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Opinión

Chile despejado

Por: Rodrigo Karmy Bolton | Publicado: 31.03.2020
Chile despejado | Foto: Agencia Uno
Los trabajadores no tienen opción: en un sistema radicalmente precario respecto de sus derechos y de su situación, donde constitucionalmente se favorece el derecho del empleador, o bien, los trabajadores no faltan al trabajo y se contagian con el virus o bien se ausentan del trabajo exponiéndose a la arbitrariedad del despido. El doble vínculo que asola a la fuerza de trabajo chilena –pero también mundial como ha recordado David Harvey- exhibe el modo en que el terror está perfectamente asentado en la propia racionalidad del sistema que ha quedado enteramente “despejada”.

Un detalle no menor que seguramente la ciudad de Santiago de Chile comparte con miles de otras ciudades declaradas en cuarentena (total o progresiva) es que los cielos comienzan poco a poco a despejarse. Los ruidos aminoran, apenas un par de motos desgarrando el continuum de silencio que reposa poco a poco sobre la ciudad. Todo parece calmo. Apenas viento, el sol aún abrasa con un calor que poco a poco huye del verano y alguien apenas pasea a su perro cuando las plazas públicas –esas que hasta hace pocas semanas albergaban cabildos y protestas populares- resuenan como monumentos de una civilización perdida que alguna vez disfrutó de sus haberes.

Pero la tranquilidad del paisaje citadino lleva consigo algo inquietante. Como si dicha calma no fuera sino la parálisis de nuestros cuerpos frente a algo que nos rebasa sin control posible. La calma de nuestras calles en cuarentena despeja al país y hace ver a las cosas de manera “transparente”.

En uno de los últimos discursos Piñera –en una imitación al discurso de Merkel- planteaba como virtud el que la democracia sería el privilegio de la “transparencia” y donde los gobernantes deben dar explicaciones a sus ciudadanos acerca de sus pasos. Un poco extraña la declaración de principios después de meses en que la policía no ha dejado de operar como una fuerza paramilitar contra la exigencia de democratización planteada por el pueblo desde el 18 de Octubre. Pero una declaración política cuando todo se trata de mitigar hegemonías emergentes (China) y mantener la lealtad ciega a los EEUU a pesar de que éste último resulta incapaz de sostenerse.

En cualquier caso, todo parece como si entre terror y transparencia hubiera algo más que una coincidencia y se apuntara a que el primero sólo parece realizable como transparencia. Todo lo que es transparente para sí mismo es terrorífico, aquello que no tiene secretos, que no guarda silencio, que se muestra como una presencia plena no puede articularse sino en virtud del terror como pasión. La modernidad se vuelve así la época del terror y la “revolución” su vitrina más decisiva: la revolución puede funcionar como un dispositivo de verdad ahí cuando se propone “denunciar” el secreto del Ancien Régime y su época (la modernidad) como la que incita a confesar la verdad, a producirla permanentemente purgándonos del mal.

El terror y la verdad como los dispositivos fundamentales de la operación de transparencia muestra que en la actualidad el terror no necesita recurrir a las clásicas dictaduras, tiranías o totalitarismos de los años 30, sino que le basta con inocularse en una democracia desfondada por el régimen de acumulación flexible del capital financiero vertebrado a partir de las tecnologías de la razón neoliberal. El terror contemporáneo no necesita de grandes liturgias, basta la imagen, tan escalofriante como cotidiano, de una plaza vacía. Por eso, él no es otra cosa que la experiencia en que el mundo se vacía de mundo que ha sido desarrollada hace varias décadas con las políticas de precarización inauguradas por la razón neoliberal que han terminado por docilizar nuestros cuerpos separándoles de su potencia sensible.

Así, aun cuando haya sido a propósito del virus, el terror que experimentamos no ha sido causado por el virus, sino por los estragos de las políticas neoliberales que han vaciado al mundo de mundo. La producción de vacío –la excepción- es característica del terror. Sólo en la excepción todo se vuelve transparente y el terror vertebra el juego de los cuerpos.

Como señaló recientemente el filósofo Jordi Carmona, estamos asistiendo a la consumación de un proyecto civilizatorio cuya realización última se despliega bajo la razón neoliberal. En esta perspectiva, se juega la devastación de la noción de mundo para situar en su reemplazo al globo. El mundo no es el globo, tanto como el “otro” no es a lo “mismo”. Justamente, la irrupción del coronavirus –su irrupción “sensible”, antes que puramente “biológica” –es decir, a nivel psíquico y político- viene a inmunizarnos de esa relación con el “otro”.

He aquí la naturaleza ética y política del problema que ha subrayado Agamben recientemente y que, de alguna forma, puede advertirse en la distinción planteada por Judith Butler en otro lugar: una cosa es la seguridad y otra la protección. La seguridad deviene un dispositivo de atomización individual que no tiene otra fortuna que la de extender el paradigma del miedo y potenciar así el blindaje inmunitario de los mismos dispositivos de seguridad. En otros términos, la “seguridad” –en tanto es el capital- no tiene fin y, a pesar de su promesa de inmunidad, en realidad profundiza la desprotección al separar, cada vez más, a los cuerpos de la  sensibilidad común. En este sentido, la seguridad destruye cualquier dimensión ética y política posible. La protección en cambio pone en juego dicha sensibilidad gracias a la cual, a veces, los pueblos se defienden de determinadas amenazas (un tirano, una invasión o una peste) poniendo en común problemas e inventando modos de organización precisos para enfrentarlos. La protección se resuelve así en una apuesta ético-política fundamental que no se deja arrasar del todo por la abstracción securitaria.

Como el mundo ha comenzado a disolverse en el globo, también la protección cada vez se confunde más con la seguridad. La protección intenta resguardar la opacidad del mundo, la contextura en que éste lleva siempre el signo del “otro”, la seguridad, en cambio, orienta sus esfuerzos a borrar la opacidad del “otro” que palpita en cada rincón de nosotros mismos, purificándonos respecto de la mundanidad que plantea la relación con otro. Porque esa relación no puede ser pensada como “secundaria” respecto de un “yo” autoevidente que ilusoriamente aparece como premisa de todas las relaciones. Al contrario, el otro está siempre como soporte, atravesamiento y fuerza constituyente de cualquier posibilidad de subjetivación de algo así como un “yo”. Parafraseando a Freud podríamos decir: donde hubo mundo advendrá “yo”.

El terror es la calma, ausencia de gesto, muro que funciona, la orden que conduce. En otras palabras, “terror” designa justamente la confiscación de la imaginación popular por una sutura imaginaria que hoy se llama “virus” pero en cuyo fantasma se deposita el terror a ese vacío políticamente producido por años de neoliberalismo. El terror es justamente la experiencia en la que todo parece perfecto, y donde la ilusión del control total nos hace volcarnos a la prepotencia humanista de que por fin el “hombre” habrá podido triunfar sobre la Naturaleza. Pero lo cierto es que, hace demasiado tiempo, nuestro planeta arde. Miles de bosques son arrasados todos los días, los mares y aires son profunda e irreversiblemente contaminados y el espíritu “humanista” nos jura que todo está bajo control porque la tranquilidad nos recorre mientras la devastación se consuma ante nuestros ojos.

Haber experimentado la tormenta de realidad desde el 18 de Octubre hasta el Marzo del coronavirus ha significado despedirse del “modelo”, “ejemplo” u “oasis” con el que el poder invistió a este fragmento de tierra llamado país. No hay más “modelo”, “ejemplo” u “oasis”, tan sólo incendio perpetuo de la ilusión constituida desde el 11 de septiembre de 1973 que terminó por hacer naufragar a nuestro presente.

¿Podrá capitalizar Piñera y su gobierno esta coyuntura? Difícil: si el pueblo vio en ellos al “cazador” que hasta hace muy pocas semanas seguía lanzándoles una fuerza paramilitar sin contemplaciones, resultará muy extraño que pueda volcarse hacia la figura del “pastor” capaz de restituir al dispositivo de saber-poder que orienta su acción hacia el “bien común”. Si bien la duplicidad entre pastor y cazador ha sido históricamente reversible (pues en realidad es uno y el mismo dispositivo), me parece que el pueblo desea protección –como lo hizo durante el 18 de Octubre cuando precisamente denunció al sistema en que vive como aquél que “abusa” y no le protege.

Pero el gobierno ejerció en base a la noción de “seguridad”, de un modo similar al mes de marzo al obligar a los trabajadores a ir a sus faenas bajo riesgo de contagio poniéndoles a merced del poder mismo de la muerte, disponiéndolos a la violencia sacrificial. Los trabajadores no tienen opción: en un sistema radicalmente precario respecto de sus derechos y de su situación, donde constitucionalmente se favorece el derecho del empleador, o bien, los trabajadores no faltan al trabajo y se contagian con el virus o bien se ausentan del trabajo exponiéndose a la arbitrariedad del despido. El doble vínculo que asola a la fuerza de trabajo chilena –pero también mundial como ha recordado David Harvey- exhibe el modo en que el terror está perfectamente asentado en la propia racionalidad del sistema que ha quedado enteramente “despejada”.

Otra vez: no es el virus sino la devastación neoliberal. Porque así desde el 2019 sabemos que no tenemos el “modelo” de país que algunos soñaron, hoy sabemos que un pequeño virus ha despejado la visión de un Chile que contempla lleno de rabia la vida reducida a su propia desnudez. Porque, lejos de ser un dato natural, la desnudez es justamente el efecto más decisivo de la producción del poder.

Después de haber restituido la imaginación popular por tantos años arrebatada, el virus vuelve a visibilizar el terror del propio sistema que supuestamente nos debería “proteger”: el pastor era y sigue siendo el cazador. Por eso, la revuelta de Octubre sigue vigente. Porque no pretende una nueva fe promulgada por nuevos pastores, sino una nueva vida que sin pastor ni cazador restituya la intensidad que en la experiencia de la Unidad Popular asumió un nombre decisivo: compañerx.

Rodrigo Karmy Bolton