OPINIÓN | Acuerdo de Escazú: una brújula para la Justicia Ambiental

Por: Felipe Pino, Coordinador de Proyectos ONG FIMA | Publicado: 03.05.2022
OPINIÓN | Acuerdo de Escazú: una brújula para la Justicia Ambiental /
El pasado 20, 21 y 22 de abril se realizó en sede de CEPAL en Santiago de Chile, la primera Conferencia de las Partes de los estados que han firmado y ratificado el Acuerdo.

Luego de tres días de negociaciones (no exentas de tensiones), se logró acuerdo en las Reglas de procedimiento para la COP (incluyendo los mecanismos para la participación significativa del público), y sobre las Reglas de composición y funcionamiento del Comité de Apoyo a la Aplicación y el Cumplimiento, uno de los órganos subsidiarios de la Conferencia que tendrá especial relevancia en el seguimiento del Acuerdo en los países. De igual forma, la COP tuvo una fuerte presencia de las comunidades indígenas y organizaciones juveniles de la región, las cuales lograron permear algunas de sus demandas en las negociaciones, y en general fueron una pieza clave de presión hacia los Estados parte.

Con esta Conferencia culmina una “primera era” de negociaciones regionales para proteger y garantizar los llamados Derechos de Acceso en materia ambiental en Latinoamérica y el Caribe. Sin embargo, estos importantes avances, tan necesarios para asegurar la democracia ambiental en nuestro continente, han generado la reticencia de algunos sectores privados o productivos. En ese sentido, y antes de pensar en los desafíos que se acercan con la eventual implementación del Acuerdo, cabe detenerse a reflexionar sobre la importancia de que nuestra región cuente finalmente con un Acuerdo sobre Derechos Humanos Ambientales, y que, contrario de lo que señalan algunos actores, ello no significa poner trabas al desarrollo, sino que nos otorga nuevas herramientas para consolidar un desarrollo sostenible.

Y es que la principal diferencia entre el Acuerdo de Escazú y el Acuerdo de Aarhus (su primo europeo) no radica en los principios ni artículos que consagran ambos textos, sino más bien en la región en la cual se pretenden implementar. A diferencia del Viejo Continente, el contexto de Latinoamérica y el Caribe, a pesar de sus matices, es a grandes rasgos el mismo: países con altos niveles de extractivismo, con democracias jóvenes, con bajos niveles de planificación territorial, cuyos bienes naturales son de alta relevancia para el mercado global, y en donde los pueblos indígenas y comunidades locales que los protegen son usualmente vulneradas, amenazadas y hasta asesinadas.

Al mismo tiempo, se trata de una región sumamente diversa y rica en cultura y biodiversidad, cuya valoración por parte de la comunidad ha ido creciendo sostenidamente, producto del incansable trabajo de organizaciones territoriales y/o ambientalistas, las cuales se han preocupado de subrayar la importancia de cambiar nuestro trato con la naturaleza para hacer frente a la crisis climática y ecológica que vivimos a nivel local y global, y en general para avanzar hacia una justicia para todas las personas y ecosistemas, rescatando aquellos saberes ancestrales que aún resisten a los inexorables procesos de globalización. No por nada han salido de esta región varias de las mentes ecologistas y defensores ambientales más emblemáticos del mundo.

En este contexto simultáneo de relevancia y vulnerabilidad ambiental, el Acuerdo de Escazú tiene por finalidad reforzar los principales principios y mecanismos que sirven para su protección: la participación significativa de las personas. Si hay algo que nos ha enseñado la historia es que, en el mundo actual, son los seres humanos (generalmente, los habitantes de un territorio específico) los llamados a proteger el medio ambiente en el que habitan.

Para ello, no solo se requiere de convicción y voluntad, se requiere de leyes y procedimientos que aseguren el acceso oportuno y claro a la información, una participación significativa en la toma de decisiones ambientales, y un acceso efectivo a la justicia ambiental para aquellos casos en que se vulneren los derechos antes señalados. Todo lo anterior, en un contexto institucional que asegure la integridad física y psicológica de las personas que lideren dichos procesos, y en general todos aquellos que tengan por finalidad la protección de la naturaleza. Comprometerse a avanzar en estas materias a través de un instrumento regional no es solo simbólico sino necesario, para poder contar con estándares comunes en una región que vive problemáticas comunes: desregulación ambiental, bajos niveles de democratización en temas ambientales, y una de las tasas más altas de amenazas y asesinatos a defensores ambientales.

¿Por qué, entonces, ante tan nobles y sensatos objetivos, aún encontramos sectores inseguros respecto de la implementación de este Acuerdo? Lo anterior no es más que una nueva manifestación de una falsa dicotomía que ha acompañado al ecologismo desde sus inicios: la mentira de protección ambiental versus crecimiento o desarrollo. Lo cierto (y cada vez más afianzado por la ciencia) es que, en el contexto de la crisis climática y ecológica que vivimos como planeta, el desarrollo sostenible es el único desarrollo posible. Toda otra propuesta tiene proyecciones no solo devastadoras para la calidad de vida de las personas, sino que también para la mismísima economía.

El punto clave, sin embargo, está en entender que el desarrollo sostenible no es un proceso tecnológico, sino uno de democratización y empoderamiento ambiental. Así, procesos como la descarbonización de la matriz energética en Chile, solo devendrán en un desarrollo sostenible si logramos incorporar una verdadera participación de las personas en las decisiones que afecten el medio ambiente de sus territorios. De otra forma, los niveles de conflictividad no descenderán, con todas las implicancias sociales y económicas que eso conlleva.

Por eso mismo, los pronunciamientos que hemos visto, por ejemplo, del Consejo Gremial Nacional en Colombia, manifestando que la ratificación del Acuerdo de Escazú sería “inconveniente para la reactivación, el crecimiento económico, y el incentivo a la inversión”, están perdiendo de vista el aspecto más relevante: no es posible continuar con el camino que hemos recorrido hasta ahora. Mantener el status quo no solo significa seguir vulnerando DDHH de múltiples personas en la región, sino que significa cortarnos los frenos ante un inminente colapso ambiental planetario. En ese sentido, las aprensiones de los sectores productivos de la región deberán ser debidamente consideradas en la implementación nacional, pero ninguno de los esbozados debe ser utilizado como base para negarse a la ratificación. Supuestos conflictos de soberanía, entrega de información confidencial, entre otros, no son más que interpretaciones voluntariosas de aquellos que no quieren cambiar el contexto que les favorece, por injusto que este sea.

Es necesario tomar el volante y cambiar la dirección, y la nueva ruta a elegir debe hacerse considerando la opinión, saberes, y derechos de las personas que habitan en los territorios. En esta analogía, el Acuerdo de Escazú no es un mapa con rutas y destino común predestinado, es más bien una brújula que nos ayuda a orientarnos en el camino hacia una Justicia Ambiental. Por lo mismo, su implementación será diferente y única para cada país, ya que el camino recorrido no ha sido el mismo.

Este texto fue producido con el apoyo de FES.
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