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Opinión

COVID-19 y la crisis terminal de la élite chilena

Por: Simón Ramírez | Publicado: 19.04.2020
COVID-19 y la crisis terminal de la élite chilena |
El problema principal de muchas de las situaciones polémicas causadas por miembros de la élite en los últimos días está en este nivel.  Jacqueline van Ryselberghe sesionando desde su cama con una copa de  vino, los jóvenes del barrio alto haciendo fiestas en cuarentena,  las familias que reclaman ver afectado el derecho de uso de su “propiedad” por no poder pasar la cuarentena en su casa de Zapallar, o en su grado máximo, los dichos de José Manuel Silva y el presidente de la Cámara de Comercio de Santiago respecto de que había que reactivar la economía y que eso implicaría muertos, no está sólo en el orden de lo moral -en lo malo que sería que una senadora sesione con una copa de vino- o de lo legal -respecto de quienes hacen fiestas en cuarentena-.

La élite chilena está en una crisis terminal. Obsesionados con el «derecho de propiedad» y la «libertad individual», no solo han demostrado tener conductas antisociales, sino que, además, han terminado por perder su capacidad de liderazgo que por décadas definió su ser social. Su crisis, entonces, es total: moral, política y de legitimidad, cuestión que ha quedado confirmada tras observar su comportamiento en medio de la crisis sanitaria producida por el COVID-19.

Hace unos días, Amaya Álvez en una lúcida columna hacía referencia a uno de los problemas centrales a los que nos enfrentaba esta pandemia, la falta de empatía y carencia de conciencia de la alteridad en medio de una sociedad neoliberal como la nuestra. El problema societal al que Álvez apunta es totalmente cierto, pero es un problema que es aún más profundo si dirigimos la mirada hacia la élite. Es esta distancia de la élite con el resto del país, ininterrumpidamente creciente, la que en parte está en la base de lo que podríamos llamar sus tendencias autodestructivas y que dan forma a este escenario de decadencia que observamos a diario.

Esta distancia con el resto de la sociedad está, en primer lugar, determinada por la ya conocida desigualdad radical que estructura nuestra sociedad. No es exagerado decir que la desigualdad es tal, que básicamente en Chile hay dos sociedades. Y cuando hablo de desigualdad, pienso por supuesto en la económica, pero con ella, en prácticas sociales cotidianas como las cosas que se compran en el supermercado, lo que se come, los medios de transporte que se usan, las actividades de recreación, la forma de hablar, las expectativas de desarrollo personal, etc. En todas ellas hay literalmente un mundo de diferencia entre la élite y el resto de la sociedad.

El problema con lo anterior no solo es moral -que a mi parecer es, sin duda, una dimensión importante del problema-, sino que también es social, en el sentido de que genera una barrera importante para la integración. Patrick Sachweh, sociólogo alemán, ha planteado que un límite de la desigualdad social debiese ser evitar la generación de lo que él llama un “abismo de empatía” (empathy gulf). Es decir, un límite tras el cual los grupos sociales ya no se reconocen como parte de un todo compartido, porque básicamente dejan de tener cosas en común respecto de su vida cotidiana. La situación en Chile es precisamente esta, y la radical falta de empatía que hemos visto los últimos días se ancla aquí. Entre la élite y el resto de la sociedad hay un abismo profundo e insalvable. Se trata de un abismo que toma la forma incluso de un abismo cognitivo. No solo es una ceguera social en el sentido de no ver a otros diferentes, sino que se trata de una incapacidad de entender o siquiera imaginar cómo son recibidas sus acciones por los otros.

De hecho, el problema principal de muchas de las situaciones polémicas causadas por miembros de la élite en los últimos días está en este nivel.  Jacqueline van Ryselberghe sesionando desde su cama con una copa de  vino, los jóvenes del barrio alto haciendo fiestas en cuarentena,  las familias que reclaman ver afectado el derecho de uso de su “propiedad” por no poder pasar la cuarentena en su casa de Zapallar, o en su grado máximo, los dichos de José Manuel Silva y el presidente de la Cámara de Comercio de Santiago respecto de que había que reactivar la economía y que eso implicaría muertos, no está sólo en el orden de lo moral -en lo malo que sería que una senadora sesione con una copa de vino- o de lo legal -respecto de quienes hacen fiestas en cuarentena-. Lo realmente problemático de estos hechos es cómo enrostran la desigualdad, el abuso y la diferencia brutal que implica para la vida cotidiana pertenecer a una parte o a la otra de la sociedad. Es la diferencia entre tener que ir a trabajar todos los días en medio de una pandemia, arriesgando el contagio, y entre quedarse en la casa, con un sueldo millonario sesionando desde la cama y con una copa de vino; la diferencia entre para quienes la justicia implica cárcel y para quienes impunidad o ,en el peor de los casos, para quienes la reactivación de la economía implica muerte y para quienes no implica más que participar en reuniones virtuales mientras las utilidades se mantienen arriba por el trabajo de quienes arriesgan su vida. El relato detrás de estas acciones de la élite, la defensa de la “libertad personal”, la “libertad de empresa” o la defensa del “derecho de propiedad” articula una forma de vida que, insisto, está separada por un abismo de la vida del resto de la sociedad.

Todo esto, por último, se radicaliza en la medida en que esta élite es profundamente neoliberal, por tanto, profundamente individualista. Esta élite nace y se diferencia de la del período previo al Golpe de Estado, precisamente por este movimiento: la instalación del neoliberalismo. Es decir, las condiciones estructurales fundamentales de la subjetividad neoliberal son su marca de nacimiento.

Dicho todo esto, entonces, la distancia de la élite respecto del resto de la sociedad no es solo por sus condiciones de vida y prácticas sociales, o sea, no solo existe este abismo cognitivo con el resto de la sociedad que impide el ejercicio de la empatía, sino que, además, se trata de un grupo que está movilizado antes que todo por sus intereses individuales. La mezcla de ambas condiciones, entonces, transforma a este grupo en un grupo particularmente antisocial.

Como bien han mostrado algunos sociólogos, Carlos Ruiz por ejemplo, durante las décadas transicionales, e incluso podríamos decir que hasta hace muy poco antes del 18 de Octubre, esta misma élite, encumbrada bajo el discurso -socialmente falso, por cierto- de la meritocracia y el emprendimiento, tuvo un liderazgo cultural indiscutible. Encarnaban un modelo, eran la expresión viva del chilean dream que operó como catalizador del ciclo consumo-deuda, que en parte importante terminó dando forma a la estructura social chilena.

Sin embargo, con el paso de las décadas, la experiencia vivida de una movilidad social imposible, el derrumbe de un chilean way of life marcado por el acceso vía crédito a bienes materiales y educacionales, pero que en realidad terminó atando a las familias trabajadoras a una verdadera “servidumbre por deudas”, y la visibilización de los groseros niveles de corrupción en los sectores empresariales, expresados en los diversos casos de colusión, en la compra de políticos y escritura de proyectos de ley literalmente en los escritorios de los directores de empresa, en las deplorables condiciones laborales que ofrecían a los trabajadores, o sea, en una palabra, en el abuso, terminó por sepultar esta imagen de modelo que durante décadas sirvió al empresariado y a la élite en general para mantener su legitimidad social en el orden neoliberal.

Si bien estas posiciones sociales de la élite venían en franca decadencia, tras el Estallido Social, su crisis parece ser terminal e irreversible si lo que prevalece en el país es la democracia (siempre está la posibilidad, históricamente comprobada, de que defiendan su posición de privilegio a través de métodos autoritarios). Las tendencias autodestructivas de órdenes sociales basados en los mercados autorregulados, siendo el neoliberalismo su forma actual, han sido bien descritas por las ciencias sociales (Polanyi antes o Streeck ahora lo hacen con elocuencia) y la decadencia de estos órdenes implican la decadencia de sus grupos dirigentes: en este caso, la élite chilena.

La aparición de la crisis sanitaria producto del COVID-19, que podría haber mostrado otra cara de la élite -a propósito de su conocido carácter devoto-, al final terminó siendo su sepulturera, en términos de su legitimidad y liderazgo social. Si bien la pandemia constituyó en la práctica una pausa a los procesos de impugnación al orden social, económico y político neoliberal iniciados por el Estallido social y, en ese sentido, a la derecha política, le ofreció un respiro e incluso una posibilidad de relegitimación a propósito de la gestión de la crisis, respecto del proceso de degradación moral y política de la élite, esta pausa no ha existido.

Al parecer, el develamiento de los abusos y la desigualdad vivida, el despertar de la amnesia de la génesis respecto del carácter oligárquico de la sociedad y el fin de la condición de “modelo” social de la élite, no tiene vuelta atrás y, por tanto, este proceso de decadencia no dejará de ocurrir porque estos sectores, aun cuando lean esto, van a ser incapaces de verlo y cambiar sus formas de actuar, se trata formas de ver el mundo y principios que orientan la acción que, al ser estructurales, son oscuros para la élite misma.

Así, la lógica de acumulación ilimitada que está detrás de sus comportamientos, y que ya se ha asentado como forma de vivir la vida, pero, además, su radical incapacidad de empatía de la que he hablado terminarán siendo la firma de su sentencia de muerte, lo que tiene, por cierto, su lado positivo: la posibilidad de construcción de un orden social alternativo, que permita el posicionamiento de otros sectores sociales en los lugares de conducción y liderazgo social. Es claro entonces, que en los procesos políticos que se avecinan, hay mucho en juego.

Simón Ramírez