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Opinión

La felicidad es un destello breve

Por: Rudy Wiedmaier | Publicado: 18.06.2020
La felicidad es un destello breve | / Agencia Uno
Lo habitual es el desasosiego y sinsentido de la existencia. La incertidumbre absoluta en la que transitamos por esta vida los humanos. “Tristeza no tiene fin. La felicidad, sí”, canta el inmenso Tom Jobim en ese bossa nova hermoso, aquella música ni alegre ni triste y ambas a la vez.

En el Liceo Lastarria, donde estudié la secundaria, una práctica habitual en los recreos por parte de algunos alumnos era escupir el berlín que compraban para no tener que convidar. Era el fin de los 70 y yo cursaba primero medio en un año –1979– que recuerdo gris, de muchas necesidades en mi casa, un cielo eclipsado y abajo la ciudad vigilada.

Me propuse no dejarme derrotar y terminé el año escolar con el mejor promedio de mi curso y uno de los tres mejores del liceo. Además, ese año compuse mi primera canción.

Cada lunes, en el acto cívico al iniciar la jornada muy temprano en la mañana, debíamos soportar el discurso proselitista de Herman Chadwick, alcalde de Providencia designado por Pinochet, que intentaba lavarnos el cerebro y convencernos del hermoso país y gran gobierno del que disfrutábamos. Muchos de nosotros lo escuchábamos aburridos e inquietos por el frío, un desayuno pobre y la mirada vigilante de la rectora María Eugenia Abarca, amiga cercana de Lord Voldemort. El Lastarria se caracterizaba en esos años por recibir alumnos de muy diversa procedencia: expulsados de colegios particulares muy cuicos, alumnos de clase media empobrecida cuyos hermanos mayores habían estudiado allí –mi caso– y esforzados hijos de obreros de comunas más lejanas que, gracias a sus buenas notas, habían conseguido matrícula en el Lastarria, el Instituto Nacional o el Liceo de Aplicación, los rivales eternos.

Nunca entendí la horrible actitud de aquellos “compañeros” que no convidaban. Muchas veces, después, desesperados en medio de una prueba escrita, rogaban en voz baja que uno les soplara. Mi manera de demostrarles lo malas personas que eran consistía en soplarles y doblegarlos en el terreno del estudio; de alguna extraña manera los humillaba. Una mezcla de pequeña ira y placer me llevaba a hacerlo. Terminar una prueba media hora antes que ellos y salir al patio me provocaba especial satisfacción. Antes de salir de la sala, les echaba una mirada para verlos sudando, angustiados, royendo el lápiz, mirando al techo, fingiendo la búsqueda del conocimiento, como roedores acorralados por su propia mediocridad. Muchos de ellos eran cercanos al Centro de Alumnos, entonces un designado organismo pinochetista.

En diferentes instancias de la vida me he topado con los escupidores de berlines.

Son especialmente funestos cuando ostentan algún poder terrenal. No creen en la solidaridad. Ni siquiera en la caridad. Y si practican esta última, lo hacen con sumo disgusto y exhibiendo su repulsión por el semejante caído en desgracia. Suelen ser trepadores profesionales, zalameros, hipócritas. Les encanta rondar los pasillos del poder. La gente famosa y el dinero fácil. Siguen mordiendo el lápiz y ensayando sus caras de preocupación por el saber, pero sólo están interesados en trepar y trepar, a costa de lo que sea. Son los llamados “operadores”. Están en la cultura, el mundo de las galerías de arte, en los mánagers musicales, la empresa privada, el aparato estatal, en la política, rondan por esos lados.

Hay quienes desde el mundo político se sorprendieron mucho con el estallido social de octubre pasado. Como si las demandas sociales hubieran bajado de una nave extraterrestre. Como si “la gallá” hubiera amanecido de mala ese día que comenzó todo. Como si se tratara de un berrinche. Al parecer, no han entendido nada. Siguen mirando el techo buscando una explicación que, claramente, no les interesa encontrar.

Los grandes valores que se fueron inoculando en los años de dictadura y prolongados en la era concertacionista fueron, en el fondo, muy similares. Hay quienes con autoindulgencia hablan de que la Concertación realizó cambios nunca vistos en Chile.  ¡Pero si veníamos de la ciénaga! Esos valores fueron modelando la mentalidad “ganadora” de las últimas generaciones de nuestro país. Eso de que para SER alguien en la vida había que TENER. No importa a qué precio. La mentalidad Chino Ríos: ser el Número 1, pero “no estar ni ahí” con lo que les ocurra a tus compatriotas, a los humanos semejantes. Ascender en la empresa, aserruchando pisos, ganar el festival arreglado, estar en la nómina de artistas seleccionados para representar a Chile en la expo no sé cuánto. Ganar el Fondart, haciendo algunas llamadas, sonar en la radio pagando, hacer entrevistas pagadas por empresas importantes para lavar imágenes, apitutarse durante años en un centro cultural, un municipio. En lo posible, bloqueando cualquier intento de abordaje de otros al espacio propio, al pequeño feudo.

La culminación de esta mentalidad corrupta es el financiamiento de la política por parte del gran empresariado.

Una sociedad que se estructura en torno a las estadísticas, a la burocracia del éxito, de los “operadores”, a la frialdad de las macrocifras, y que exilia a todo aquel que no cumple esos requisitos de “excelencia”, está condenada a la desdicha. Basta ver la gran crisis del sistema educacional y cultural en Chile para comprobarlo. Revisar los índices de enfermedades mentales y depresión que afectan a la ciudadanía. Una sociedad que perdió el rumbo y que, desorientada, camina bajo la lluvia torrencial de una época terminal. O fundacional. Cada uno verá dónde pone el énfasis. Me quedo con la segunda.

La felicidad es un destello breve.

Lo habitual es el desasosiego y sinsentido de la existencia. La incertidumbre absoluta en la que transitamos por esta vida los humanos. “Tristeza no tiene fin. La felicidad, sí”, canta el inmenso Tom Jobim en ese bossa nova hermoso, aquella música ni alegre ni triste y ambas a la vez.

Siempre pensé, desde mis días de colegio, de tardes de pichangas de barrio, de los primeros festivales juveniles, que era importante ganar. Pero que hay algo más importante: ganar limpio. Si no, ¿para qué? ¿Cómo se disfruta un triunfo logrado con trampa? Eso no es triunfo: es engaño. Robo descarado. Por lo que toda supuesta felicidad que emane de allí no es tal.

Es una gran mentira eso que repite la derecha prosaica de que “el pueblo quiere todo gratis”. El pueblo se siente orgulloso cuando celebra un cumpleaños, hace un asado para ver jugar a Chile, cuando celebra un modesto matrimonio y todo ese disfrute en familia y con amigos es producto del esfuerzo de su trabajo honrado y sacrificado, del sudor y las lágrimas, de mañanas frías y tediosas viajando hacia una jornada laboral, muchas veces abusiva y extenuante.

El pueblo les da cátedra de valor, compromiso y trabajo y patriotismo a ustedes, privilegiados. Sabe encontrar –el pueblo– los pequeños instantes de la felicidad que nos ha sido dada en nuestra breve vida terrenal, en una torta preparada por la vecina, de esas con receta antigua –como me gustan a mí–, manjar, durazno y merengue casero, en el pan con mortadela y el té caliente compartido por los trabajadores de la basura junto al camión en las feroces madrugadas de invierno. Aquellos hombres valiosos que no escupen el pan, sino que lo comparten con su hermano de ruta. ¿No los han visto, acaso?

El pueblo sabe tanto acerca de la felicidad y de su búsqueda porque en el fondo de su corazón anida la antigua e inexplicable tristeza –que se pierde en los siglos– de los sabios olvidados.

Rudy Wiedmaier