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Opinión

Derechos y deberes humanos, más allá de la real politik

Por: Giovanna Flores Medina | Publicado: 07.05.2020
Derechos y deberes humanos, más allá de la real politik El director del INDH, Sergio Micco | Foto: Agencia Uno
Veamos, entonces, algunas de las vulnerabilidades que estaban en las preocupaciones originales del abogado Micco antes del 18 de octubre y, naturalmente, de la pandemia. Por ejemplo, el conflicto medioambiental de Quinteros es de DD.HH, pero sería un arbitrio supremo esperar que las víctimas cumplieran con deberes para que se les reconociera la titularidad de su prerrogativa. El caso de las mujeres privadas de libertad con hijos menores de dos años es igualmente iluminador: ¿acaso esos niños tienen que cumplir deberes con la sociedad —sin explicar de qué tipo— para tener derechos humanos, o tendrían que hacerlo sus progenitores y quienes estén a cargo de su cuidado?

«Alemania asume esta responsabilidad», afirma Ángela Merkel en su videomensaje del sábado 2 de mayo, marcando un hito en la gestión de la pandemia de la COVID-19. Allí, ad portas de la Conferencia de la UE para subvencionar la investigación biológica, era la primera líder mundial que comprometía un aporte relevante al fondo común que se constituiría esta semana para financiar una vacuna, agregando que, «por eso también nos encargaremos de que una vez que se haya desarrollado…, esta beneficie a todas las personas, y que los medicamentos que se necesitan y las posibilidades de diagnóstico, también».

En menos de tres minutos, la Canciller se autoproclamaba urbi et orbe como la controladora de una iniciativa de derecho internacional de DD.HH. y ofrecía su apoyo a la OMS. Así, en el escenario de la geopolítica de la bioseguridad, donde China y EE.UU. orquestan los movimientos de la economía de la salud según sus arbitrios, emergía die Kaiserin con una declaración de principios propia de una sociedad de derechos garantizados y acorde con la Observación General Número 36 del Comité de DD.HH. de la ONU.

El mensaje era claro. Ha reiterado que no es un conflicto de política sanitaria transfronteriza lo que afecta nuestras libertades, sino una amenaza cierta contra el porvenir de la especie que ha visto vulnerado su derecho humano a la protección de la salud individual y comunitaria en todas sus dimensiones: el acceso universal, la suficiencia de la atención y tratamientos restaurativos o paliativos, y la bioseguridad e información sobre ella. Cada una se constituye en derechos y prestaciones interdependientes —que no en beneficios ni en productos o servicios comercializables—,  que toda persona detenta sin restricciones o condicionamientos. En esto, seamos justos, no se diferencia de Canadá, punta de lanza de las políticas públicas de respuesta a la crisis basada en el derecho al desarrollo y en la doctrina de los deberes humanos (coexistentes y coadyuvantes con los derechos), ni de la paradigmática Nueva Zelandia.

Mas, la voz de la poderosa Canciller, cuyo lobby digital ha sido exitosísimo en el último mes, tuvo otra repercusión mucho más atingente a nuestra coyuntura nacional, pues —como si se tratara de una conexión cósmica, del azar o de una estrategia de realpolitik— apareció en dicha jornada Sergio Micco, director del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), planteando los mismos conceptos y la axiología de las alocuciones de la premier berlinesa. A lo menos, en apariencia. Covid-19, responsabilidad ante la pandemia, deberes humanos y juventud eran los puntos cardinales a los que agregaba «valores». Y, de esa forma, en una entrevista concedida a El Mercurio, sintetizó una suerte de ideario sobre la reforma valórica que pretende implementar en el organismo y denunció la gran verdad olvidada por el activismo de los derechos humanos en Chile: la existencia de los deberes.

Aquí comenzó la polémica que ha convertido el nombre del abogado en trending topic por varios días. La razón: su interpretación maniquea y liberal de los derechos humanos, cuando insiste en la falsa premisa de que «no hay derechos sin deberes». Es decir, los derechos humanos —que no otro tipo de prerrogativa, como argumenta en su defensa posterior acusando mala fe en sus críticos— estarían supeditados al cumplimiento de obligaciones habilitantes para su ejercicio. No serían superiores o anteriores al Estado, sino que dependerían de la libertad personal y de la conciencia moral el detentar o no derechos; y, por consiguiente, de ello se dependería reconocer a otros si los poseen o no. Y esta relación utilitarista, o transaccional —que se desentiende de los atributos particularísimos de los DD.HH.—, es la propia de otros derechos subjetivos, pero no de la superioridad jerárquica de los derechos amparados en instrumentos internacionales y en las normas de Ius Cogens. Salvador Millaleo, consejero de la institución,  ha expuesto en este medio con gran lucidez sobre la incondicionalidad de los derechos humanos y su relación, entre otras, con la doctrina comunitarista a la que suele aludir el director.

La confusión en torno a los deberes humanos en Chile

Más allá del problema estructural del directorio del INDH y de su incordio político difundido en la prensa, las expresiones de Micco tienen implicancias negativas para la dogmática jurídica, la doctrina imperante de los derechos humanos y su propia autoridad. Por ello, es necesario comprender los límites y alcances de los deberes humanos, conceptos que suelen usar desde neomarxistas hasta liberales y libertarios de derechas, aunque incurriendo en grandes equivocaciones.

La primera cuestión crítica respecto del directivo es que su afirmación de «no hay derechos sin deberes» entrañaría una regresión y precarización de los estándares de reconocimiento, cumplimiento, protección y garantía de los derechos humanos que hemos alcanzado en la sociedad chilena, remitiéndonos a dos tiempos de anomia e indefensión en los derechos humanos. Por un lado, nos retrotrae a la época previa al 10 de diciembre de 1948, cuando, acabada la guerra y difundidos los horrores del Tercer Reich y de la URSS, se aprobaron la Declaración Universal de los Derechos Humanos y la llamada Convención en Contra del Genocidio, como las normas fundacionales de un nuevo ordenamiento universal. En este sentido, sería irrisorio pensar que las reformas estructurales en educación, salud familiar, niñez y economía agrícola del gobierno de Eduardo Frei Montalva en los años 60 —que fueron las primeras en reconocer los DD.HH. en el país en la perspectiva del sistema de la ONU—  hubieran estado sujetas a la condicionalidad de los deberes de sus titulares.

Seguidamente, abre la puerta a la precarización de los criterios mínimos de una multiplicidad de prerrogativas, cuando en nuestro ordenamiento hemos incorporado desde los años 2000 la noción de las políticas públicas con enfoque de derechos, erradicándose la idea del deber y la contraprestación del titular de un derecho humano. Veamos, entonces, algunas de las vulnerabilidades que estaban en las preocupaciones originales del abogado Micco antes del 18 de octubre y, naturalmente, de la pandemia. Por ejemplo, el conflicto medioambiental de Quinteros es de DD.HH, pero sería un arbitrio supremo esperar que las víctimas cumplieran con deberes para que se les reconociera la titularidad de su prerrogativa. El caso de las mujeres privadas de libertad con hijos menores de dos años es igualmente iluminador: ¿acaso esos niños tienen que cumplir deberes con la sociedad —sin explicar de qué tipo— para tener derechos humanos, o tendrían que hacerlo sus progenitores y quienes estén a cargo de su cuidado? O los migrantes —sean sirios, haitianos o venezolanos—, cuyo derecho a la reunificación familiar es reconocido como DD.HH. ¿deberían cumplir con obligaciones para ejercerlo? Todavía más: ¿será que las víctimas de esclavitud laboral y trata de personas deberían realizar determinadas acciones y cumplir ciertos deberes para que el Estado de Chile y la sociedad les reconociera sus derechos humanos?

Por otro lado, la premisa de «no hay derechos sin deberes» también nos evoca el discurso liberal de la dictadura, cuando la excepcionalidad constitucional se transformaba en autorización permanente de vulneración de derechos económicos, sociales y culturales. El informe especial de Naciones Unidas titulado Estudio del Impacto de la Ayuda y la Asistencia Económica Extranjera en el Respeto de los Derechos Humanos en Chile (Antonio Cassese, 1978), aún es eminente en las maestrías y doctorados: la perspectiva desembozadamente utilitarista y con valor de cambio de la persona que trasuntaba la acción del gobierno —basada en la idea del deber y las libertades individuales, y no de los derechos—, era el eje central. Aquello se restringiría con la reforma constitucional de 1989 que estableció el deber de los órganos del Estado de respetar los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana.

Una segunda cuestión crítica es que —aunque no lo pretenda— su opinión coincida con el argumento de quienes relativizan la gravedad de la violencia policial tras el estallido de octubre, principalmente porque en el debate político y en los procesos judiciales aún se discierne sobre la correspondencia de tales hechos con la criminalidad de lesa humanidad o no. Por ello, «no hay derechos sin deberes» no es solo la clave que acaba dotando de legitimidad al negacionismo, tanto de las violaciones actuales como de las del régimen militar, sino que también desconoce la vigencia de la Ley N° 20.357 (2009) que tipifica los crímenes de guerra y de lesa humanidad, y el genocidio en Chile. Algo que resulta incoherente e insostenible en el país de la justicia transicional modélica para el resto del mundo; el que dio origen al criterio del control de la convencionalidad de la Corte Interamericana de DD.HH. (Caso Almonacid y Caso Catrimán); y donde la práctica de la mutilación de ojos —estudiada en prestigiadas universidades de elite y que nos provee una fama miserable—, derivará en una propuesta de tipificación penal internacional, según los expertos.

Finalmente, una tercera cuestión crítica (que solo enunciaré) es centrar la exigencia de los deberes en la juventud y no en aquellos sujetos —personas naturales o jurídicas— que tienen la autonomía y poder necesarios para influir en las fuentes de las vulneraciones a los derechos humanos y en la criminalidad asociada a ellas. El crimen organizado, el terrorismo, las acciones delictivas de la guerra, o los grandes abusos de derechos económicos son cometidos por adultos, asociaciones ilícitas o consorcios de inversión y no por jóvenes o niños que son indemnes.

El estándar internacional en torno a los derechos y deberes humanos

La aseveración de «no hay derechos sin deberes» —conforme se explica en la referida entrevista— estaría asentada en el Artículo 29 de la Declaración Universal de DD.HH y sus numerales; no obstante no tiene el sentido que le otorga el abogado ni es la única norma vigente sobre el punto, toda vez que desde 1998 existe la Declaración Universal de Responsabilidades y Deberes Humanos con un extenso articulado, y de ella han emanado otros cuerpos legales, observaciones generales e instrumentos convencionales que le dan contenido. No es menor señalar que esta normativa va dirigida con preeminencia a las personas jurídicas en sus múltiples formas por su relación con el ejercicio del poder, la corrupción y los abusos del mercado, y no solamente a las personas naturales. Inclusive, en el decenio que nos precede hasta se ha discutido en sede de la Corte Penal Internacional la responsabilidad de empresas y sociedades comerciales en crímenes de guerra, basados en el incumplimiento de sus deberes humanos en la venta y producción de armamento bélico, tráfico de sustancias químicas prohibidas o financiamiento de la acción terrorista y mercenaria.

Analicemos ahora la norma citada, piedra angular de la doctrina de los deberes humanos. El artículo 29 plantea que «toda persona tiene deberes respecto de la comunidad, puesto que sólo en ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad», y en ninguna parte establece que sean condicionantes, sino que coexistentes y coadyuvantes. Son deberes humanos, no meras obligaciones morales y de buena crianza, o deberes civiles y políticos comunes. Y es aquí donde la doctrina comunitarista que inspira la redacción suele ser trastocada con interpretaciones basadas en criterios liberales que nos conducen al absurdo de situar en el ámbito de la libertad personal la posibilidad de auto-habilitarse en el ejercicio de un derecho humano. Ello traería aparejada la capacidad de renunciar y de transar comercialmente con el mismo; o, por el contrario, con un sentido maniqueo, podría traicionarse su verdadera interpretación privando de tales prerrogativas, como sanción, a aquellos que no cumplieran sus deberes. Esto último es lo que define a los totalitarismos donde la justicia deviene de un poder autárquico; no a las democracias.

La historia del artículo y sus numerales es diáfana: influenciados los redactores por Jacques Maritain, que presidía la comisión de la Unesco para definir los criterios de la universalidad, el principio es el de la comunidad como una gran persona, una superestructura donde cada individuo tiene un contrato social con ella y contribuye a los derechos de sus pares bajo deberes de tolerancia, cuidado, difusión y promoción de sus prerrogativas. La suya es una responsabilidad que buscaba evitar la proliferación de ideologías que promovieran los abusos, el supremacismo y las atrocidades. Ergo, persona alguna podría ser instrumentalizada a través de condiciones al reconocimiento, ejercicio y protección de sus derechos, ya en tiempos de paz, ya en periodos de guerra. Cualquiera, sin importar edad, religión, condición social, fuera un delincuente o un superhombre de la recta moralidad, tenía derechos humanos y, por vía de la consecuencia, deberes para con la comunidad.

Dicho esto, es ilustrativo valorar que el deber humano de respetar el medioambiente libre de contaminación, por pensar un tema de interés transversal tras la irrupción global de Greta Thunberg —en la perspectiva comunitarista y del humanismo cristiano—, no es de igual envergadura en su exigibilidad para un ciudadano que realiza trabajo esclavo en una mina de diamantes en Etiopía, que para la sociedad de inversiones que se encarga de la extracción, refinamiento y remate de la piedra preciosa en Sotheby’s. Lo mismo ocurre con las campañas de consumo consciente de vestuario, medicamentos y otros bienes en cuya producción se asegura el cuidado de las huellas de agua, carbono y trabajo esclavo de niños y adultos.

El paradigma de los derechos y deberes humanos de Merkel

Si observamos únicamente el problema de la pandemia, advertimos que el diseño de la Cancillería alemana busca cumplir el derecho a la protección de la salud con énfasis en la dimensión de la bioseguridad, pero con una vocación que va más allá de sus fronteras. Para ello solo cabe una respuesta estratégica total de la estructura del Estado, por una parte, y la aplicación de la doctrina de la responsabilidad y los deberes humanos del sector privado, por otro. Todo esto sostenido en normas de jerarquía universal, como la citada Declaración de Responsabilidades y Deberes Humanos (ONU, 1998); la Carta de los Derechos fundamentales de la Unión Europea (2009); y, las Líneas Directrices de la OCDE para las empresas multinacionales que rige la actividad de éstas y su responsabilidad por derechos y deberes humanos, entre otras normas de la Carta de Naciones Unidas.

Luego, los Estados y las personas jurídicas de gran poder e influencia, como los industriales farmacéuticos y la banca —u otros que pudieran prevalecer en la competencia por los medios que les aseguren impunidad si violan garantías fundamentales o participan de crímenes de derecho penal internacional—, están bajo el mismo marco de obligaciones en todo lo que fuere necesario para disminuir la tasa de mortalidad y los múltiples daños sobre la persona que provoca el COVID 19. En tanto, competencia desleal y carteles de medicamentos, usurpación, piratería o uso ilegítimo de patentes de invención sobre insumos y medicinas que transaren con el derecho a la vida y a la salud, debieran ser sancionadas sin mayor cuestionamiento de la justicia común y especializada.

Aquí, la distancia entre el estándar que está imponiendo Merkel con los deberes humanos y el esquema chileno se ha hecho sideral y vergonzante. No solo por la gestión gubernamental de la crisis, cuyo análisis excede mis propósitos, sino porque el mismo director del INDH declaraba su desazón ante el comportamiento del personal médico en la pandemia y cómo debieran estar dispuestos a dar su vida en la atención de los enfermos. Eso es un reclamo impertinente y débil, más propio de las exigencias de la caridad cristiana que del nivel del debate internacional donde predomina la tesis de que la responsabilidad del cumplimiento del derecho a la salud en todas sus dimensiones —y para esta emergencia—, es de derechos humanos. Ello compromete desde el Ejecutivo hasta el funcionariado hospitalario y los profesionales médicos. Y no es algo menor que las cortes regionales, como la Interamericana de DD.HH, ya hayan emitido jurisprudencia determinando que la responsabilidad de médicos y otros ante la negación del derecho a acceder al mecanismo de interrupción del embarazo, o la práctica de esterilizaciones forzadas, es de derechos humanos, y sus acciones materializan las violaciones a dichas prerrogativas, sean o no agentes del Estado. Misma calificación que el Tribunal Europeo de DD.HH. ha otorgado a la responsabilidad médica ante la negativa de cumplir, por ejemplo, con el derecho a morir dignamente.

Con todo, ¿cómo es posible que la dama de hierro de la CDU haya dado el giro y sus émulos chilenos no la siguieran?

Angela Merkel ya había dado pasos en la dirección del reconocimiento de los deberes humanos. Antes lo había hecho con ocasión de la debacle migratoria del 2015 y la modificación del Espacio de Schengen, cuando los cadáveres de sirios, y otros aspirantes a refugiados, flotaban por miles entre las costas del Caspio y el Mediterráneo, y la UE discutía cerrar fronteras totalmente; de su lucha contra la trata de personas y la esclavitud laboral el 2017; de la propuesta de tipificación de nuevas formas criminales de derecho penal internacional que atenten contra el clima y la naturaleza; o, de su oposición a la injerencia ilegítima de EE.UU. y Prosur en Venezuela —que se acercó peligrosamente a un crimen de agresión en la frontera en Cúcuta—, cada uno de los cuales son hitos que se ven muy lejanos para nuestra realpolitik.

Otras expresiones de la progresividad de los derechos y deberes humanos que contribuyen a este cambio de perspectiva en la universalidad de la justicia, son aquellas que tienen que ver con la memoria y el derecho a la verdad de las víctimas de crímenes de lesa humanidad y de guerra. Así, se justifican en la doctrina de la responsabilidad y los deberes humanos, el reconocimiento del genocidio armenio de 1915 a manos de Turquía, incluso antes de la vigencia de la convención que lo sanciona; la promesa de Emmanuel Macron de investigar la política de la tortura y la desaparición forzada en la Guerra de Argel; y el compromiso —ya en marcha— de los países nórdicos de crear salas especiales que investiguen los crímenes de empresas vinculadas a Estado Islámico o la Guerra en Siria, Libia y Yemen.

Ahora, si miramos a nuestro país, ¿podremos esperar que la premisa de «no hay derechos sin deberes» se transforme en la fuente de un paradigma de responsabilidad de derechos y deberes humanos más justo? Sin duda que sí. Más allá de las covachuelas del poder del INDH, hay un entramado social e intelectual, una masa crítica formada tras la revuelta social, que tiene mayor conciencia sobre la titularidad de sus derechos y la responsabilidad de sus deberes. En el horizonte más cercano, una nueva Constitución nos espera, y en ella habrá de quedar plasmado el catálogo de protecciones humanistas digno de una sociedad política de la OCDE, que no de una republiqueta, y donde las libertades no sean solo económicas y patrimonio de los ricos, y la Justicia sea la propia de un Estado convencional de derechos humanos.

Giovanna Flores Medina