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Opinión

El plebiscito de octubre

Por: Danilo Billiard | Publicado: 06.09.2020
El plebiscito de octubre Plebiscito de 1988 |
La perspectiva pos neoliberal que pueda asumir una nueva Constitución para Chile dependerá en gran medida de la persistencia del dinamismo «destituyente» de la revuelta de octubre, consustancial a la invención de nuevas modalidades de institución que transformen su componente liberal y metafísico.

El gran juego democrático de la transición fue exhibir las supuestas diferencias ideológicas entre la centroizquierda y la derecha, entre la socialdemocracia criolla y el ideario neoliberal que había hecho converger a los sectores neoconservadores de la derecha chilena con la perspectiva instaurada por el grupo de economistas formados en Chicago, en su crítica contra el “estatismo” (keynesiano y marxista), que en realidad era el estratagema para privatizar la seguridad social, socializar el acceso a la propiedad privada mediante el instrumento crediticio de la deuda (regido por el principio de la responsabilización) y reforzar los mecanismos estatales relativos a la seguridad pública.

Es indesmentible que tales diferencias existen, pero no es desconocido tampoco, a estas alturas, que el compromiso de la socialdemocracia con la promoción de las políticas neoliberales en América Latina es resultado de una reestructuración que la aleja de su tradición ideológica y de su compromiso con la protección social en el contexto de los Estados benefactores, que en la década de los 90 –la época de oro de la Concertación– habían dejado de existir.

Por eso el retorno pactado a una democracia tutelada garantizó la continuidad del modelo impuesto por la dictadura. En su deriva comisarial, la Concertación tuvo que asegurar las condiciones de gobernabilidad del modelo (y de pasada profundizarlo) mediante una política de la exclusión –que padeció principalmente el Partido Comunista– y aniquilamiento de los grupos subversivos que permanecían operativos en Chile.

En eso consistieron los grandes acuerdos de la transición que dotaron de estabilidad al neoliberalismo chileno por varias décadas, aprovechando también las ventajas económicas que ofrecía el alto precio del cobre en esos años. La transición fue la forma del consenso democrático que rechazaba cualquier tipo de antagonismo realmente irreductible en la disputa por el poder, identificando a la política con la técnica y, en efecto, convirtiéndola en patrimonio exclusivo de los expertos, confiscándosela al pueblo a cambio del marketing televisivo que gestionaba la frivolidad y la degradación intelectual creciente.

La competencia entre partidos que admite la democracia liberal fue algo más que una metáfora: los partidos se transformaron concretamente en bolsas de trabajo, sus militantes en funcionarios a sueldo y motivados por las prebendas, las instituciones en empresas de servicio (management) y sus propuestas en mercaderías políticas cuyo posicionamiento dependía de las agencias publicitarias. Al no existir más estrategia que la administración del orden, y ausencia de conflictos ideológicos que actuaran incluso como factores de identificación política (que es la crítica que Chantal Mouffe y Ernesto Laclau realizan de las democracias neoliberales), se produce gradualmente el proceso de desafección.

La politicidad del neoliberalismo y sus tecnologías de gobierno rebasan a los poderes públicos y las lógicas de la representación institucional, desplegándose en una superficie inmanente y adquiriendo una mayor capilaridad (biopolítica). Es importante a este respecto los análisis que realiza Gilles Deleuze sobre las sociedades de control, pero sobre todo los cursos de Michel Foucault del año 1979 en el Collège de France, donde caracteriza al neoliberalismo como un gobierno de los cuerpos, lo que Jon Beasley-Murray, en su Poshegemonía. Teoría política y América Latina, vincula a las nociones de hábito y afecto provenientes tanto de la sociología crítica de Pierre Bourdieu como de la filosofía spinozista de Deleuze.

El plebiscito de 1988 permitía elegir entre las opciones “Sí” y “No”. Estéticamente resultaban opuestas, pero en términos pragmáticos subyacían acuerdos estructurales que configuraban una suerte de “disputa sin conflicto”. La democratización de la sociedad habría exigido una problematización del neoliberalismo y su régimen constitucional (sabiendo que las lógicas autoritarias son inherentes al Estado liberal maduro), algo por lo que la centroizquierda mostró escaso interés. Eso explica, entre otras cosas, por qué Sebastián Piñera, actual Presidente de la República, se ufana de haber votado por el “No” cuando su compromiso era con el “Sí”, como lo ha demostrado en estos últimos meses. Pero no es extraño, porque el consenso sobrepasaba esas antinomias mediáticas.

Tanto el “No” como el “Sí” estaban perfectamente de acuerdo con la continuidad del modelo, tras haberse asegurado de que las fuerzas realmente opositoras al neoliberalismo, acosadas por los aparatos represivos de la dictadura, atravesaban por un proceso de desarticulación, que era también un efecto global de la caída de los socialismos reales y el agotamiento casi definitivo del paradigma soviético del marxismo, que adentró a la izquierda en una profunda crisis.

Reeditar los pactos de la transición es una posibilidad que tanto la derecha como la centroizquierda podrían evaluar seriamente de cara al plebiscitico de octubre. Pero las circunstancias son radicalmente distintas. Lo primero que habría que clarificar es que la transición no es el periodo cronológico que va desde la dictadura a la democracia –como la definía Manuel Antonio Garretón–, sino que un dispositivo de poder. Ese dispositivo ha sido fracturado en su eficacia gubernamental por la revuelta de octubre, pero ello no agota su capacidad de reagrupamiento.

Lo importante es saber cómo responder a estas arremetidas transitológicas, que pretenden volver equivalentes las opciones “Apruebo” y “Rechazo”, pues rechazar un cambio constitucional sería lo mismo que proponerse cambiar la Constitución para relegitimar el neoliberalismo (y es a eso a lo que apuesta Pablo Longueira). Ese es el riesgo latente que atraviesa el proceso constituyente, donde la asonada popular cumple un papel decisivo en la medida que su potencia es irreductible a las formas tradicionales de la representación institucional.

La perspectiva pos neoliberal que pueda asumir una nueva Constitución para Chile dependerá en gran medida de la persistencia del dinamismo destituyente de la revuelta, consustancial a la invención de nuevas modalidades de institución que transformen su componente liberal y metafísico. 

Danilo Billiard