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Por: Cristián Zúñiga | Publicado: 26.06.2020
Dark Ollas comunes en Puente Alto | Fotografía de Agencia Uno
Resulta tentador jugar a la máquina del tiempo e imaginar el ayer, con los ropajes del hoy. Heidegger sugería que las cosas antiguas nos atraen porque sospechamos que se trata de entes sin soporte, rastros de otro mundo. Es lo que la literatura denomina como memoria cultural, la cual es sostenida por un entramado de símbolos, rituales, archivos y lugares que dan cuenta de un mundo que ya no está, pero que vuelve a nosotros por lo que esos objetos y sitios representan.

Atravesar la peste en una época donde casi todo el mundo se encuentra interconectado (según Global Digital hasta el 2019 el 57% de la población mundial tenía acceso a internet) y la mayoría posee cuentas en Facebook, Instagram, Whatsapp o similares, es algo novedoso respecto a una catástrofe global.

¿Imagina la Segunda Guerra Mundial comentada y relatada desde las redes sociales?

De seguro habríamos tenido interesantes y descarnados hashtags (#) relativos a las invasiones de Hitler; los juicios de Stalin habrían tenido más de alguna transmisión live y Mussolini habría hecho valer, con su humor negro y carácter provocador, su oficio de periodista.

En la película alemana “Ha vuelto”, Hitler resucitaría y al conocer la plataforma digital Youtube, diría: “Goebbels debería enterarse de esto”. Era que no. Imaginemos esa guerra global (que terminó con 60 millones de vidas) conectada a internet, teléfonos inteligentes y redes sociales. Imaginemos a esos ministerios de propagandas rojo, nazi y fascista, amplificando operetas, documentales, fotografías y entrevistas dedicadas a sus grandilocuentes y autoritarios líderes.

Por otra parte, imaginemos al Chile de entonces comentando desde su notoria pobreza (recordemos que el inicio de la Segunda Guerra Mundial coincidió con la caída de la venta del salitre en 90%), las incursiones de los ejércitos europeos y asiáticos.

Podría usted decirme, con justa razón, imbécil, por imaginar a un país de pobres (como era el nuestro) escribiendo desde teléfonos inteligentes o computadores. Pero le reitero que este es un ejercicio de imaginación, pues sabemos que el país de ese tiempo era mayoritariamente analfabeto, carente de libertades individuales y sin una institucionalidad que le garantizara derechos de cuarta generación (de acceso a la sociedad de la información en condiciones de igualdad).

Pero no se ponga grave, sígame el juego y también proyecte en su mente a nuestros alcaldes, comentando desde un matinal la Segunda Guerra Mundial. Imagine a ese diverso panel conformado por Daniel Jadue, Joaquín Lavín, Katy Barriga y Jorge Sharp, analizando las consecuencias geopolíticas del mayor conflicto bélico de la modernidad.

Y también, imagine lo que sería la reacción ciudadana desde los posteos de Facebook y esos neuróticos 140 caracteres de Twitter. De seguro, esos habitantes de las redes sociales serían presas fáciles de los ministerios de propaganda de las principales potencias extranjeras. Algo no tan complejo de conseguir, pues los usuarios de las redes sociales suelen moverse entre odios y amores.

Aterricemos. Lo más probable es que, de haber existido internet en la Segunda Guerra Mundial, no habría habido Segunda Guerra Mundial.

Al existir herramientas de conexión al instante, de seguro muchas invasiones, bombardeos y campos de concentración, se pudieran haber evitado. De seguro, unas cuantas reuniones vía Zoom hubieran concretado acuerdos entre los países. También es probable que, el sentir de las mayorías, expresado desde las redes sociales, hubiesen logrado reprimir las ansias expansionistas de Hitler y Stalin.

Resulta tentador jugar a la máquina del tiempo e imaginar el ayer, con los ropajes del hoy. Heidegger sugería que las cosas antiguas nos atraen porque sospechamos que se trata de entes sin soporte, rastros de otro mundo. Es lo que la literatura denomina como memoria cultural, la cual es sostenida por un entramado de símbolos, rituales, archivos y lugares que dan cuenta de un mundo que ya no está, pero que vuelve a nosotros por lo que esos objetos y sitios representan.

La memoria cultural suele ser entretejida en un sitio y en una misma materialidad.

Imaginar un conflicto bélico ocurrido hace más de ocho décadas desde la mirada de un nativo digital, más que un chiste, es una provocación. Se trata de un suceso que, desde la percepción vertiginosa del presente, puede parecer lejano, casi sacado desde un capítulo bíblico.

Pero no es así.  La mirada larga de la existencia, esa que subraya la aparición del homo sapiens hace 2.5 millones de años, devela a la Segunda Guerra Mundial como un episodio ocurrido recién ayer. Un hecho ocurrido bajo este mismo techo de modernidad que hoy nos tiene literalmente apestados y en confinamiento.

Mirado desde el lente local, aquella época (1939) nos recuerda una tremenda incertidumbre.

Entonces Chile venía saliendo de la catástrofe provocada por la peste española (se estima que causó la muerte de 40.113 personas) y ahora le tocaba la caída del salitre. La institucionalidad de esos tiempos logró evitar consecuencias económicas mayores, implementando ayudas como las “ollas comunes” en barrios y parroquias (Salazar y Pinto).

Hoy, la peste en Chile se proyecta en números similares o superiores a las muertes provocadas por la denominada “gripe española” y las “ollas comunes” vuelven a aparecer en derrota y majestad.

Eso sí, esta vez la peste y la escasez están siendo relatadas desde internet. Aunque da un poco lo mismo, esto no alterará nuestras memorias culturales. Al fin y al cabo, se trata de hechos que, para la mirada larga, irán en un mismo saco.

Por ahora roguemos y trabajemos en la medida de nuestras posibilidades, para que la historia, esa bola de fuego que va y viene, no traiga también de regreso a la guerra.

Al final del día nuestras grandes tragedias suelen estar tan lejos y, a la vez, tan cerca.

Cristián Zúñiga