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Opinión

Cien años: de la cuestión al estallido

Por: Mario Horton Fleck | Publicado: 18.10.2020
Cien años: de la cuestión al estallido Marcha obrera en Punta Arenas, 1920 |
Cien años más tarde, después de haber dejado atrás una dictadura sangrienta y con otro Presidente que se suicidó por su pueblo, todo parece comenzar otra vez. La historia es cíclica, dice la monserga de la corrección historiográfica. Y es que es innegable que la miseria, la injusticia, la desigualdad, y toda la diversidad de conflictos aglutinados como un conjunto que reclamaba profundas transformaciones, no aparecieron en el país en aquel periodo, como tampoco han desaparecido en la actualidad.

Entre los años 1880 y 1920, un conjunto de problemas políticos, sociales y económicos, asociados entre otras cosas a la irrefrenable migración desde el mundo rural hacia los núcleos urbanos en crecimiento descontrolado (producto del auge económico que tuvo lugar en los albores del capitalismo chileno), condujeron los destinos de la república a lo que diversos historiadores han denominado como la cuestión social.

Era el amanecer de un nuevo siglo, quedaba atrás una sangrienta guerra civil que concluía, entre otras cuestiones, con el suicidio del enigmático presidente Balmaceda y el proceso de modernización enarbolaba la promesa de una sociedad que comenzaba a migrar desde una estructura tradicional hacia una de carácter progresista, donde la inyección de capitales extranjeros y la industrialización de la matriz productiva, se supone, implicarían cambios sustantivos en todas las capas sociales y no solamente en las élites locales, lo que al final no ocurrió.

Esto allanó el camino para la aparición de problemáticas inéditas y más complejas, imbricadas en contradicciones que la historia de Chile aún no ha sido capaz de resolver: la vivienda digna, la educación universal de calidad, la atención médica y salubridad, las condiciones laborales y los bajos sueldos.

Comenzaba a solidificarse una correlación de fuerzas que había cimentado el ordenamiento social de nuestro país desde la Colonia, y que por estos años alcanzaría una expresión nítida; una élite política ciega e ineficiente, centrada en la explotación del salitre, que dejó pasar la oportunidad de impulsar una modernización del mundo agrícola y de la industria local con valor agregado, descuidando violentamente la situación socioeconómica de los sectores populares, quienes experimentaron la sensación de ser parte de un simulacro de progreso y prosperidad, al tiempo que la clase gobernante, secuestrada por una falsa apreciación autocomplaciente de sus logros, no quiso ver la existencia de profundos problemas que brotaron en intensos conflictos masivos y que permitieron acuñar el concepto de cuestión social.

Fue necesario que explotaran la primera huelga general del país, la gran huelga en Valparaíso, la huelga de la carne en Santiago, que tuvieran lugar diversas masacres como la matanza en la Escuela Santa María de Iquique o las multitudinarias marchas del hambre, entre otros hitos dolorosos de nuestra historia, para que los sectores políticos entendieran la urgencia del dilema que los atenazaba y coincidieran en la necesidad de encontrar soluciones reales para una ciudadanía movilizada y cansada que hacia el año 1920, y mediante una presión popular sostenida, lograba fisurar los rígidos pilares de una casta que se vio obligada a asumir la crisis como una cuestión política y ubicarla en el centro en los planes del gobierno y del Congreso Nacional.

Los triunfos populares no fueron pocos. En un par décadas se había promulgado la Ley de Habitaciones Obreras, la Ley de Descanso Dominical, creado la Oficina del Trabajo (dependiente del Ministerio de la Industria), fundado el Consejo Superior de Habitaciones para Obreros y el Partido Obrero Socialista (que se ungía como un espacio de articulación para las demandas de la clase trabajadora), promulgada la Ley de la Silla y la Ley de Accidentes del Trabajo. Cuestiones que, a la luz del tiempo, parecen de toda lógica, pero que por aquellos años el pueblo conquistó con su sacrificio.

Cien años más tarde, después de haber dejado atrás una dictadura sangrienta y con otro Presidente que se suicidó por su pueblo, todo parece comenzar otra vez. La historia es cíclica, dice la monserga de la corrección historiográfica. Y es que es innegable que la miseria, la injusticia, la desigualdad, y toda la diversidad de conflictos aglutinados como un conjunto que reclamaba profundas transformaciones, no aparecieron en el país en aquel periodo, como tampoco han desaparecido en la actualidad.

Ha pasado un siglo y el enjambre social amasado en las últimas décadas ha generado las condiciones para que aparezcan nuevos ejes fundamentales de las demandas del pueblo: las pensiones usurpadas, el maltrato al medioambiente, los derechos sobre el agua y los mares, la economía extractivista desmesurada que arrasa con los ecosistemas, la desigualdad de género, el machismo cultural, la larga deuda con las disidencias sexuales, la educación y la salud obscenamente mercantilizadas, el abandono de la cultura y de las artes, la criminalización sistemática de nuestros pueblos originarios o las pensiones de miseria, son algunos de los asuntos que han ido delineando este momento pre revolucionario bautizado como el estallido social, impulsado por la eclosión del 18 de octubre de 2019 y por una de las movilizaciones más extraordinarias de la historia de nuestro país que tuvo lugar exactamente una semana después. Por ello en nuestra república se va fraguando de nuevo una importante transformación.

Chile se cansó de los reformistas, que en su ADN alojaban también la lógica neoliberal. La desobediencia civil comenzó a desbordarse cansada de gozar de una buena reputación económica para los ojos extranjeros, al tiempo que la desigualdad campeaba por todo el tejido social haciéndose mas grande, detrás del disfraz de un oasis para los inversionistas y los meritocráticos, escondiendo un arco de explotaciones anclado en el experimento del neoliberalismo.

Una nación que adopta un modelo como el nuestro no puede despertar de la noche a la mañana en otro enteramente equitativo y justo. Los procesos sociales toman tiempo y esfuerzos conjuntos. No vamos a estatizar toda la economía ni la educación, ni lograremos que los super-ricos financien a través de un sistema tributario progresivo todos los derechos sociales que nos parecen justos, ni podremos dar gratuidad total a la educación y a la salud de un día para otro. Pero hoy tenemos la oportunidad de comenzar a cambiar nuestros destinos en un proceso que hasta hace poco nos parecía una quimera: la Asamblea o Convención Constitucional. Tal como sucedió en los estertores de la cuestión social, hace cien años, cuando un levantamiento popular articuló otro intento constituyente, pero la aristocracia, como siempre, se ordenó cerrando sus filas y desactivó el proceso. Es de esperar que, en esta ocasión, las fuerzas de izquierda logremos articularnos en torno a nuestras convicciones comunes y no nos atomicemos en nuestras diferencias de tintes asambleístas.

Debemos enfrentar con responsabilidad esta oportunidad que no se presenta con frecuencia en la historia de Chile. En el primer aniversario del 18-O, se nos abre la posibilidad de soñar juntos que Chile comenzará a migrar gradualmente (en plazo de una década o más) hacia un modelo sensato, afín con el medioambiente, donde la naturaleza no se vea separada de los procesos sociales, económicos y culturales que atañen la esencia del ser humano, donde se respeten las libertades individuales de toda índole, pero al mismo tiempo se reconstruya el abandonado sentido de lo colectivo, se aseguren los derechos sociales, un futuro conquistado por el feminismo, donde se respeten irrestrictamente los derechos humanos y se supere el neoliberalismo. Cuestiones que, por cierto, a la luz del tiempo parecerán de toda lógica, pero que ahora el pueblo ha tenido que conquistar con fuego, con sangre, con pintura y con una voz valiente y sin nombre que se escucha marchando por todas las calles del país. En esas calles nos encontramos y en esas calles nos vamos a quedar.

Mario Horton Fleck