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Opinión

La función social de escuelas y jardines infantiles en esta crisis

Por: Antonia Cepeda y Marcelo Mendoza | Publicado: 19.05.2020
En esta crisis (ahora sanitaria, pero que empalmó con otra, social y económica, explotada en octubre pasado), la autoridad ha focalizado la difícil coyuntura educacional de un modo extremadamente miope y reduccionista, centrándose en el retorno a clases y en el aprendizaje escolar, la implementación de los programas de estudio, las evaluaciones pendientes y la promoción de curso de los alumnos, omitiendo la función social que deben cumplir escuelas, liceos y colegios para atender situaciones tan extremas como las que experimentaron niños y familias más necesitados en la crisis de principios de los 80.

Quien haya vivido la crisis económica de principios de los 80, en plena dictadura, conoce el papel fundamental que tuvieron los establecimientos educacionales en el apoyo a las iniciativas de sobrevivencia en los sectores de pobreza. Educadoras de párvulos y profesores de enseñanza básica y secundaria, sin abandonar su rol docente, apoyaron la organización de iniciativas impulsadas por juntas de vecinos, agrupaciones poblacionales y dirigentes sociales para resolver los problemas que afectaban a los niños y sus familias: ollas comunes, “comprando juntos”, cuidado de hijos, huertos familiares y otras acciones que se desarrollaron en el espacio local para enfrentar la crudeza de una crisis en donde el 24% de la población laboral llegó a estar sin trabajo.  

Docentes y técnicos de la educación son actores sociales relevantes de los territorios en que se sitúan sus establecimientos. Los espacios educacionales son las instancias más propicias de intervención social, además de su rol educativo, en un país como Chile donde la gente ha quedado a merced del mercado y no de la protección del Estado. En situaciones de normalidad y de crisis, escuelas y docentes se hacen parte de la búsqueda de soluciones a los problemas que afectan a niños y familias y son los primeros en constatar las consecuencias de estos problemas en los sectores más empobrecidos: el hambre, los contagios, las enfermedades, la interrupción de los servicios básicos en sus casas, el estrés de familias y comunidades cuando peligra la subsistencia.

En esta crisis (ahora sanitaria, pero que empalmó con otra, social y económica, explotada en octubre pasado), la autoridad ha focalizado la difícil coyuntura educacional de un modo extremadamente miope y reduccionista, centrándose en el retorno a clases y en el aprendizaje escolar, la implementación de los programas de estudio, las evaluaciones pendientes y la promoción de curso de los alumnos, omitiendo la función social que deben cumplir escuelas, liceos y colegios para atender situaciones tan extremas como las que experimentaron niños y familias más necesitados en la crisis de principios de los 80.

La negación de la función social de la escuela, la torpe compulsión de la autoridad por la evaluación del sistema, queda en evidencia con el impresentable anuncio, en medio de los peores días de la pandemia, de la aplicación de una prueba SIMCE diagnóstico al final del año. Es un gasto grotesco (se informa que $ 18.000.000.000), desconsiderado e impúdico: con los recursos que se invertirán en la aplicación de esta prueba, ¿cuántas raciones alimenticias, actividades recreativas, apoyos a iniciativas de subsistencia para los centros de apoderados, o atenciones sicopedagógicas, podría ofrecer la escuela a esos mismos niños que serán medidos en su rendimiento? Pero, sobre todo, cuando está en peligro la subsistencia económica y sanitaria de las familias más necesitadas, resulta un anuncio no sólo extemporáneo sino un despropósito propio de autoridades desconocedoras de la verdadera realidad. Parece de sentido común que en este crítico año 2020 deba eliminarse cualquier evaluación SIMCE. No resulta razonable, en momentos en que niños y jóvenes pueden perder el año lectivo por efectos de la pandemia, que la autoridad anuncie evaluaciones en medio del naufragio.

Junto con crear condiciones académicas realistas y pertinentes (ahora y cuando jardines infantiles, escuelas, liceos y colegios puedan volver a recibir a niños y jóvenes), se requieren planes de acción decididos y urgentes para que directivos, docentes y técnicos cumplan el primordial propósito de poner la integralidad de las personas (alumnos y sus familias) en el centro de su labor educativa y social, considerando sus contextos y actuar acorde a las necesidades del momento. En las escuelas hay un capital humano y una institucionalidad privilegiada para actuar en tiempos de crisis: los profesores, directores de escuelas y jardines infantiles, sus empleados y auxiliares, son grandes articuladores de iniciativas comunitarias, activadores de redes y gestores de recursos.

La labor de los docentes y técnicos, en particular quienes se desempeñan en sectores de mayor vulnerabilidad, supera lo pedagógico y va más allá de los contenidos y metodologías, más allá de la didáctica y de los programas de estudios. Independiente de la ausencia de directrices para abordar desde la institucionalidad educativa el impacto social de la pandemia en las comunidades (el gobierno ha mostrado una abismal falta de conducción y liderazgo), docentes y técnicos de la educación son los actores claves, porque sus alumnos son hijos de los vecinos de sus “segundas viviendas”: los jardines infantiles y las escuelas en que se desempeñan.

Cuando ya todos se cansen de advertir a través del rostro de los niños que el virus sí discrimina, y que lo académico no era la prioridad, será tarde para que la autoridad pida disculpas públicas y reconozca que “no lo vimos venir”.

Antonia Cepeda y Marcelo Mendoza