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VOCES| Las ínfulas literarias de Pinochet en plena dictadura: ¿quién censuraba al censurador?

Por: Cristian Venegas, escritor | Publicado: 09.06.2020
VOCES| Las ínfulas literarias de Pinochet en plena dictadura: ¿quién censuraba al censurador? |
En nuestra dictadura curiosa fue la censura. Por un lado, prohibía con tanquetas y metralletas lanzamientos de libros de anémica subversión, y por otro, aceptaba sin problemas una película que pontificaba a favor del socialismo. En otro caso, ni siquiera advertía la venta de un libro del capitán general, traducido al idioma inglés, que describía fantasías y delirios sobre su participación en el golpe de Estado.

No se descubre nada al decir que en toda dictadura el control de la información, la cultura y el arte es una prioridad para su propia subsistencia. No por nada una de las acciones más tristes y celebrada fue la quema de libros en la remodelación San Borja, cuya ejecución estuvo en manos de “espinilludos” jóvenes vestidos de combate, que tal vez, por cosas de su cuna, nunca pudieron terminar de leer uno. 

Ante la necesidad de vigilancia sobre el arte y la cultura, emergió la censura que no es más que el conjunto de cuasi-emperadores con el fino quehacer de poner el pulgar hacia arriba o hacia abajo para decretar la vida de una obra, o su muerte prematura, antes de llegar a su puerto, el “consumidor”. 

Un ejemplo de esa censura “a la metralleta” de los ochenta fue la sucedida con el lanzamiento del libro del sociólogo Pablo Hunneus: ¿Qué te pasó, Pablo? 

A la capilla de la familia De Ramón habían sido invitados desde familiares del autor hasta buena parte del zoológico cultural capitalino: escritores, artistas de variopinta calidad, periodistas y amigos. En total, unas doscientas personas. El programa del evento que debía partir a las 12 horas de aquel otoñal 7 de junio de 1981, declaraba algo así: “1. Disertación sobre el libro por Florcita Motuda. 2. Cumbia por Pablo Huneeus. 3. Liturgia de domingo siete”. 

Pese a las buenas intenciones, Jovino Novoa, subsecretario general de Gobierno de la época, y al parecer poco amante de la lectura, no estuvo a favor la actividad y desde su despacho simplemente la prohibió. ¿Por qué tan jodido, Jovino? 

A la hora de inicio del lanzamiento, junto a la notificación personal del subsecretario al autor sobre el embargo de las copias de su libro –vaya qué honor–, por Avenida Las Condes deambulaban los extraviados invitados, todos extrañados por la suspensión del evento y también por el importante contingente de carabineros en sus cercanías, con metrallas al hombro, como si se estuviera apagando un mitin político del tipo “Caupolicanazo” del año 80. 

¿Qué razones esgrimió la autoridad? Que no se había pedido permiso al Ministerio del Interior, ni para la actividad ni para la venta del libro. Lo insólito es que el escrito estaba desde hace tiempo vendiéndose en las librerías. Además, el lanzamiento no era una actividad ni clandestina ni marginal pues, como escribió Las Últimas Noticias, estaba invitado “lo más granado de la sociedad intelectual santiaguina”. No hubo evento, pero el escrito logró volver a las librerías. 

El libro de Pablo Huneeus no había pasado la prueba, quizás por ignorancia de su contenido. Y tal vez, por ese mismo analfabetismo, una cinta hollywoodense ganadora de tres premios Oscar no tuvo problemas con censores nacionales, a pesar de su evidente contenido ideológico. 

Del contenido de la película sí pudo enterarse Carlos Caszely, junto a otros compañeros de la selección chilena. A mediados de 1982, para distender a los muchachos de la selección chilena de fútbol, durante la soporífera preparación para el Mundial de España, se programó una salida cultural al hoy desaparecido cine Santa Lucía. Allí los deportistas disfrutaron de la mencionada película llamada Reds (su traducción directa es Rojos, pero a pocos eso le llamó la atención). La cinta está ambientada en los años de la Revolución rusa, y narra la historia del periodista norteamericano John Reed, muerto prematuramente en el conflicto. Una trama interesante, pero ordinaria para los espectadores nacionales, salvo cuando “se pegan la cachada” de que el tal Reed era comunista y perseguido en EE. UU. y que viaja a la URSS para vivir de cerca la revolución bolchevique y documentarla. En Rusia, Reed muere, y no por una bala ni de hambre, sino de tifus. Aunque el tal Reed quedó como héroe para el izquierdismo estadounidense, y de seguro, también para el soviético.  

¿Qué le habrán dicho a Carlos Caszely, a la salida del cine, por haber elegido esa película para sus compañeros? No importa, Caszely podría haberse cobijado en el dictamen de los censores culturales chilenos. Total, era la película que estaba en el cine. 

Reds fue una película que sí pasó por la manos de la censura cinematográfica; en cambio otros títulos, con autoría de Augusto Pinochet, ni siquiera eran revisados. ¿Para qué? En los ochenta ¿quién se iba a atrever a censurar al censurador “en jefe”? 

Mostrar al pueblo chileno la estatura de su líder presidente y las razones que lo motivaron para encabezar el “pronunciamiento militar” con las demás Fuerzas Armadas. Con este propósito, los asesores presidenciales y Pinochet publicaron en 1980 El Día Decisivo: 11 de septiembre de 1973, un libro que relata la fantasía autorizada del presidente respecto a las horas previas y posteriores al golpe de Estado, donde se autorretrata como el gran líder en la sombra; un campechano ladino que con su mansedumbre habría logrado derrocar al gobierno de Allende. La obra tuvo buenas ventas desde su lanzamiento, y para el año 82, por razones editoriales, económicas y políticas, alguien encontró que sería buena idea internacionalizar el libro y relanzarlo, esta vez, en el idioma inglés. Del escrito se repartieron cerca de treinta mil copias por el mundo. 

El libro traducido y titulado pomposamente como The Crucial Day, fue presentado en mayo del 82 en el Hotel Sheraton de Santiago, con la presencia de la primera dama Lucía Hiriart de Pinochet. Dado el carácter de la obra y su autor, y para la estilización de la actividad, se ordenó instalar una siútica escultura de hielo. Sus efectos, funestos. El calor de las luces, puestas especialmente sobre la escultura, comenzaron a transformar el hielo en un líquido que se distribuyó por el piso, generando un cortocircuito. A su vez, las chispas encendieron el mantel de una de las mesas para el terror de los asistentes. ¿Un atentado? No. Con el rápido sofoque del siniestro doméstico y el chequeo de seguridad correspondiente, las dudas se desvanecieron. Quedó una que otra servilleta humeante, pero lo importante es que la señora del autor no sufrió daños.  

Por un pelo, el mal gusto de la escultura de hielo pudo haber hecho la gran gracia: suspender el relanzamiento de un libro, a dos idiomas, que por no haber clarificado su categoría de ”obra de ficción” era necesariamente censurable. 

En suma, estos casos de censura artística, algunos recogidos en mi reciente trabajo 82. Sangre, fútbol y quiebras (editorial Forja), expresan el uso caprichoso de la herramienta, regularmente a favor del poder, pero no exenta de filtraciones durante el control cultural de ese gentío inocente de principios de los años 80.

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