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La última cama

Por: Pía Gonzalez Suau, escritora | Publicado: 19.06.2020
La última cama |
En los hospitales hace tiempo que hay una selección de vida o muerte diluida en un engranaje burocrático. Los pacientes lo saben. No son los médicos, ni el personal de salud, ni siquiera la señora antipática de la ventanilla. Ellxs son los personajes secundarios. El protagonismo lo tiene el gerente del hospital, el ministro de Hacienda, el empresario presidente.

El dilema de la selección de quién vive o quién muere, es algo que hemos venido escuchando desde el principio de la pandemia. Con horror vimos testimonios desde España, médicos llorando hablaban de sus límites de resistencia transgredidos. Parecía un documental de latitudes lejanas cuando aquí ni siquiera había llegado la enfermedad. Era un drama semejante a esas películas de guerras donde en un hospital de campaña aparece un médico sudando y manchado de sangre, con heridos que van pasando sin piernas, con las vísceras a la vista, en un desfile para ser seleccionados. Para qué decir de la cantidad de obras audiovisuales sobre el nazismo, con esas dos filas a la llegada al campo de concentración y un oficial de la SS escogiendo. Ancianxs a los hornos, mujeres y hombres jóvenes a las barracas. Historias que están al límite entre lo humano y lo maligno, justificadas por una guerra, por una ideología histérica, por actos de locura, hasta que se prendían las luces del cine y volvíamos a nuestra normalidad.

La realidad es distinta. Y no tanto. Las luces no se apagaron, la función no termina de concluir. Cambian los personajes, entran y salen a escena actores nuevos, pero la película continúa, como un sinfín que vuelve a empezar cada día. No podemos apagarla.

Es un virus el culpable, qué duda cabe. No es el personal de la salud, no es el médico que está decidiendo a quién atiende primero, segundo y el tercero no alcanzó, murió en la espera. No hay una reunión para decidir qué hacer en esta locura, solo sucede. Ni siquiera es necesario mencionarlo, hay un entendimiento intuitivo de que pasarán aquellos con más posibilidades de sobrevivir, de tener años por delante, de contar con el físico adecuado, en fin, no hay que ponerlos en fila, la decisión está en el aire, porque no es algo nuevo, solo que ahora no da tregua, se comprimió en minutos, en horas.

En los hospitales hace tiempo que hay una selección de vida o muerte diluida en un engranaje burocrático. Los pacientes lo saben. No son los médicos, ni el personal de salud, ni siquiera la señora antipática de la ventanilla. Ellxs son los personajes secundarios. El protagonismo lo tiene el gerente del hospital, el ministro de Hacienda, el empresario presidente.

El médico diagnostica un sospechosx de cáncer, que ya llegó con meses de atraso a sus manos y él lo deriva a ese examen que definirá su estado. Pero esa es otra ventanilla donde un comité debe evaluar si es o no tan urgente la necesidad del examen, eso, con suerte demorará un mes y ahí recién le darán la hora para hacérselo, otro mes más. Una vez tomada la muestra, pasará (siempre que no se pierda en la maraña burocrática) otro mes para el resultado. Para cuando llegue, tal vez ya habrá un muerto más, tal como sucede ahora cuando llegan los resultados del PCR. Este el guión diario que se vive en la medicina pública ¿Es el médico quién decidió la vida o la muerte del paciente? 

La última cama fue decidida hace tiempo por el libre mercado, por la oferta y la demanda, por ganancias y pérdidas, por optimización de recursos, por contratos truchos, por corrupción camuflada. Una cadena de personajes que nunca se enteraron de ese o esa paciente, pero que determinaron su fecha de muerte. Igual que ahora. 

¿Por qué nos escandalizamos tan tarde? ¿Hasta cuándo preguntan los medios sobre la “última cama” en ese tono melodramático? Nunca antes lo hicieron y sucedía todos los días. 

La frase de una salud digna no fue un pretexto para protestar en octubre. Son los mismos que ahora salen desesperados a la calle, teniendo que elegir morir por COVID o morir de hambre. Salen igual, porque no conocen otra manera de vivir que sacarse la cresta trabajando. Son las mismas mujeres que antes que las cajas, el bono, el préstamo, el otro bono, se organizaron alrededor de la olla común y tienen comiendo al vecindario con una fortaleza y dignidad que hace enrojecer a cualquier alcalde. Ellas se levantan muy temprano, se amarran el pelo y no tienen idea qué echarán a la olla, pero ya al mediodía llegan víveres de por aquí y por allá, y entre 1 y 2 salen los jóvenes, esos mismos, los terroristas del estallido, cuidan a las cocineras para que no se expongan, porque son imprescindibles y ellxs reparten los 200 almuerzos, casa por casa.

Médicos anónimos, doctoras silenciosas, choferes de ambulancias que tienen que escoger a quién trasladan, jóvenes aperradxs, mujeres heroicas que prefieren compartir lo poco que tienen antes de ignorar lo que está pasando y que por ahí, un personaje del gobierno, dijo era inadecuado pasarles dinero, porque se lo gastaban en cualquier cosa, como en las tragamonedas. 

Vivimos en  una ideología extrema instalada hace décadas, entre cuatro paredes y con la metralleta en la nuca, que nos sumió en un sistema maligno y que ahora, al igual que en los documentales de la guerra, obliga a otros a dar la cara mientras los verdaderos responsables, los extremistas del mercado, jamás tendrán que ver morir a su madre en una sala de espera, nunca verán con impotencia que no será atendida; no imaginan ni en sus peores pesadillas tener a la abuela muerta en la casa sin que retiren su cuerpo; nunca los tendrán esperando afuera del asilo por horas, sin respuestas sobre la salud del abuelo. Y menos, en toda su vida, tendrán que acercarse a una olla común, en su barrio, para tener una comida asegurada. Sin embargo, son ellos, empresarios de fortunas inmensas, quienes nos han dicho al resto cómo hay que vivir, son los que le dicen al pobre cómo debe ser un buen pobre, los que trazaron caminos llenos de baches y trampas, senderos que nunca transitarán, pero que nosotros y nosotras, debemos recorrer sumisos, al menos por ahora, esperando sobrevivir a un país que ya despertó y resiste.

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