Cuando empezamos a escuchar al nuevo Francisco, los latinoamericanos sentimos que alguien de nuestra casa había dejado la silla de mimbre y el mate cotidiano para subir a la cumbre comunicacional que significa Roma y hablarnos desde lejos con un discurso que recogía elocuentes resonancias de Puebla y Medellín, de Santo Domingo y Aparecida. Nos pareció, de pronto, revivir el mensaje que nos enamoró de la Iglesia Católica en décadas pasadas, cuando ella nos enseñó que los pobres no podían esperar, que era necesario construir una civilización del amor contra las diversas tiranías amenazantes que nos gobernaban, que debíamos construir una cadena más fuerte que el odio y que la muerte. Francisco salió de entre nosotros, dejó el metro y el autobús bonaerense para subirse en ese podio que muchos cardenales soñarían ocupar. Pero él no aceptó llegar hasta allí para nimbarse de gloria o para escribir en mármol la fama prestada de la silla pontificial. Llegó para invitar a su iglesia a salir al encuentro de las periferias existenciales, para expresar su sueño de una iglesia pobre y para los pobres, para denunciar las lacras curiales que emponzoñan el aire de los pasillos vaticanos con su mezcla de apetencia y de temor.
La esperanza que tanto creyentes como no creyentes hemos puesto en Francisco ha sido desbordada, confiada e incluso, a momentos, acrítica. Celebramos su beso a aquel hombre con enfermedad degenerativa, el niño que sube a su papa-móvil, la sencillez de subirse al mismo bus donde iban sus cardenales, su reconocido entusiasmo por San Lorenzo, su equipo de fútbol preferido. El afecto y la reacción que producen dichos gestos son el síntoma de una civilización que necesita recuperar la confianza en sus líderes; por eso, nos entregamos dócilmente ante cualquiera que ofrezca las mínimas señales de autenticidad. A muchos nos sucedió con Obama; ahora nos ocurre con Francisco.
Sin embargo, situaciones como ésta inmediatamente van acompañadas por la sospecha crítica sobre las reales posibilidades transformadoras que puede tener el simple carisma desbordante de un líder de esta magnitud. De hecho, tal como lo plantean algunos vaticanistas más escépticos, si al cumplirse un año de pontificado, Francisco tuviera que dar una cuenta anual (como la que los presidentes y primeros ministros ofrecen ante el Parlamento), no podría presentar un programa contundente de reforma de la Iglesia, que es la cuestión pendiente más acuciante en estos momentos. Si bien se ha impulsado una transformación de la curia romana, es poco más lo que se puede recabar al valorar el trabajo de un año. Como agravante, además, hemos sido sorprendidos por algunas decisiones poco felices como fue la creación de Ezzati como nuevo cardenal.
Es cierto que el andamiaje eclesiástico responde a una pesada estructura, difícil de mover. También es cierto que, por mucho que Bergoglio se sienta motivado a realizar cambios, la jerarquía eclesiástica que lo acompaña está formada por obispos más jóvenes que él, todos nombrados por Juan Pablo II o Benedicto XVI y marcados por la línea restauracionista que ambos papas representaron. El temor es que Francisco no alcance a ver los frutos de la renovación que creemos se siente invitado a impulsar. O, peor aun, que, a los pocos años que eventualmente pueda durar su pontificado, le suceda un papa que no responda a la misma línea. El temor es que el paso de este papa no sea más que una primavera breve de cuyo buen olor solamente se recordarán los gestos deslumbrantes que día a día realiza. Todos sabemos que una retórica tal, por muy significativa que sea, si no se encarna en estructuras políticas de gobierno y de vida eclesial verdaderamente renovadas, corre el grave riesgo de transformarse en la careta frágil de una tentativa que solamente llega a través de los medios de comunicación como novedad, como sorpresa, en definitiva como espectáculo, pero no como una invitación misionera radical.