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Chile, un patio de colegio jesuita

Por: Cristián Zúñiga | Publicado: 23.08.2020
Chile, un patio de colegio jesuita |
Cuando Vicente Huidobro volvió desde Europa, en 1925, miró a su alrededor y expresó: “Siempre las mismas caras tristes”. Entonces, le dijo a su amigo Juan Emar: “La gente baila llorando y me han dicho que en el Parque Forestal a las parejas las alumbran los guardias con una linterna”. Eso, agregó, “es un síntoma de la idiotez reinante. Querer reducir toda una ciudad a un patio de colegio jesuita vigilado por el paco de la esquina y que 500.000 habitantes queden tan tranquilos, significa un síntoma de enfermedad mortal”.

“Cielo abajo, como un montón de escombros, se vio el país roto”.  Raúl Zurita.

A ratos, viene bien recordar que somos un país ubicado en el último rincón del mundo, entre la cordillera continental más larga y el océano más extenso del planeta. Cuando uno recorre Chile desde el aire, puede experimentar aquella asfixiante sensación de habitar un largo y angosto pasillo.

No es fácil vivir en este país y, al mismo tiempo, asumirse como ciudadanos del mundo globalizado. Estamos lejos de todo y cada paso en la conquista de otros continentes, nos demanda un esfuerzo superior al resto de los países.

Hemos sabido florecer entre una cordillera que, dado su macizo y feroz aspecto, pudo haber servido de inspiración para los antiguos creadores del mito del infierno. Aprendimos a reinventarnos cientos de veces, luego de padecer los más potentes cataclismos registrados por la historia humana. Y claro, residimos sobre un cordón de fuego volcánico; todo chileno suele dormir con un ojo entreabierto.

En términos políticos e institucionales, la cosa pareciera haber ido al ritmo de las tragedias de la naturaleza. Somos una cultura forjada entre regimientos, sotanas y pillerías. Es como si constantemente viviéramos en peligro, entre “operaciones Deyse”, planes de emergencias, toques de queda y estados de excepción.

No es malo recordar que, nuestra joven república y su institucionalidad, hasta ahora han sido “interrumpidas” 23 veces por los militares (masacres ocurridas desde 1818 en adelante).

Cuando Vicente Huidobro volvió desde Europa, en 1925, miró a su alrededor y expresó: “Siempre las mismas caras tristes”. Entonces, le dijo a su amigo Juan Emar: “La gente baila llorando y me han dicho que en el Parque Forestal a las parejas las alumbran los guardias con una linterna”. Eso, agregó, “es un síntoma de la idiotez reinante. Querer reducir toda una ciudad a un patio de colegio jesuita vigilado por el paco de la esquina y que 500.000 habitantes queden tan tranquilos, significa un síntoma de enfermedad mortal”.

Aquella ácida reflexión de Huidobro sucedía el mismo año en que estudiantes, obreros, intelectuales y feministas se juntaban a debatir ideas para una nueva constitución hecha desde una asamblea constituyente. Se trataba de un grupo al que se le denominó como la “constituyente chica” y entre sus asambleístas hubo destacados nombres, como los del escritor Pablo de Rokha, el pintor Julio Ortiz de Zárate y la líder estudiantil Elena Caffarena.

En arduas y acaloradas sesiones, este grupo logró generar un programa en el cual se redactaron planteamientos como: proponer que Chile fuera una república federal; declarar la tierra como propiedad social en su origen y en su destino; y también que la distribución de los productos debía corresponder igualmente al Estado por medio de sus órganos.

Sin embargo, este programa quedó solo en fase de redacción, pues según señala el historiador Sergio Grez, los participantes de aquella “constituyente chica” lograron llegar a más diferencias que consensos. Finalmente, Arturo Alessandri designó a las personas que conformarían dos comisiones de políticos y técnicos (de las cuales solo una llegó a funcionar) para elaborar el definitivo texto constitucional.

No cabe duda que, en nuestros días de encierro, enfermedad y crisis institucional, más de alguno se ha preguntado sobre el sentido de ser chileno. Es más, quizás muchos, desde hace rato, venimos preguntándonos sobre el sentido de seguir viviendo en un patio jesuita y bajo la vigilancia del paco de la esquina.

Por lo anterior, y más allá de lo desordenado del proceso, su atolondrado timming y el incierto escenario posterior, resulta fundamental sacar adelante, a como dé lugar, el plebiscito de octubre próximo.

Lo más probable es que una nueva constitución no logre la efectividad del retiro del 10%, ni cambie demasiado nuestra actual cultura híper capitalista. Tampoco nos hará más izquierdistas ni conservadores. La importancia de una constitución hecha, aunque sea en términos simbólicos (el sistema de elección de constituyentes terminará priorizando a los representantes de partidos políticos) por el actual pueblo, permitirá reencontrarnos con nuestra esencia de habitantes de un mismo territorio.

El ritual de consensuar nuestros cimientos reglamentarios puede alejarnos de aquella certera imagen desde la cual Vicente Huidobro nos describiera en 1925.

Cristián Zúñiga