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ADELANTO| Cualquier bandera merece ser quemada

Por: El Desconcierto | Publicado: 22.09.2020
ADELANTO| Cualquier bandera merece ser quemada ©Eduardo Sanzana |
El editor y escritor Guido Arroyo (Valdivia, 1986) acaba de publicar «La poesía chilena no existe» (Editorial Aparte), breves ensayos que van desde los completos hasta el cine, la poesía, la pandemia de COVID y las tocatas punk. Aquí un adelanto.

Forever punk, forever young

Hay una secuencia de infancia que me resulta imborrable. Estoy en una tocata punk, tengo catorce años y un chico que nadie conoce sube a la tarima con una bandera chilena al revés. La banda sigue tocando aunque el escenario es diminuto. Yo participo del pogo junto a la treintena de adolescentes –y no tanto– que hacemos de público. El chico salta, agita la cabeza, hondea la bandera al revés. No tiene mohicano ni tachas, luce un buzo ancho satinado. Parece más un hiphoper. Termina la canción y a los tres segundos comienza otra. El ritmo frenético del punk es traducible a cualquier lengua. El chico extrae de su bolsillo una pequeña botella de vidrio y empapa la bandera. Luego saca un encendedor, presiona el chispero: emergen llamas.

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Los siguientes quince segundos en el pogo nuestra respiración se contrae. Los treinta tipos que hacemos de público, nos quedamos mirando fijo al chico que había saltado con la bandera de Chile en llamas. 

La imagen es hipnótica, de una rara belleza. 

No fui el único allí que sintió felicidad al ver el símbolo del país flameando. En nada el fuego vuelve ceniza la tela. 

Y también quema parte de sus manos. La banda se detiene.

El bajista y un tipo más viejo lo ayudan. El chico cae el piso, rueda mientras ambos le dan palmadas a su ropa. El fuego se extingue. El chico en vez de manifestar dolor grita: “¡Sigan tocando, mierda!”.

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Pese a que respeto profundamente el arte de estudiar las banderas: la vexilología, ciencia precoz parecida a la blasonería o numismática, nunca he entendido cómo un rectángulo colorido puede simbolizar un territorio. Creo razonable pensar que un escudo tenga que ver con un pueblo o que su música, narrativa o cine digan más sobre su comunidad y tragedias que cualquier estudio sociológico. Pero no los colores, nunca los colores. Aquellas tonalidades que nombramos en base a una ausencia de criterio, una indeterminación como sugiere Wittgenstein, y que son simplemente un estímulo cálido para las neuronas, la ilusión sensitiva de una idea. Me resulta imposible pensar que allí, en los corazones rojos con fondo azul y blanco, se encuentre la especificidad de los ciudadanos de la provincia de Frisia, región de los países bajos. O que un fondo completamente verde, parecido a un croma, pueda significar algo de los habitantes de Libia. 

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Esto me hace recordar una anécdota de Borges, del entrañable Borges, esa caricatura anarco fascista que, pese a todo, seguiremos releyendo hasta morir. Yo comencé a leerlo gracias a la educación pública. Como en mi escuela solían faltar los profesores y debido a que en Valdivia llovía mucho, una tarde de Biología no hubo más remedio que encerrarnos en la precaria biblioteca. Allí encontré una supuesta autoantología: Utopía de un hombre que está cansado. Una edición delgadísima con un cajón de texto imposible, editada por Andrés Bello bajo la dictadura cívico-militar, debido al horrible galardón que recibió en Chile en 1976. (A todo esto, ¿por qué nadie ha escrito una novela de esa visita, donde Borges parafrasea a Neruda riéndose con los ojos? ¿Por qué tenemos de su visita solo el poema de Llanos Melussa y un triste monolito afuera de la biblioteca nacional que nadie mira?). Pese a ello, nunca por ello, devoré ese compendio borgeano en una hora y nunca más le fui infiel. Pero la anécdota es que el viejo escritor argentino una vez, mientras daba una conferencia fue interpelado por un cubano militante que le preguntó, así a secas, si creía la revolución. Le respondió: “siempre cuando me hablan de una revolución, pregunto si tiene bandera. Si la tiene, entiendo que no es mi revolución”.

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En La responsabilidad del artista: las vanguardias, entre el terror y la razón, el historiador de arte Jean Clair analiza con pasión la relación entre totalitarismos y visualidad artística. El libro destila agudeza y termina siendo una apasionada batalla contra el expresionismo. En esos pasajes cuenta también que el pintor Giorgio de Chirico, pasó sus últimos años pintando obras estrictamente realistas. Es más, afirma que llevó un diario donde detallaba su preocupación ante el horror de la Segunda Guerra Mundial. Su percepción sobre la injerencia que tuvo el relato artístico para desfondar la realidad, o para construir el nuevo mundo real: los campos de concentración. 

En su pintura Misterio y melancolía de una calle, un cuerpo o la sombra del cuerpo de una niña, aparece inocente jugando con una rueda. En diagonal emerge un sujeto con bastón, cuya sombra se proyecta más grande, debido al ángulo de la insidiosa luz que tan bien esculpía Chirico. Al fondo de la pintura, como si fuese un marco imposible de evadir, aparece una bandera hondeando. Lo que intuimos es que aquella niña, tarde o temprano, se verá forzada a abandonar el juego. La síntesis es clara: cualquier bandera garantiza la fusión del rostro en sus colores, el grito del soldado hambriento de muerte por un ideal patrio. 

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Coro de un tema punk no escrito: 

cualquier bandera 

merece ser quemada, 

cualquier bandera

es una mierda.  

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Y el punk carece de banderas.

El punk es la última manifestación artística que se ancla al vitalismo. Lo que importa no es la música, sino la actitud: el hastío ante la sociedad como canalizador del ruido. 

El punk es el fin de las vanguardias históricas, es la prueba de su fracaso, porque el arte nunca podrá traducir la vida o viceversa. Un cuerpo punk es un cuerpo que anuncia: no puedo ser absorbido por el trabajo. 

El punk es síntoma del agotamiento que generó la modernidad capitalista, por eso emerge justo antes de aquello que a falta de otro nombre llamamos posmoderno.

El punk es el anverso, los últimos brotes de nacionalismo, la bandera antigua del Reino Unido exhibiendo su inutilidad. 

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Por eso puedo asumir mi excitación al ver a ese adolescente anónimo quemar la bandera chilena. ¿Qué será de él ahora? ¿Será un investigador académico, un guardia de supermercado, un traficante? Su acto de valentía, a fines de los noventa, nos enseñó a ese grupo heterogéneo de punkies sureños que las banderas solo servían para ser quemadas. O para doblarlas y olvidarlas, como cantaba Luca Prodan.

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