenido la valentía de recibir los embates de los tiempos convulsionados, levantarse delante del perro negro y hablar por quienes no han recibido el maná del cielo, sino ¿cómo se unirán las tribus para reemprender la marcha al país del futuro?

Ya no estamos para formas tradicionales de liderazgo, me dijo una chica que apagaba lacrimógenas con un chimbombo. Varios hemos pensado lo mismo, pero no podemos hacer oídos sordos a la urgencia: hay que responder a esa ciudadanía que se replegó de las manifestaciones y mira marzo con espanto (otra premonicion de orígenes divinamente inciertos), pues es ese sector la mejor arma de las élites fascistas para mantener su preciado statu quo y no, por más contraintuitivo que parezca, las AK-47 que tanto nos escandalizan.

Es momento de pensar y disentir. Ya escuchamos suficiente jerigonza moralista y le hemos dado respetuosa tribuna a quienes se jactan de una vacía consecuencia mientras derraman lágrimas en asambleas como santos en éxtasis. Si realmente anhelamos un nuevo rumbo, una nueva tierra prometida, no podemos hacerlo con el paso errático de una gallina sin cabeza. Podrá sentirse que su encauce se ve impedido por los alaridos que claman sacrilegio cuando no se actúa según los designios de La Calle, portadora de la verdad, ente misterioso e inabarcable para el entendimiento humano que crea y destruye de formas misteriosas; mas ya no podemos conformarnos con diagnósticos y debemos presentar soluciones. Es probable que una mayoría importante arrugue las narices por considerar lo propuesto demasiado o insuficiente, pero no podemos continuar en este limbo que pretende estrechar la mano de los que defienden que esto no es de izquierda ni de derecha, y de quienes rasgan vestiduras con cualquier divergencia de la última iniciativa delirante viralizada en redes sociales por el profeta de turno.

Finalmente, ¿a qué le tenemos tanto miedo que nos lleva a enmudecer? Siempre hay algo que termina por encender las fauces de los defensores de una moral absoluta, sea de quienes amenazan con un ataque de tercermundismo, o la humillación pública que conlleva el retiro de la membresía del club de los que luchan por lo justo. Si realmente queremos contribuir al cumplimiento de nuestras expectativas tenemos que dejar la desidia de lado y, tal como hemos dotado de trasfondo a la violencia, debemos otorgar contenido a esa tan manoseada dignidad. Oponerse al debate mundano, aunque este carezca del heroísmo del camote que vuela por la calzada, no nos dejará más iconos que un perro muerto que, por más estético que se vea en el merchandise revolucionario, nos lleva al absurdo de recordarnos que los perros no hablan, y los muertos tampoco.

Trinidad Aparici