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Etnocentrismo y quema de templos

Por: Jaime Collyer | Publicado: 21.10.2020
Etnocentrismo y quema de templos Parroquia de la Asunción | Foto: Cristóbal Escobar / AGENCIA UNO
Es evidente que sería mejor no quemar nada, pero rasgar vestiduras por el patrimonio arquitectónico en lugar de quienes lo habitan o usufructúan de él es caer en los mismos vicios en que cayó desde un principio el almirante Colón: se extasiaba con el paisaje americano y lo que iba encontrando en la escena geográfica, pero a los seres humanos que a la vez iba conociendo los reducía a entidades sin habla, eventualmente exhibibles en los palacios de Europa.

El etnocentrismo –la tendencia a percibir el mundo en conformidad con los patrones de mi propia cultura– es un fenómeno de larga data en América Latina. Se diría que da comienzo ya en la fase precolombina, cuando los aztecas y otros imperios de los Andes, anteriores al incanato, sacrificaban a sus prisioneros de guerra y cautivos para halagar a sus dioses. El “otro” era no sólo distinto a ellos, sino que poseía menos valor y se lo podía ofrendar a las propias deidades sin remordimientos.

Esa vocación etnocéntrica alcanzó, se diría, el paroxismo con la llegada de los europeos y ya no volvería a abandonarnos; se volvió parte consustancial de nuestro modo de operar en la realidad y percibirla. Y de percibir, por desgracia, al otro. Releo por estos días La conquista de América, la cuestión del Otro, ese ensayo excepcional de Todorov en torno al tema de la conquista, un texto plagado en sí mismo de revelaciones asombrosas. Ante todo, respecto al almirante Colón, un espíritu que, además de tozudo y cabezadura, era políglota y hablaba cuatro idiomas: genovés, latín, portugués y castellano. A pesar de esa relación privilegiada y curiosa con otras lenguas, cuando escuchó por primera vez hablar en su idioma a los habitantes originarios de Guanahani, la isla del archipiélago de las Lucayas a la que arribó en su primer viaje, dedujo que esa “jerigonza” era un intento fallido de hablar español, un castellano mal pronunciado, digamos. Y todavía más: que lo que hablaban no era un idioma en absoluto. En suma, que no hablaban en propiedad.

En su correspondencia a los Reyes Católicos, les escribirá luego de su intención de llevar consigo a algunos de esos “ejemplares” originarios de América para enseñarles la lengua de Castilla y “enseñarles así a hablar”. La frase es tan sorprendente que los traductores al francés de las cartas del almirante no consiguieron creer que estuviera diciendo lo que decía y pusieron, en lugar de “enseñarles a hablar”, la frase “enseñarles nuestra lengua”. Pero fue una gentileza de parte de esos traductores: en algún momento, cuando menos, ocurrió de veras que, al escuchar el almirante a los pueblos originarios hablar en su lengua, no los escuchaba en realidad y atribuía esos empeños a un intento fallido de hablar como los humanos. Una muestra abrumadora de etnocentrismo, y en un individuo que era, él mismo, claramente dotado para los idiomas. Eso es lo extraño.

Es una prueba adicional de que la acumulación de saberes no es necesariamente un antídoto contra el etnocentrismo, la ignorancia y hasta la barbarie. Y de que ciertas percepciones de lo real (¿qué es, a fin de cuentas, lo real?) requieren de tiempo y evolución, de ciertos desarrollos históricos, antes de consolidarse en la mente, y hasta en los ojos, de hombres y mujeres. Se diría, en rigor, que primero deben consolidarse en su mente y que sólo entonces llegan a percibirlas. Es parecido al experimento referido por Daniel Kahneman, psicólogo y Premio Nobel de Economía, sobre el gorila en un partido de básquetbol. Un experimento complejo, pero tan revelador como las cartas del almirante Colón: frente a un partido de básquetbol en vivo, se dio a un grupo de hombres y mujeres que participaban como voluntarios en el experimento, la instrucción de que contabilizaran la cantidad de pases que hacía el equipo asignado a ellos, focalizando su atención en dicha contabilidad. Luego un individuo disfrazado de gorila entró en la cancha durante el juego y se paseó un rato por entre los dos equipos y sus jugadores respectivos. Enseguida se les preguntó a los espectadores voluntarios, esos que habían recibido la instrucción de atender a la cantidad de pases de su equipo, si habían advertido o percibido algo extraño durante el partido. Nadie había visto a ningún gorila. La percepción selectiva altera u oblitera una parte de la realidad, alimentando ciertamente el etnocentrismo y el prejuicio.

El propio Colón, un espíritu medieval en esencia, decía haber visto en su tercer viaje a América a un grupo de sirenas, posiblemente en la desembocadura del Orinoco, y le escribió a su vez a los soberanos de Castilla y Aragón para contárselos, aunque aclarándoles que había mucho mito en el asunto, que las sirenas no eran ni con mucho tan bellas como se creía. Las que él había visto así lo “probaban”. ¿Qué vio exactamente el almirante? ¿Cuáles rasgos de esas lugareñas que posiblemente avistó en el Orinoco le hicieron pensar en las sirenas de Homero? Es poco claro, aunque igual fascinante, probatorio no de la menor hermosura de las sirenas, sino de que el ser humano ve y oye casi siempre a las sirenas cuando quiere verlas u oír su canto. Lo real importa, en ese sentido, bastante poco.

Me ocurre con lo de la quema reciente de iglesias. Aun cuando me expongo al reproche generalizado de los bien pensantes al asumirlo, no me conmovió demasiado el incendio deliberado de esos templos católico-romanos. Me crie en una familia más bien centrífuga (con tendencia a la desintegración progresiva), con muchos radicales y masones en el trasfondo, hombres y mujeres impregnados de cierto sentimiento anticlerical de base. Mucho antes de que surgieran las denuncias generalizadas de pedofilia a manos del sacerdocio, la palabra “cura” solía ser en mi entorno familiar una mala palabra, alusiva a un oficio con tendencia a meter las manos donde no debía.

Entiendo que eso es, a la vez, un prejuicio y un caso parecido al etnocentrismo, considerando que gran parte de la clase sacerdotal, posiblemente la mayoría de ella, es gente de vocación sincera y espíritu generoso. Con todo, el etnocentrismo y los juicios previos a la realidad son la materia de que está hecha nuestra percepción. Por lo mismo, no me pareció del todo comprensible la reacción de los bien pensantes de izquierda ante la quema de iglesias. En parte, por esa forma de crianza bastante ajena al sentimiento religioso que conformó mi infancia, de la cual me siento no pocas veces agradecido: el lastre del dogmatismo religioso me ha parecido casi siempre –subrayado lo del casi– un lastre más que un apoyo a la hora de dirimir, precisamente, lo que es real y lo justo. En segundo término, porque en estas cosas suele haber infiltrados y los hechos sugieren, para variar, que esa violencia desintegradora de los vínculos sociales (como bien lo acaba de resumir en este mismo sitio el sociólogo Adolfo Estrella), tan conveniente a los partidarios del orden, es muchas veces un fenómeno inducido por la propia autoridad y el gran poder. Y, en tercer lugar, por una razón ya enarbolada muchas veces y que debe ser, ahora, la que más polémica suscita: que me parece por decir lo menos arbitrario dolerse ahora por la destrucción parcial de nuestro patrimonio cuando, a la par de ello, no se ha manifestado antes ningún resquemor por la violencia ejercida contra la ciudadanía. Es evidente que sería mejor no quemar nada, pero rasgar vestiduras por el patrimonio arquitectónico en lugar de quienes lo habitan o usufructúan de él –aunque sea un usufructo tan sesgado y selectivo como es hoy, a estas alturas de la historia, el de las iglesias católico-romanas– es caer en los mismos vicios en que cayó desde un principio el almirante Colón: se extasiaba con el paisaje americano y lo que iba encontrando en la escena geográfica, pero a los seres humanos que a la vez iba conociendo los reducía a entidades sin habla, eventualmente exhibibles en los palacios de Europa.

Jaime Collyer