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Opinión

Atrás, sin golpes

Por: Nicolás Folch Maass | Publicado: 04.09.2020
Atrás, sin golpes Matías del Río entrevistando a Sebastián Piñera | AGENCIA UNO
¿No será el momento adecuado de atreverse a usar el lenguaje sin miedo, con calma y claridad, para evidenciar esta patología de los políticos entrevistados, antes que se contagie todo el «cuarto poder»? ¿No es justo esperar que los que ejercen el poder de la prensa asuman un poco la responsabilidad de la memoria más larga y debatir entre ellos los temas de fondo, atreverse al desacuerdo y confrontar ideas?

El discurso político de las élites chilenas recuerda su origen discriminatorio y de violencia frente a la condición de ciudadanos en una democracia. Se trata de una evolución histórica que paradójicamente persiste inamovible como ciertos círculos sociales de poder, desde al menos las primeras décadas del siglo XX. Esto se refleja en un abandono del debate público, frente a frente y en igualdad de condiciones.

Para dar un ejemplo, luego de la alocución del presidente Sebastián Piñera a propósito del 8 de marzo de este año, no hubo voces que contrastaran las medidas del Ejecutivo. El anuncio presidencial para mejorar la calidad de vida de las mujeres pasó como el viento en una pradera, sin obstáculos ni discusión, a pesar de que el Presidente omitió hablar de las desigualdades estructurales que fomentan el trabajo informal y su consecuencia en el encarecimiento de la salud para estas trabajadoras.

Mucho se ha escuchado decir de parte de las autoridades que “no vimos venir” lo que produjo la protesta nacional por una vida digna y en igualdad de condiciones. Es legítimo pensar y creer que efectivamente una clase política conformada casi exclusivamente por diplomados no vio venir lo que en las veredas de las principales avenidas del país se ha ido acumulando en el suelo, a los pies vidriados edificios como relucientes espejos de sus sueños. Sueños, en su mayoría, alimentados por una escasa imaginación y un alto grado de imitación que se traduce en otra famosa manera de iniciar sus argumentos: “En Alemania…”, “En Estados Unidos…”, “En Inglaterra…”. El complejo de inferioridad chileno ha distanciado a las élites de nuestra “angola chilensis” que existía, sin embargo, a la vista de todos, transitaba y se endeudaba a lo largo del país, acomodándose con la idea de salir algún día de esa sombra que proyecta un decorado de “país en desarrollo”, al estilo Sanhattan. Este no “verlo venir” reproduce la manera racional de asumir un nacionalismo y una sociedad civilizada que toma cuerpo en las tres primeras décadas del siglo XX.

La distancia entre un segmento de la sociedad y otro se funda entonces en la comprensión de la comunidad como un cuerpo, en el cual un grupo humano es destinado a ser la mano de obra o el músculo y el otro grupo, más selecto, cumple con su función cerebral. Esta racionalización es la que ha permitido en gran medida la perennidad del modo de funcionar de las instituciones del Estado. Las medidas, anunciadas in extremis con pavor nocturnus, de los partidos políticos encerrados en el edificio del ex Congreso traducen este sustrato ideológico, no siempre consciente, que dicta que al cuerpo social se le debe proteger de él mismo, pues no está destinado (y no debe estarlo) a pensar bien las cosas.

Hoy, el manejo paternalista de la crisis de la pandemia es el mismo que el de hace unos meses antes, en pleno estallido social. Los planes de acción política son los síntomas de una forma de entender los problemas como fenómenos ajenos a los círculos de poder, clásicamente distinguidos como tres: el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial. Llamados a operar sobre un cuerpo enfermo, los sabios no necesitan otro saber que el propio. No hay diálogo y nunca lo ha habido y en eso las élites chilenas han sido unánimes. Los gestos paternalistas del poder están comandados por una entelequia chilensis que identificará siempre al elemento patógeno como algo exterior a él y al sistema que ha creado. Por lo mismo, sólo ellos saben cómo se debe “sanar” nuestra sociedad atacada por un “enemigo” externo.

Todo lo anterior es algo que se repite en nuestra historia nacional desde, al menos, las primeras décadas del siglo pasado. Y no sería más que un detalle recordar que en esa época nace lo que hoy conocemos como la moderna prensa chilena. Pero, en este mundo globalizado, la ciudadanía ha adquirido la experiencia o la intuición que esta prensa se yergue en realidad como un cuarto poder. Así, lo que anima estas líneas es mi propia experiencia con respecto a este poder que, bien o mal, debiera servir para comunicarnos, debatir o darnos un lugar de común encuentro. No es de extrañar entonces que este poder sea igualmente puesto en la balanza y juzgado por una sociedad que, a todas luces, clama y rabia contra la acumulación de injusticias provocadas por el desprecio de las élites que defienden, unánimes (en voz baja o con orgullo), una serie de ideas en franca decadencia. Mi experiencia fue, durante el estallido social (hoy en pausa), de que los medios de comunicación ya no comunicaban, pues el receptor ya no estaba ahí. Nada más gráfico que ver canales de televisión convertidos en bunkers por miedo a la población en las calles y los despachos diarios en los que los ciudadanos éramos un simple decorado para el show matinal con momentos de histeria. No hay diálogo. Lógicamente, en este momento de crisis, las tensiones sociales ya no pueden soportar la caja de resonancia del poder en la cual muchos prominentes del periodismo se convirtieron y adscribían más o menos avergonzados a esto de “no lo vimos venir” o “En Venezuela…”. Un iluminado del gremio, de esos que se dicen independientes de derechas o de izquierdas, clamaba, un poco antes del estallido social, por “una intervención militar” contra la dictadura de Maduro. Es que, según una manera de decirlo (y las maneras de decir transparentan también una visión), los chilenos “llevamos las botas en los genes”.

Durante las últimas semanas, ya de vuelta y en cuarentena en Francia, he seguido diariamente las actualidades nacionales por televisión y radio. Hay que reconocer que las cantinfladas desde La Moneda han ayudado a tener presente en la prensa internacional a nuestro país. También es justo admitir que el fenómeno de nuevos espacios de prensa alternativa mejoran un poco el panorama democrático. Pero la mayoría de las veces uno “lee” en el lenguaje periodístico un nauseabundo servilismo, además de un aburridísimo concilio entre pares. Por momentos creo que el trasnoche del centralismo santiaguino, entre colegas y botellas, ha desarmado la sana capacidad de contradecir o enfrentar ideas en muchos periodistas. Conversando con amigos de los que recuerdan la televisión de la dictadura de Pinochet, me di cuenta que no sólo yo me sentía transportado a esa época televisiva, gracias a los Del Río, a las Monserrat Álvarez, a los Paulsen, a los Valenzuela y sus comparsas, tan diestros en el eufemismo frente a las autoridades y en la admiración hacia sus propias voces. El sentido común siempre bajo la manga, pero desarmados para el debate y para asumir ese poder al servicio de la sociedad. Dialogar no es simplemente expresar formulaciones de cortesía, preguntar por el estado de ánimo a la primera dama en lugar de pedir explicaciones sobre si le parece correcto demandar al SII, o si se va a disculpar por tratar a los ciudadanos de aliens. Amoblar la entrevista con “me parece una mala señal”, “fue una equivocación” y “al parecer hay descoordinación”, lo que es en realidad una ofensa a la población, una mentira flagrante, un desprecio criminal por la vida de los más vulnerables, es no hacer el trabajo al que los periodistas están llamados. Eso es simplemente hacer de animador o presentador de espectáculos. Tristemente pareciera que sólo podemos esperar la confrontación con los más inofensivos para sus carreras, como un Hermógenes Pérez de Arce o un Alejandro Navarro, lo que claramente acusa cobardía y pleitesía a los más cercanos al poder.

Stefan Swift describió en El arte de la mentira política la genialidad del político como “un fondo inagotable de mentiras”, ante las cuales este tipo de hombres simplemente no asumen sus consecuencias por padecer de una memoria muy corta. Para Hannah Arendt, en De la mentira a la violencia, esto es la patología del político. ¿No será el momento adecuado de atreverse a usar el lenguaje sin miedo, con calma y claridad, para evidenciar esta patología de los políticos entrevistados, antes que se contagie todo el cuarto poder? ¿No es justo esperar que los que ejercen el poder de la prensa asuman un poco la responsabilidad de la memoria más larga y debatir entre ellos los temas de fondo, atreverse al desacuerdo y confrontar ideas? ¿Podemos esperar aún algo más que un diálogo de endomingados que convenga a sus auspiciadores? ¿O deberemos aceptar esta cláusula de los paneles no dicha, pero aprendida como ritual de misa, de un “atrás sin golpes”? ¿Es acaso faltar a los principios de un buen diálogo el hacer presente las mentiras y contradicciones de un ministro de Salud que cada vez que interviene trata el bienestar de todos como si se tratara de un ránking mundial? ¿Será demasiado pedir a los intervinientes del debate periodístico llamar a un gato “un gato” y a un ministro de Hacienda enfrentarlo a su ideología neoliberal, la que impide soluciones sociales para los que sufren hambre todas las noches, producto del sistema que él defiende y que no cumplió sus promesas?

No lo vieron venir y al parecer, no lo veremos venir.

Nicolás Folch Maass