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“Tengo miedo torero”: la despedida del silencio

Por: Cristián Solar | Publicado: 15.09.2020
“Tengo miedo torero”: la despedida del silencio Pedro Lemebel | Foto de Álvaro Hoppe
En esta película no sólo se adapta una obra sino que también se sella una época donde ese secreto a voces -que fueron Las Yeguas del Apocalipsis, la escritura de Lemebel y la disidencia chilena- se puede pasear orgulloso por los festivales, justo en el ojo del huracán, entre pandemia y el fin de la Constitución de Pinochet. Con harto escándalo, diciendo a los cuatro vientos que podríamos ser más libres. Con esta película varios despedimos la prolongada juventud y, en parte, el silencio de años de negación a Pedro.

Soy un ciudadano de los 90: el sitio eriazo de la politización, la extensión del apagón cultural. Ese trazo de tiempo donde esa contracultura que se mantenía larvada no pudo emerger. Se mezclaban peinados, estéticas y discursos condensados en unos pocos y hacinados lugares de la capital.

Sin internet, el arte y su difusión fuera de la escena o la academia eran siempre de a goteo. Asimismo, otras posibilidades tanto en identidad, orientación o expresión sexual se hacían difíciles siquiera de pensar, menos aún que fueran parte de un itinerario político de izquierdas (y ni pensar de derechas). Asistíamos a un momento de congelamiento, hipocresía y miedo reinante, en medio de un pacto de transición que ponía al tirano como dueño aún de las armas.

Nos tenían leyendo al Mío Cid Campeador, obras canónicas para apreciar la “madre patria”. Las letras tenían valor por esa formalidad foránea que, lejos de mostrar una experiencia o una corporalidad, nos mostraban una época diferente, descrita con sopor con valores épicos que nada tenían que ver con nuestra generación a la que forzaban a ir al mall.

Entre toda la vorágine aparecían destellos de otra cosa, que hablaba nuestro dialecto. Escritos dirigidos a nuestras vidas aturdidas. Circulaban entre nosotros poemas de Redolés, Díaz Varín, Lihn, Teillier, los cuentos de Bolaño y de un tal Lemebel.

Este último era el más escandaloso. Lo podíamos ver en las marchas, en las romerías donde la masividad de ayer hoy sería una exigua convocatoria. Él hablaba de nuestras confusiones, nuestras aventuras inconfesables, corazones partidos no sólo por amores incompletos, sino también por una historia fragmentada que de a pulso intentamos entre todes reconstruir. Podíamos ver en él a alguien que también habitaba la noche frontalmente, con las aventuras que te dejaban herido, malogrado, intentando recuperar el aliento despertando donde no sabías, pero con complicidades fugaces, solidaridades efímeras y bellas que no tropezaban al momento de arrojarse a la experiencia.

Tuve la desgracia de escuchar y leer cosas en contra de él. Una academia mezquina, que no le daba dignidad a su rúbrica, que le parecía demasiado vulgar aún de hablar de cuerpos que no fueran esos silentes de las “musas” de los poetas de turno.  Pedro relata lo abyecto, eso que no se deja domar, que nos recuerda que el orden es una violencia mal repartida, eso que intentamos borrar. Es difícil suprimir de nuestro imaginario esas primeras performances a las que no asistimos, que sólo pudimos juntar las piezas a través de fotos que alguien guardaba casi de casualidad. Nos llegaban historias sobre él y Francisco Casas, noticias de otro mundo al que, de alguna manera, pertenecíamos en nuestras salas de clases, en nuestras piezas de adolescente o en nuestro silencio miedoso.

Tengo miedo torero llegó a nuestras manos como una misiva a la izquierda, a la que nos precedía; la que nos crío y que aún intentaba hacer el duelo. Nos invitó a imaginar ese atentado fallido de otra manera, a contrapelo de la historia, con una novela rosa. Ese hecho, de algo que no pasó, que se frustró, también funcionaba así para la generación, una especie de intento de algo distinto, homogenizado como “terrorismo” por la transición. Se nos contaba de algunos “locos” que intentaron hacer algo contra este precario equilibrio que teníamos en esa época. Agregarle el elemento de una “loca”, en medio de la virilidad guerrillera, era al menos abjurar a la liturgia roja. Pedro nos invitaba a sobrepasar el vértice de nuestra castrada imaginación, sumergiéndonos en la visión particular de esa “la loca del Frente” enamoradiza, inocente y sometida. Que nos deja entrever que despierta de varios sueños, para buscar soñar otros, algo así como lo que nos pasa hoy.

En la versión limpiamente entregada por Rodrigo Sepúlveda, y robada en su actuación por Alfredo Castro, es muy notorio el cuidado por mostrar que es una apropiación, una apuesta (esperemos que la primera de muchas) con Lemebel. Se nos entregan colores a una imaginación que teníamos en blanco y negro, con bailes taciturnos, opacos de una época dolorosa. Lo mejor retratado es quizás esa ilusión a la que la loca quiere aferrarse para salirse un rato de tanta muerte y tragedia. Si ese libro lo leímos hace tanto, es volver a leerlo, es como si te lo contaron ahora con colores, con otras texturas, otros acentos, sin perder su vitalidad.

En ese proyecto cinematográfico no sólo se adapta una obra, sino que también se sella una época donde ese secreto a voces -que fueron Las Yeguas del Apocalipsis, la escritura de Lemebel y la disidencia chilena- se puede pasear orgulloso por los festivales, justo en el ojo del huracán, entre pandemia y el fin de la Constitución de Pinochet. Con harto escándalo, diciendo a los cuatro vientos que podríamos ser más libres. Con esta película varios despedimos la prolongada juventud y, en parte, el silencio de años de negación a Pedro.

Cristián Solar