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Opinión

Abajo de la silla

Por: Diego Corvera | Publicado: 03.09.2020
Abajo de la silla | @periodistafurioso
Ya nadie le cree al periodista, presto día y noche a la risa y al morbo. Desconfianza y rechazo causa el sacerdote, a veces temor, incluso asco. El intelectual y sus análisis provocan bostezos y cabeceos, incómodas siestas con bruscos despertares. El poder, en todas sus formas y dimensiones, es mirado con otros ojos. El caudillo, el maestro, el representante, no significan lo mismo que en el siglo pasado. Los dueños de las verdades, los elegidos, los mejor preparados, son abatidos –con la indiferencia– por la sensatez y el sentido común.

Con justa razón desaprobamos a los políticos y sus partidos, pues parecen interpretar, según sus beneficios personales y partidarios, el poder que con hambre administran.

Con fuerza e impotencia criticamos a magnates y a empresarios, por tramposos y egoístas, y por apropiarse y acumular grandes fortunas a costa del resto. Con urgencia y con rabia enjuiciamos –y apuntamos con el dedo– a abusadores, machistas y violadores, por ejercer, en los espacios íntimos, una infame y cobarde autoridad.

Ya nadie le cree al periodista, presto día y noche a la risa y al morbo. Desconfianza y rechazo causa el sacerdote, a veces temor, incluso asco. El intelectual y sus análisis provocan bostezos y cabeceos, incómodas siestas con bruscos despertares. El poder, en todas sus formas y dimensiones, es mirado con otros ojos. El caudillo, el maestro, el representante, no significan lo mismo que en el siglo pasado. Los dueños de las verdades, los elegidos, los mejor preparados, son abatidos –con la indiferencia– por la sensatez y el sentido común.

La misma suerte corre el poeta, quien, contra su voluntad y a pesar de sus pataletas, ya no es considerado el dueño de la palabra, el rockstar, ni siquiera el poeta. Caduco está el artista, el pensador, el que brilla por sobre el resto. La voz innovadora (inteligente, lúdica) es mirada con cautela cuando se cree autosuficiente. Costumbre olvidada es otorgar valor, jerarquía a las obras de arte. Vigente costumbre es encontrar mesura y dignidad en la variedad, en la diferencia.

Los libros no son sagrados, ni fundamentales, ni mucho menos necesarios. Ningún libro vale la pena en sí mismo. La perfección no existe como no existe intentar llegar a ella. Cualquier interpretación o análisis de una obra será falso, ajustado a reales (política) o imaginarias (ego) formas de poder. Y cuando un poema o una simple palabra nos hace reflexionar o nos emociona (pues todavía lo hace) es porque aquella pequeña partícula concentra información infinita e inalcanzable por una sola persona, por una sola teoría o creencia.

Los libros se escriben o no se escriben. Se leen o no se leen. Y a pesar de los esfuerzos académicos por volver minoritaria a la literatura, elevar la poesía y ponderar las creaciones, los libros se siguen escribiendo y las personas los siguen leyendo. Con errores, desajustes e imperfecciones (tan humanas y tan poco divinas) se siguen contando relatos, reproduciendo mitos y repitiendo leyendas. Un adolescente escribe un horrendo poema de amor. Una niña duerme, todas las noches, escuchando una historia (la misma historia) contada por su padre.

El poeta no se para arriba de una silla a recitar lindos versos pues nadie lo escucha, a nadie le interesa. Y quizá por eso el poeta, una vez más, es libre. Libre del temor a ser calificado, vigilado y castigado. Libre del deber de sentirse sublime, elegido e intocable. Libre de poder escribir mediocres versos y construir deficientes relatos. El poeta escribe con la guata y bajo ninguna supervisión, respondiendo a una indescriptible necesidad personal. El poeta (que ni siquiera es considerado poeta) es libre de la misma poesía.

Diego Corvera