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Opinión

Hicieron un desierto y a eso le llamaron paz

Por: Jaime Collyer | Publicado: 14.09.2020
Hicieron un desierto y a eso le llamaron paz |
“Hicieron un desierto y a eso lo llamaron paz”, decía Tácito a raíz de lo hecho por los ejércitos de Roma en Cartago. Un breve paseo hoy por la Plaza de la Dignidad, pintada uniformemente de tonos grises y deslucidos, sugiere contemporáneos intentos de hacer en pequeña escala lo mismo, ante los resabios aún palpables del estallido social. No va a funcionar, ni podemos permitirlo. Como decía uno de los centenares de carteles surgidos en octubre: no queremos que todo se normalice; queremos que cambie de una vez.

Nuestra experiencia histórica del último medio siglo corrobora de manera dolorosa que nada está olvidado y que, con seguridad, así debe ser. Lo pienso a propósito de las imágenes de resistentes abatidos por la dictadura pinochetista, esas que en estos días de remembranzas dolidas y tributos han poblado las redes sociales. Entre esos muchos rostros tan dignos, curiosamente apacibles, que circularon en internet hubo una imagen que me dolió en particular, más hondamente que otras, y es la foto de Lucía Vergara, hermana menor de mi cuñado, asesinada junto a otros militantes en la calle Fuenteovejuna durante los 80, alevosamente expuesta y profanada luego en la vereda a la que fue arrojado su cadáver. Nona Fernández, en su novela La dimensión desconocida, hace en el tramo final del texto una reflexión estremecedora en torno a su caso y su cuerpo abandonado en la calle. Imposible no conmoverse una vez más, o quedar inmerso en una tristeza que no cesa con los años, al pensar en quienes perdieron su vida en la batahola cobarde que un régimen de criminales y hampones civiles desencadenó contra su propio pueblo.

¿Qué vamos a hacer con el Golpe y sus secuelas irreparables, con esa herida que persiste hasta hoy entre nosotros, en que algunos insisten en hurgar y que otros buscan cubrir? ¿Es posible hurgar indefinidamente en ella o eso mismo impedirá que alguna vez cicatrice? ¿Se puede cubrir una herida que aún supura sin que ese gesto la infecte o gangrene? Arduo dilema el que enfrentamos. Un artículo incluido en el sitio web Cultura y Tendencias hace escasos dos días, en coincidencia con el aniversario del Golpe, resumía con el rótulo de “Once para el 11” sendas entrevistas a once hombres y mujeres de diversas edades y ámbitos profesionales, para que intentaran discernir cada uno a su modo lo que nos dejó el asalto cívico-militar a la democracia. Y desde luego la forma en que ello nos condiciona aún a futuro, considerando la inminencia del plebiscito que se nos viene.

Las varias opiniones sugerían por sí mismas la controversia que aún suscita el quiebre institucional, ese que algunos percibimos como un descenso a los infiernos y otros evocan –menuda paradoja– como una liberación. Se hacía hincapié entre los opinantes en la necesidad de que los varios actores involucrados –los poderes públicos, la clase política, las Fuerzas Armadas y la sociedad civil– pusieran cada uno algo de su parte e hicieran gestos para re-simbolizar el evento y sus alcances. Se decía que, a fin de cuentas, es preciso recordar lo sucedido y honrar a las víctimas, pero a la vez mirar al futuro, reenfocar una parte de nuestras energías en el proceso constituyente que se nos avecina, entendido como una oportunidad de hacer al final una hoja de ruta surgida de nosotros mismos como nación, una nación multicultural, y no ya desde las élites deseosas de gestionar o violentar a esas comunidades en su provecho.

Mirar al futuro, linda propuesta, más o menos coincidente con la de Carolina Martins, cientista política que proponía no seguir examinando nuestra realidad presente a través del espejo retrovisor. El tema es –como lo reconocen los propios opinantes– que no es fácil. Quizá si la respuesta más llamativa era la de Marcelo Leonart, que aludía al dolor enquistado en muchos de nuestros compatriotas, y desde luego en nosotros mismos. “¿Por qué debería aspirar a darle la mano a aquel que, en los hechos, marcó con sangre la historia de la patria?”, dice literalmente en su respuesta, y es imposible no resonar mínimamente con ella. ¿Cómo se logra convivir nuevamente con criminales y gente que no cumple, ni siquiera hoy, con los mínimos del contrato social, además de nunca haber dado muestras en público de arrepentimiento por lo hecho y propiciado? ¿Qué se hace con los provocadores deliberados que se fotografían con camisetas voceando los vuelos de la muerte o escogen ahora los versos de Víctor Jara para profanarlos a su vez, como antes hicieron con el cadáver del cantautor? ¿O cómo persuadir a tanta gente adscrita al espacio concertacionista de que hubo cuestiones impresentables en sus sucesivos gobiernos, cuestiones que propiciaron –en lugar de contener– la impunidad, como fue, por ejemplo, el empeño grotesco de los personeros de la época de traer de vuelta al dictador desde Inglaterra…?

Demasiada gente se ha escudado hasta aquí en “el contexto” existente en variados momentos de nuestra historia reciente. Para justificar la sangría provocada, los criminales que la impusieron y sus ideólogos supervivientes siguen hablando del contexto previo a sus desmanes. Para explicar su compulsión por librar al dictador de la justicia internacional, los que lo hicieron aludían también al contexto: no se podía hacer otra cosa, decían, sólo quedaba hacer justicia dentro de lo posible (como si fuera posible negociar con el criminal antes de enjuiciarlo).

Hoy resulta evidente que, en ocasiones, las comunidades enferman y que ese mal colectivo rotulado a veces como “fascismo” es, por cierto, una de esas instancias en que cunde la patología grupal y la arbitrariedad conducente no pocas veces al exterminio de una parte de esa comunidad. Ocurrió en Alemania y volvió a ocurrir aquí, y ha vuelto a repetirse en otras latitudes, pero es posible resurgir de las propias cenizas como nación, aunque un barniz ficticio de presunta modernización económica alcanzada a costa de los muertos busque recubrir esas cenizas y obviar el dolor inferido a tantos. La propia Alemania tardó decenios en iniciar su propio autoexamen, el de sus culpas históricas, un proceso que sólo comenzó a ocurrir –se diría– cuando Willy Brandt, que fue un resistente preclaro al nazismo y sus horrores, abrió la esclusa de esas responsabilidades en su visita a Israel.

Muchos resistieron aquí al horror y se resistieron a la vez a la ignominia dictatorial, y a mucha honra, decimos hoy. Es hora de reescribir esa historia que por largos años ha sido redactada por los vencedores y sus cómplices, los que heredaron el sistema. En esa línea, y en el empeño de reversionar los hechos, tiene razón Daniel Ramírez cuando señala el carácter decisivo que tendrá lo que se resuelva en el plebiscito y, más que eso, lo que sobrevenga de ello, lo que hagamos todos con ello.

Antes parecen imponerse, aun así, algunas exigencias mínimas, como la liberación de los presos de la revuelta (un gesto que no podría cubrir, desde luego, los crímenes de lesa humanidad cometidos por algunos elementos de la fuerza pública), la derogación de esas leyes espurias aprobadas a raíz de la propia revuelta, contrarias a los más elementales derechos de expresión y protesta dentro de un país democrático, y una exigencia ética también básica, sólo para dejarla una vez más resonando en el aire: la de que los voceros intelectuales del orden condenen de manera explícita, sin subterfugios que busquen empatar las cosas, las violaciones a los derechos humanos habidas a contar de octubre del 2019, algo que no ha ocurrido hasta aquí, y el respeto irrestricto a los derechos humanos, a la diversidad personal, doctrinaria, étnica. Es, ya lo sabemos, el piso mínimo e innegociable en nuestra historia contemporánea.

“Hicieron un desierto y a eso lo llamaron paz”, decía la conocida sentencia de Tácito a raíz de lo hecho por los ejércitos de Roma en Cartago. Un breve paseo hoy por la Plaza de la Dignidad, pintada uniformemente de tonos grises y deslucidos, sugiere nuevos y contemporáneos intentos de hacer en pequeña escala lo mismo, ante los resabios aún palpables del estallido social. No va a funcionar, ni podemos permitirlo. Como decía uno de los centenares de carteles surgidos en octubre, no queremos que todo se normalice, queremos que cambie de una vez.

Jaime Collyer